El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 18 de septiembre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (Parte III)





-¿Casualidad? Es lo que pensamos siempre cuando algo se interfiere en nuestros planes de pronto; algo no calculado, con lo que no contábamos y que añade presión al momento de realización que llevamos a cabo.
¿Por qué tenía que tocarme sitio en el Land Rover del sargento Mateo, oprimido junto a él en el asiento del copiloto, cuando perfectamente podía haber ido en los "Reos" (camiones norteamericanos de transporte procedentes de la guerra de Corea) como la mayoría de la tropa? No parecía casual que el resto de mis colegas de negocio también fueran repartidos en vehículos ligeros a cargo de cabos primera, oficiales y suboficiales de la compañía, como si estuviéramos escoltados. Algo imposible de imaginar por mí en aquellos momentos.

-¿Que le parece éste lleno de hachís, soldado? - me preguntó el sargento Mateo mientras golpeaba con su mano izquierda el cañón de 80 milímetros que incorporaba el vehículo, y que ocupaba el centro de su habitáculo haciendo más estrecho para los dos el asiento del copiloto, donde íbamos acoplados.
No sabía que contestarle. Conocía la sorna del sargento, pero nunca había mantenido con él un mínimo diálogo; entre otras cosas, porque eran contadas las veces que yo había estado bajo sus órdenes. De todos modos hice un esfuerzo por dar una contestación apropiada, aunque no estaba seguro de su resultado.

-Sí que es grande. Difícil de imaginar, mi sargento. Sería una "pasada", desde luego.

-¿Una pasada?... Cuente con lo que nosotros, digo nuestro regimiento, podría llegar a pasar en cada maniobra - dijo -. Aunque nada comparado con los de artillería. ¡Imagínese! De ese modo, seguramente, incrementaríamos el nivel de vida en nuestro ejército. Quizás tendríamos mejor futuro que esperando ascensos. ¿No cree soldado?

-No se, mi sargento - contesté. 

Yo imaginaba todo el arsenal al completo y repleto de hachís. A partir de aquella pregunta y a la vista de lo descubierto con el whisky, no era difícil imaginar la magnitud de lo que representaría algo así en la concentración de tropas que se iba a producir, y para la que, entre sombras y luces del alba, marchábamos en larga y lenta fila de vehículos buscando emplazamiento en el desierto.

Habían transcurrido casi cuarenta horas desde que saliéramos de casa del "moro" con el hachís pegado a nuestros cuerpos y envueltos en celofán como bocadillos. Aquello se estaba convirtiendo en una tortura auténtica. Las"placas" sujetas al abdomen presionaban demasiado sobre mis costillas inferiores y en el esternón, produciendo dolor y dificultando la respiración en posición de sentado, lo que añadido a la opresión que sentía en el asiento junto al sargento y a la tirantez del esparadrapo en mi piel velluda, convirtieron en un purgatorio el viaje de acampada.

Recordé la escena con todos sus detalles. Jamás había visto tanto hachís junto. El moro que nos suministraba metió la mano en el bajo techo de plásticos y cartones del chamizo donde nos había recibido, y comenzó a sacar kilos de hachís. Eran como pequeños quesos, de color marrón verdoso muy oscuro, casi negro; prensados hasta alcanzar un kilogramo de peso, lo que los hacía tan duros que eran imposibles de mellar con la uña.
La mayoría de los allí presentes nunca nos habíamos visto en otra tan gorda, y aquel primer porro que el moro se sacó de su bolsillo para hacernos sentir en confianza y relajar nuestros nervios, no hizo más que avivar en nosotros la euforia y el nerviosismo propiciados por el momento único que vivíamos.
Javi Madriles, golpeando mi hombro con ella, me acercó su petaca metálica. Le di un trago al whisky que me pareció agua pura y que rápidamente calentó mi estómago estrechado por la tensión. Pronto marcharía todo por otro camino más relajado, cuando los efluvios alcohólicos y el humo psicodélico del hachís comenzaran a producir sus efectos narcóticos.

