El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

sábado, 31 de enero de 2015

ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE.






Llegó a la conclusión de que él no era un asesino. Lo había preparado todo cegado por una escalada de ira y excitación en su estado de ánimo que rayaba en la locura y que había enajenado su mente. Pero en aquel instante preciso, cuando debía dar el golpe definitivo y demostrar determinación, comprendió que su odio por el mundo no era consecuencia de la decepción que sentía por el género humano, sino por la falta total de fe en sí mismo, en lo que todavía podía hacer.
Hasta entonces había sido incapaz de comprender que no sólo las acciones tienen transcendencia, sino su ausencia también, de lo cual deriva otra realidad.

A través de la ventana abierta miró de nuevo al parque, repleto a esas horas de madres que se peleaban con sus niños para que tomasen las meriendas antes del juego.

Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando se percató de que el sudor caía por la frente y las axilas e inundaba sus manos. Se retiró del hueco de la ventana y soportando el bípode con una mano, con la otra levantó de la mesa su Mauser 80 Magnum . Después, con tranquilidad pasmosa quitó la mira telescópica, extrajo el cañón, el cerrojo y el cargador, y los fue depositando uno a uno en la caja de accesorios. Limpió luego con pulcritud la culata y el guardamanos del rifle con una bayeta y lo introdujo también en la caja.

Todo lo tenía planeado minuciosamente, no en vano había alquilado aquel ático. Sus ventanas estaban orientadas al gran centro comercial que abría sus puertas doscientos metros más allá, al final del paseo central del parque.

En una mezcla de temor y excitación había llegado a imaginar la orgía de sangre y desolación que provocarían desde allí sus disparos. Incluso calculó el número posible de víctimas antes de que consiguieran reducirlo. Y de nuevo, aquello pasó por su mente como un flash cegador que lo envolvía para devolverle al estado de enajenación del que creía haber salido.

Trató de reponerse mientras limpiaba sus manos sudorosas con un pañuelo de papel que quedó empapado y reducido a un guiñapo, y que dejó sobre el cenicero. Después ordenó con ellas sus cabellos, revueltos por la corriente fresca que provenía de la ventana abierta. Echó para atrás su cabeza y respiró con cierta dificultad, entrecortado por la angustia. Dejo luego escapar el aire lo más despacio que pudo, intentando dar paz a sus pulmones compungidos para ralentizar el ritmo frenético de su corazón.
¿Qué le había llevado al convencimiento de que el mejor acto de su vida, aquel que le redimiría definitivamente de su frustración, era ejercer la muerte de manera indiscriminada hasta el momento final? De que la mejor manera de morir era matando.

Nada le había ido bien de un tiempo a esa parte. Desde que perdió el empleo todo se había convertido en un sin vivir para él. Acuciado por las deudas, angustiado por el porvenir de sus hijos, que se encontraban ahora en su misma situación y por quienes respondía con avales propios de su independencia reciente, y la maldita salud, que volvía de nuevo a darle la espalda. Dependiente de su mujer para subsistir económicamente, a sus cincuenta años se había convertirlo en un producto residual de la sociedad.

El teléfono, compañero informal, tirano inseparable y delator, sin el cual era incapaz de poner en marcha el coche cada mañana, hacía demasiado tiempo que había quedado mudo. Ahora permanecía horas y horas, días enteros callado, sin recibir una sola llamada. En otros tiempos, más de una vez fue amonestado por la empresa debido al consumo excesivo de su teléfono móvil, que reflejaba el ritmo desaforado que ejercía sobre su persona la profesión liberal que desarrollaba, representante de mobiliario y material de oficina.
Veinte años había estado yendo de aquí para allá a lomos de su vehículo de empresa, su prolongación mecánica y algo más que segunda morada, donde habían quedado sellados secretos que el teléfono celular no fue capaz de revelar.
Durante un tiempo realizaría el mismo simulacro cada mañana a la misma hora. Abría la puerta del garaje y dejaba arrancado su coche hasta que tomaba temperatura y saltaba el ventilador del motor. Pronto dejaría de hacerlo por no encontrarle sentido. 

