-¿Casualidad? Es lo que pensamos siempre cuando algo se interfiere en nuestros planes de pronto; algo no calculado, con lo que no contábamos y que añade presión al momento de realización que llevamos a cabo.
¿Por qué tenía que tocarme sitio en el Land Rover del sargento Mateo, oprimido junto a él en el asiento del copiloto, cuando perfectamente podía haber ido en los "Reos" (camiones norteamericanos de transporte procedentes de la guerra de Corea) como la mayoría de la tropa? No parecía casual que el resto de mis colegas de negocio también fueran repartidos en vehículos ligeros a cargo de cabos primera, oficiales y suboficiales de la compañía, como si estuviéramos escoltados. Algo imposible de imaginar por mí en aquellos momentos.
-¿Que le parece éste lleno de hachís, soldado? - me preguntó el sargento Mateo mientras golpeaba con su mano izquierda el cañón de 80 milímetros que incorporaba el vehículo, y que ocupaba el centro de su habitáculo haciendo más estrecho para los dos el asiento del copiloto, donde íbamos acoplados.
No sabía que contestarle. Conocía la sorna del sargento, pero nunca había mantenido con él un mínimo diálogo; entre otras cosas, porque eran contadas las veces que yo había estado bajo sus órdenes. De todos modos hice un esfuerzo por dar una contestación apropiada, aunque no estaba seguro de su resultado.
-Sí que es grande. Difícil de imaginar, mi sargento. Sería una "pasada", desde luego.
-¿Una pasada?... Cuente con lo que nosotros, digo nuestro regimiento, podría llegar a pasar en cada maniobra - dijo -. Aunque nada comparado con los de artillería. ¡Imagínese! De ese modo, seguramente, incrementaríamos el nivel de vida en nuestro ejército. Quizás tendríamos mejor futuro que esperando ascensos. ¿No cree soldado?
-No se, mi sargento - contesté.
Yo imaginaba todo el arsenal al completo y repleto de hachís. A partir de aquella pregunta y a la vista de lo descubierto con el whisky, no era difícil imaginar la magnitud de lo que representaría algo así en la concentración de tropas que se iba a producir, y para la que, entre sombras y luces del alba, marchábamos en larga y lenta fila de vehículos buscando emplazamiento en el desierto.
Habían transcurrido casi cuarenta horas desde que saliéramos de casa del "moro" con el hachís pegado a nuestros cuerpos y envueltos en celofán como bocadillos. Aquello se estaba convirtiendo en una tortura auténtica. Las"placas" sujetas al abdomen presionaban demasiado sobre mis costillas inferiores y en el esternón, produciendo dolor y dificultando la respiración en posición de sentado, lo que añadido a la opresión que sentía en el asiento junto al sargento y a la tirantez del esparadrapo en mi piel velluda, convirtieron en un purgatorio el viaje de acampada.
Recordé la escena con todos sus detalles. Jamás había visto tanto hachís junto. El moro que nos suministraba metió la mano en el bajo techo de plásticos y cartones del chamizo donde nos había recibido, y comenzó a sacar kilos de hachís. Eran como pequeños quesos, de color marrón verdoso muy oscuro, casi negro; prensados hasta alcanzar un kilogramo de peso, lo que los hacía tan duros que eran imposibles de mellar con la uña.
La mayoría de los allí presentes nunca nos habíamos visto en otra tan gorda, y aquel primer porro que el moro se sacó de su bolsillo para hacernos sentir en confianza y relajar nuestros nervios, no hizo más que avivar en nosotros la euforia y el nerviosismo propiciados por el momento único que vivíamos.
Javi Madriles, golpeando mi hombro con ella, me acercó su petaca metálica. Le di un trago al whisky que me pareció agua pura y que rápidamente calentó mi estómago estrechado por la tensión. Pronto marcharía todo por otro camino más relajado, cuando los efluvios alcohólicos y el humo psicodélico del hachís comenzaran a producir sus efectos narcóticos.
La mayoría de nosotros desconocíamos el proceso que permitía transformar aquellos tochos en algo transportable por nuestros cuerpos, pero iba a ser más sencillo de lo que pensábamos, pues, a pesar de las apariencias, todo se desarrollaba con la máxima profesionalidad.