La mayoría de nosotros desconocíamos el proceso que permitía transformar aquellos tochos en algo transportable por nuestros cuerpos, pero iba a ser más sencillo de lo que pensábamos, pues, a pesar de las apariencias, todo se desarrollaba con la máxima profesionalidad.
El moro sacó de un rincón una bombona de gas para el camping con un quemador incorporado, y tras encenderlo, colocó sobre él una pota grande de aluminio llena de agua con un colador de malla metálica sobre su boca. Mientras esperábamos a que el agua comenzara a hervir, nos dio una maza y un cortafríos para que partiéramos en pedazos los quesos de hachís, como así hicimos. Aquello resultó para nosotros de lo más divertido e interesante, pues además de los trozos grandes que extraíamos, saltaban chinas pequeñas por toda la estancia que buscábamos con avidez para guardarlas en nuestros bolsillos. Todo entre un gran alborozo y cataratas de risas detrás de cada ocurrencia que cada uno soltaba, y que contagiaba al grupo entero.
Cuando el agua alcanzó su ebullición comenzamos a colocar los trozos de hachís en el colador, sobre el vapor que se escapaba de la pota. De ese modo se iban ablandando lentamente hasta llegar al momento optimo. Entonces, los extraíamos del colador y los amasábamos en el suelo con una botella de cristal llena de agua para moldearlos en forma de placas, más o menos rectangulares, hasta alcanzar el grosor y el tamaño deseados. Tras dejarlos enfriar unos minutos, recubríamos las placas con celofán.  Terminada esta labor, con las placas formamos siete lotes que después pesamos en una balanza hasta que cada uno alcanzó el peso requerido: un kilo, más o menos. Después nos los repartimos, comenzando al instante la tarea de colocar la mercancía para su transporte. Consistía en distribuir las placas de hachís, según su forma y tamaño, en los espacios más adecuados del cuerpo, donde pudieran pasar desapercibidas con mayor facilidad. El abdomen, las partes internas de los muslos y de los gemelos en las piernas, y debajo de las axilas en el tórax, eran los sitios donde resultaba más fácil camuflar la mercancía. Mi acusada delgadez hacía que fuera el candidato idóneo para cualquier camello. Chepu, por ejemplo, tenía dificultades para encontrar sitios vacíos en su fisonomía a pesar de su gran corpulencia. Igual que Botijo, que con aquella panza sobresaliente que disfrutaba, impaciente buscaba sitio en los riñones, no menos cubiertos.
Las placas se pegaban al cuerpo con cinta de esparadrapo, muy seguro, pero insufrible al cabo de unas horas con ello. Tiraba de la piel a cada movimiento hasta arrancarle el vello. También era horrible el envoltorio de celofán alrededor de las partes del cuerpo en donde iban pegadas las placas de hachís, pues al cabo de un rato, la sensación de estar empapado se hacía insoportable. 

Salimos del chamizo del moro ya de noche, como paquetes recién embalados donde no entraban ni las balas. Descendimos las calles empinadas hechas por casas de chapa y retales, tan estrechas que en algunos sitios podíamos tocar a un tiempo las paredes de ambos lados sólo con extender los brazos. Se veía perfectamente la bahía, iluminada a esas horas, impresionante desde allí.
El "colocón"(borrachera psicodélica) se nos pasó de golpe al recibir en nuestras caras el viento suave y tibio que subía de la costa, de camino al cuartel.

Ya no había posibilidad de dar marcha atrás, y a pesar de que por el momento todo se desarrollaba conforme al plan establecido, aún albergaba dudas sobre su final y me sentía insatisfecho de mi participación en él.
Hasta el momento de cerrar el trato definitivamente, existía entre nosotros una gran camaradería. Éramos como una familia bien avenida que destacaba como grupo unido en la compañía. Pero el trato abrió una brecha en el hermanamiento que compartíamos e hizo que nada fuese igual a partir de entonces. De algún modo, mi participación y mi aptitud tuvieron mucho que ver con lo que ocurriría después, aunque en ese momento no fuera capaz de apreciarlo, quizás porque mi carácter ingenuo no admitía la posibilidad de engaño entre nosotros, y mucho menos traición. La complicidad y la lealtad eran algo que, tácitamente, todos aceptamos desde el principio como nexo de unión. Éramos colegas y eso suponía estar juntos en lo bueno y en lo malo. Y fue la confianza la que terminó perdiendo la batalla.

