Ahora, su coche estaba aparcado junto al portal de apartamentos donde se alojaba, cargado con una bomba sincronizada con su celular. Su intención había sido causar una masacre lo suficientemente grande para ser recordado e impedir ser abatido. No quería morir a manos de la policía.

Todas las horas consumidas escuchando la radio, viendo las mismas noticias desoladoras en el televisor, en las redes sociales, sobre las que vertía todo su resentimiento para liberar la frustración por un sistema que sentía en su contra y en el cual creía estar condenado a su estado actual. Todo ello no había hecho más que radicalizar su intelecto y enervar su rabia por lo que consideraba injusto. La homofobia, el racismo y la xenofobia, habían prendido en la llama de su decepción por la corrupción de la clase política, de los sindicatos y los medios de comunicación, a quienes consideraba cómplices necesarios de un sistema social injusto, corrompido hasta su médula por el poder del dinero. Un poder que se revelaba omnipresente para arrebatárselo todo y del cual no veía el modo de escapar. 
Había terminado suponiendo estúpidas a las gentes por resignarse sumisas a las calamidades que producían los desmanes de los poderosos. Gentes que conformaban una sociedad in-solidaria, tras la que se refugiaban para esconder su incompetencia, su falta de valores; y por quienes no sentía piedad, sino desprecio. Una sociedad que había considerado decadente, impotente para renovarse y ser algo mejor, pues se había entregado a la opulencia y al confort a un precio impagable del que no podría desprenderse pacíficamente. 
Sí, creyó que la guerra había llegado y que le tocaba su turno. Para él el apocalipsis estaba ocurriendo ya.

Pero aquella última llamada lo había cambiado todo. Quizás su mujer lo había hecho sólo para tranquilizarle. De nuevo el sudor frío afluyó por todo su cuerpo al pensarlo. Había llamado un montón de veces para localizarlo hasta que cogió el teléfono. Era relativamente posible que le hubiera denunciado a la policía, llevaba varios días fuera de casa. Pero no, aparte de interesarse por su estado y saber dónde se encontraba, no había sido demasiado insistente para que regresara pronto. Le dijo que estaba de montería en el norte con unos amigos. Además, la posibilidad de que fuera real lo cambiaba todo. Sacó de la funda la Beretta 92 y la cogió al revés con las dos manos, colocando el pulgar derecho sobre el gatillo. Luego acercó el cañón hasta hacerlo tocar con su frente, justo encima de los ojos. Una gota de sudor cayó al suelo de sus manos pegajosas. Bajó el cañón y lo introdujo en la boca hasta superar la mira. Permaneció así unos instantes. Después sacó el cañón de la boca y lo colocó contra su sien derecha. Sabía que la pistola estaba descargada, que no podía hacerse daño. Demasiadas veces había intentado imaginar cual sería el mejor sitio para disparase y morir más rápido. Apretó el gatillo y el martillo actuó golpeando el percutor.
Si era cierto que los resultados de la biopsia confirmaban que la hepatitis C que contrajo por una transfusión de plasma en una operación de cadera, no había derivado en un cáncer terminal de hígado, aún quedada una oportunidad.





miércoles, 21 de enero de 2015

REZA, SI SABES UNA ORACIÓN.