El moro sacó de un rincón una bombona de gas para el camping con un quemador incorporado, y tras encenderlo, colocó sobre él una pota grande de aluminio llena de agua con un colador de malla metálica sobre su boca. Mientras esperábamos a que el agua comenzara a hervir, nos dio una maza y un cortafríos para que partiéramos en pedazos los quesos de hachís, como así hicimos. Aquello resultó para nosotros de lo más divertido e interesante, pues además de los trozos grandes que extraíamos, saltaban chinas pequeñas por toda la estancia que buscábamos con avidez para guardarlas en nuestros bolsillos. Todo entre un gran alborozo y cataratas de risas detrás de cada ocurrencia que cada uno soltaba, y que contagiaba al grupo entero.
Cuando el agua alcanzó su ebullición comenzamos a colocar los trozos de hachís en el colador, sobre el vapor que se escapaba de la pota. De ese modo se iban ablandando lentamente hasta llegar al momento optimo. Entonces, los extraíamos del colador y los amasábamos en el suelo con una botella de cristal llena de agua para moldearlos en forma de placas, más o menos rectangulares, hasta alcanzar el grosor y el tamaño deseados. Tras dejarlos enfriar unos minutos, recubríamos las placas con celofán. Terminada esta labor, con las placas formamos siete lotes que después pesamos en una balanza hasta que cada uno alcanzó el peso requerido: un kilo, más o menos. Después nos los repartimos, comenzando al instante la tarea de colocar la mercancía para su transporte. Consistía en distribuir las placas de hachís, según su forma y tamaño, en los espacios más adecuados del cuerpo, donde pudieran pasar desapercibidas con mayor facilidad. El abdomen, las partes internas de los muslos y de los gemelos en las piernas, y debajo de las axilas en el tórax, eran los sitios donde resultaba más fácil camuflar la mercancía. Mi acusada delgadez hacía que fuera el candidato idóneo para cualquier camello. Chepu, por ejemplo, tenía dificultades para encontrar sitios vacíos en su fisonomía a pesar de su gran corpulencia. Igual que Botijo, que con aquella panza sobresaliente que disfrutaba, impaciente buscaba sitio en los riñones, no menos cubiertos.
Las placas se pegaban al cuerpo con cinta de esparadrapo, muy seguro, pero insufrible al cabo de unas horas con ello. Tiraba de la piel a cada movimiento hasta arrancarle el vello. También era horrible el envoltorio de celofán alrededor de las partes del cuerpo en donde iban pegadas las placas de hachís, pues al cabo de un rato, la sensación de estar empapado se hacía insoportable.
Salimos del chamizo del moro ya de noche, como paquetes recién embalados donde no entraban ni las balas. Descendimos las calles empinadas hechas por casas de chapa y retales, tan estrechas que en algunos sitios podíamos tocar a un tiempo las paredes de ambos lados sólo con extender los brazos. Se veía perfectamente la bahía, iluminada a esas horas, impresionante desde allí.
El "colocón"(borrachera psicodélica) se nos pasó de golpe al recibir en nuestras caras el viento suave y tibio que subía de la costa, de camino al cuartel.
Ya no había posibilidad de dar marcha atrás, y a pesar de que por el momento todo se desarrollaba conforme al plan establecido, aún albergaba dudas sobre su final y me sentía insatisfecho de mi participación en él.
Hasta el momento de cerrar el trato definitivamente, existía entre nosotros una gran camaradería. Éramos como una familia bien avenida que destacaba como grupo unido en la compañía. Pero el trato abrió una brecha en el hermanamiento que compartíamos e hizo que nada fuese igual a partir de entonces. De algún modo, mi participación y mi aptitud tuvieron mucho que ver con lo que ocurriría después, aunque en ese momento no fuera capaz de apreciarlo, quizás porque mi carácter ingenuo no admitía la posibilidad de engaño entre nosotros, y mucho menos traición. La complicidad y la lealtad eran algo que, tácitamente, todos aceptamos desde el principio como nexo de unión. Éramos colegas y eso suponía estar juntos en lo bueno y en lo malo. Y fue la confianza la que terminó perdiendo la batalla.
Hasta el momento de cerrar el trato definitivamente, existía entre nosotros una gran camaradería. Éramos como una familia bien avenida que destacaba como grupo unido en la compañía. Pero el trato abrió una brecha en el hermanamiento que compartíamos e hizo que nada fuese igual a partir de entonces. De algún modo, mi participación y mi aptitud tuvieron mucho que ver con lo que ocurriría después, aunque en ese momento no fuera capaz de apreciarlo, quizás porque mi carácter ingenuo no admitía la posibilidad de engaño entre nosotros, y mucho menos traición. La complicidad y la lealtad eran algo que, tácitamente, todos aceptamos desde el principio como nexo de unión. Éramos colegas y eso suponía estar juntos en lo bueno y en lo malo. Y fue la confianza la que terminó perdiendo la batalla.