     

martes, 6 de septiembre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (Parte II)






-Todavía era de noche cuando desembarcamos en Almería. Formamos la compañía en el muelle frente al ferry con las demás fuerzas transportadas de nuestro regimiento, algo más de la mitad.
Allí pasaríamos la última revista antes de ser trasladados hasta las estribaciones del desierto de Tabernas, famoso en el mundo entero por ser uno de los escenarios naturales de Hollywood, donde sus maestros rodaron algunas de las mejores películas de cine de todos los tiempos.
Sabíamos que el registro era rutinario, para cubrir expediente, pero nadie nos había hablado de perros. Sí, perros de la "policía nacional" adiestrados para detectar contrabando de estupefacientes.
Botijo parecía más tranquilo, que por dentro llevaría su calvario, pero a Chepo y a mí nos podía la intranquilidad que nos trajera la presencia de los perros en la revista que estaba a punto de realizarse. Supongo que a mí se me notaba algo menos, debido al disfraz con el que escondía mi rostro.  Los veteranos me llamaban Lennon porque usaba gafas redondas con cristales ahumados y entonaba canciones con una vieja guitarra española con la que un día me presenté en el cuartel.  Después me dejé unas barbas largas y descuidadas que se comían mi cara estrecha afilando más la figura menuda y frágil de mi cuerpo, por lo que, además de por mi comportamiento despreocupado y mi afición al cannavis, los colegas empezaron a llamarme "Hippie". 
Miré hacia atrás, a unas tres filas más a mi derecha. Allí se encontraba, sonriente como siempre, Mellizo, por detrás de Domenec. Y otra fila más allá, dos puestos por delante, Chimeno haciéndose notar entre quienes le rodeaban con su lenguaje socarrón, como era su costumbre. Eran, junto con Javi el "Madriles", que se encontraba en otro punto más lejano de la formación, el resto de la cuadrilla que participaba en el affaire.

Cuando las compañías terminaron de agruparse a lo largo del muelle, el cornetín sonó a toque de firmes. El ruido de las armas al tomar posición, y el taconazo de rigor de casi un millar de soldados, resonaron al unísono en el puerto. El operativo de mandos y la representación de la policía nacional pasaron revista visual a la tropa. Una vez revisada la formación y comprobada la profundidad de filas en las compañías, se nos ordenó dejar el armamento y el material del equipo en el suelo, dar media vuelta y avanzar en dirección contraria hasta quedar desdobladas las compañías: el material por delante, y por detrás los hombres que las componíamos separados por un pasillo de seis pasos. A la orden de media vuelta volvimos a mirar al puerto.
Chepu y yo respiramos aliviados al comprobar que la maniobra era puro trámite y que afectaba sólo al material, no a los individuos ni a lo que sus cuerpos portasen. El ejército protegía a sus hombres, sólo de él dependía su inspección; y ésa la habíamos pasado antes de salir de casa.
Los perros, atados a sus adiestradores, olfatearon una por una las compañías de avituallamiento sin mirar tan siquiera para nosotros.












Todo había quedado sellado una noche de invierno en la sala de vídeo del barracón de la compañía, una zona habilitada para tal uso al fondo del mismo y amueblada con varios sofás y sus sillones respectivos, una mesa baja de salón con tapa de cristal, y un equipo nuevo de vídeo VHS sobre una mesa alta con su televisor. Chepu y yo habíamos salido aquella tarde de paseo para cambiar las películas de vídeo y suministrarnos de hachís.
Fue una noche memorable. Éramos ya veteranos y monopolizábamos la estancia por completo (nuestro regimiento sólo admitía juntos dos reemplazos, por lo que el último estaba seis meses esperando al siguiente para despedir a sus veteranos y recibir a los nuevos chinches), sobre todo después del toque de retreta. A partir de entonces, y hasta bien entrada la madrugada - muchas veces se daban las tres sin habernos ido a dormir -, la sala estaba habitada por nuestra cuadrilla, la cual se componía de una docena de individuos, más o menos, a quienes unía la afición por el humo de hachís.