Y el sentir se reveló:

- ¿Quieres vencer al dolor que satura tu cuerpo y tortura tu alma; que se ha convertido en constante cruel de tus días y que nadie puede remediar? Medita. 
Piensa que antes no fue así, que en la vida por la que atravesamos todo tiene un principio que no interesa olvidar y un final al que deberemos anticiparnos si no queremos que nos sorprenda.
 Medita, para resolver las incógnitas escondidas en la impaciencia de los deseos, en la precipitación de las acciones, en la respuesta frenética de los impulsos. Medita para poner orden primero a los pensamientos, aquellos que vagan como fantasmas y que vienen y van sin poder ser controlados por la mente abochornada ; como rentas impagadas, como deberes olvidados que reclaman atención constante y producen ansiedad. 
Medita para vislumbrar la senda que has marcado a tu paso y la que habrás de seguir. Medita para reconocer hasta donde has llegado; puede que nunca lo creyeras por considerarlo imposible.
Medita para recapacitar, para convencerte de que tu dolor no llegó solo, sino que fue acompañado por todo aquello que desechaste sin comprobar, por lo que soñabas y que abandonaste en el olvido de otra realidad. Ponlo ahora en marcha, no es bueno empezar algo que no se acabará, pues produce insatisfacción, ansiedad, y finalmente dolor. Sólo en la mente se encuentra la frontera del dolor que sacude al cuerpo, que se desborda con la ansiedad incontrolada que provocan las insatisfacciones. Medita, si de verdad quieres la paz de tu espíritu y el bienestar en tu cuerpo.

- No se por dónde empezar -. Dijeron las palabras.

- Reza, si sabes una oración.



lunes, 19 de enero de 2015

ACTUAR SOBRE EL MUNDO.






- Existe un pórtico abierto entre la oscuridad de tu alma y la luz del mundo.
¿Por qué obstinarte en verlo a contra luz si es imposible no ser afectado por la fuerza de sus elementos, por el viento de sus tempestades? Nuestra morada interior no tiene puertas ni ventanas, tan sólo es un refugio lleno de huecos por donde escapar de nuestra indecisión, de nuestra falta de voluntad, de nuestra indefinición.

Si no actúas sobre el mundo, él lo hará sobre ti.






sábado, 17 de enero de 2015

ANTE FRONTERAS, SERENIDAD.








Desconsolado y convulso miró adelante en el tiempo y calculó sus posibilidades. Aún era joven, pero no lo suficiente como para repetir muchas cosas. Era duro reconocerlo, pero había pasado su momento. Ya no estaba para descubrir mundos nuevos y entregar en ellos lo necesario; no por falta de ambición, sino por fuerzas. Fuerzas que le arrebataron los años sin aliados en la lucha, sin otros que acompañaran su carga pesada, el afán por no morir en cada intento de supervivencia .

¿Cuántos, veinte años tal vez?¿Acaso menos?  ¿Quizá más?¿Cuántos le quedaban por restar a la vida para otra vez partir de cero, para recomenzar de nuevo? - pensaba -. 
¿Pero qué?¿Cómo? Para él todas las puertas se habían cerrado de pronto y dudaba de si sería para siempre.  El mismo tiempo se escurría día a día, instante a instante entre sus manos sin obtener respuestas; siempre esperando un nuevo golpe del destino, cada vez más incierto, cada vez más abocado a la cercanía de la muerte.
Mirarse en el espejo era verse envejecer en la nada de la inutilidad, en la que se sentía atrapado como un reo que espera la sentencia peor, la definitiva; abocado a la violencia interior, a la desesperación y a la locura. 
Veinte años no eran nada - se decía -, pero convertidos en condena mortecina suponían una eternidad angustiosa.
¿Que podía hacer? Apenas se reconocía, todo había cambiado; en él sólo quedaban los trazos que deja el paso fugaz y doloroso de la vida.

Con todas sus fuerzas se resistió a quedar apartado, a ser uno más de los retirados en mitad del juego como algo inservible y caduco; y se consoló al pensar que otros luchaban por él ahora, por lo que representaba, que no era otra cosa que aquello que siempre había defendido: la vida.