Mellizo estaba dispuesto a arriesgarse otra vez, aunque su temprana subida de permiso a Madrid, de donde era natural, se hubiese saldado con un fiasco serio que truncaría su escalada de trapicheo y su situación de privilegio en el ejército. Como Chimeno, pertenecía a un comando especial de nuestro batallón, y de chinches fueron destinados como relevos al Peñon de Vélez. Allí participaron por primera vez como "mulas" en el transporte de hachís de la mano de veteranos.
Aquella "movida" - como decíamos entonces - o aquel trabajo, si queremos llamarlo así, resultó un éxito para ellos, por lo que, aprovechando el enlace, pretendieron ir más lejos para sacar tajada por su cuenta.
A su regreso, Mellizo organizó un transporte para sus colegas en Madrid. Para ello solicitó unos días de permiso.
Debió "dar el cante" en el tren - era un poco bocazas, por enterado -, o quizás, alguien lo delató antes de salir de Céuta con algún extraño interés. El caso es, que justo al poner los pies en la estación de Atocha, fue detenido por una pareja de la policía secreta que lo esperaba en el andén.

Para Chimeno, el plan no dejaba lugar a las dudas sobre su seguridad. No volveríamos a tener otra oportunidad así si la dejábamos pasar. El beneficio estaba asegurado, puesto que cobraríamos en especie; o sea, en mercancía.

A mí, precisamente aquel detalle era lo que menos me gustaba del plan: un cuarto por subir un kilo de hachís a la península; en forma de placas y pegadas al cuerpo con esparadrapo.
Planteé además que, desarrollándose las maniobras demasiado pronto - en primavera antes de la Semana Santa -, para los que éramos del norte y deseábamos coger el mes entero de permiso por estar demasiado lejos, el beneficio se resumiría en tener para fumar un tiempo, nada más. El argumento tenía un peso aplastante, el plan suponía demasiado riesgo y poco beneficio, y en ello había mucho de mi reticencia a participar en el proyecto, que en el fondo me daba miedo, aunque hiciese todo lo posible por ocultarlo a mis compañeros. Domenec y Chepu reconocieron que llevaba razón, que el peligro era muy grande porque regresaríamos con parte de la mercancía al cuartel y eso suponía otro riesgo añadido. Andar todo el día con doscientos cincuenta gramos encima, hasta consumirlos en el cuartel, era otra jodienda.
Botijo callaba. Mientras, los porros que se hacía sin cesar, junto a la botella de Whisky de Javi, circulaban alrededor del corro formado en la sala. Chimeno, que había organizado el trato con un "caballa" (natural de Céuta) licenciado recientemente en la compañía, se sintió por un momento atrapado, con el acuerdo que se prometía tan fácil en el aire, por lo que me preguntó:

- Entonces, ¿no hay trato? Según tú, ¿cuál sería conveniente?

- A nosotros nos viene bien tener dinero; para salir con algo de aquí es fundamental. Además el riesgo que correremos lo merece, y con dinero podremos hacer nuestras movidas cuando subamos de vacaciones. Lo suyo serían cincuenta gramos a cada uno para fumar en maniobras - como siempre, de listo - y el resto en dinero. Unas veinte mil pesetas. Después con su dinero, cada uno que haga lo que quiera.

- No estaría mal -. Afirmó Botijo, después de echar una bocanada de un porro que tenía en la mano.

Chimeno, más que vencido se sintió contrariado, pues mi posición proponía una mejor alternativa, aunque para ello fuera necesario negociar. Pero él sabía que no había nada que negociar, por lo que miró a Mellizo, que escabulló el bulto buscando el baso de cubata que guardaba tras el sofá. Con todo ello Chimeno dio el tema por zanjado y se unió al grupo en la opinión, aunque en el fondo ocultaba otros planes.

Los porros y el whisky habían hecho su efecto y estábamos eufóricos. La camaradería con la que nos rodeábamos hacía que todo fuera agradable y desenfadado, y la confianza que nos otorgaba nuestro grado de veteranos, que no tuviésemos pudor por expresarnos en nuestras cosas como si estuviéramos en casa. ¿Qué digo? Mejor que en nuestra casa.

Todo terminó con la visualización de una película que provocó en nosotros tal desmadre, que el resto de la compañía no durmió aquella noche hasta que nosotros lo hicimos. La película en cuestión se había estrenado el año anterior y se titulaba La Vida de Brian.
Como decirlo: nunca un trato empezó de mejor forma.