Vida tras vida, muerte tras muerte; cielo e infierno entre medias y un sentimiento pasional poderoso, vital. Eso era él, lo que significaba para quienes lo amaban. No se derrumbaría, ahora que los retoños crecían vigorosos en su tronco, de su savia. Se repondría otra vez, pero no para volver a empezar como siempre había hecho, sino para terminar lo que se impuso y que el destino rasgó de golpe, dejándolo colgado por un hilo existencial en el vacío abismal del porvenir.
 Y comenzó desterrando el desánimo, la desconfianza en sus posibilidades, la frustración de su soledad, cuando miró a su alrededor sereno y sin ansia; para ver a los suyos continuar su camino con tesón mientras le defendían como a una reliquia, como a un valor seguro del que él se había permitido dudar. 




lunes, 5 de enero de 2015

HUELLAS EN LA NIEVE.



Comenzó a pensar que sería mejor no hacerse ilusiones otra vez. Los "Reyes Magos", a quienes por cierto nunca había visto, no pasarían por su casa ni aunque estuviese dormido. Mira si esta vez, algo que como el año anterior nadie esperaba, su hermano mayor, que estaba en Bilbao y que solía venir a casa por Navidad y en el verano cuando tenía vacaciones, aparecía de pronto. Pero no, no se le esperaba. Era él quien traía los regalos de parte de los Reyes Magos - decían todos -, pues por Bilbao pasaban primero y así no había que recogerlos en Zamora, previa solicitud por carta a sus majestades. 
En el pueblo no había "Cabalgata de Reyes", sólo pasaban por las ciudades más grandes, como Madrid y Barcelona, donde los podía ver desde la televisión y comprobar que sí, que sí que existían. A las capitales pequeñas llegaban más tarde y los pajes debían esforzarse mucho para poder repartir todos los regalos esa noche por los pueblos sin que los niños se enterasen. ¡Claro, siempre se quedaban dormidos esperando! 

A él no le importaba que su madre no lo llevase nunca a ver la Cabalgata, eran días de mucho frío y le gustaba más jugar con los juguetes viejos al calor de la estufa, rememorando la ilusión de cuando los estrenó e imaginando cuales serían las sorpresas de aquel año nuevo. Aunque sí, le hubiera gustado vivir como otros niños 
- con frío en los pies y todo - el encanto de aquella noche tan mágica, viendo la Cabalgata y respirando el aire helado al lado de quienes venían abrigados de tierras más cálidas.

El caso es que su hermano mayor, que podría haber sido su padre pues le sacaba más de veinte años, era a quien menos conocía de todos los miembros de la familia. Se había ido del hogar paterno para labrarse un porvenir después de su regreso del Servicio Militar, escasamente dos años antes de haber nacido él, y sólo volvía al pueblo un par de veces al año; y no todos.

Su hermano mayor era el hijo predilecto de su madre. Aún no comprendía que para ella era la materialización de un deseo, de un amor joven y apasionado; y él, el renacuajo que nadie esperaba cuando llegó y que sólo hacía las delicias de su padre, que le trataba como un abuelo desde la experiencia de la vida, que pone su esperanza en el retoño más nuevo.

Así que aquel año no se esperaba la visita del primogénito, quien desde que tenía memoria hacía las delicias de toda la familia con los regalos que portaba desde Bilbao de parte de los Reyes Magos. Era como si se hubiera roto un hechizo. A medida que se iba acercando el momento, la noche mágica, le acechaban más las dudas, que dejaban un sabor amargo en su corazón. Tan sólo tenía seis años y ya pensaba que debía acostumbrarse a no tener más regalos por Navidad.  Todas las veces que había preguntado a su madre qué era lo que le iban a traer los Reyes Magos, su madre, para que la dejara en paz, siempre respondía:"un corre que te cagas y una levita". Él, para nada sabía qué quería decir con aquello, pero no le parecía que fuese nada bueno para jugar.


Había salido varias veces desde el patio a la calle nada más caer la tarde para mirar cómo el cielo se encapotaba de blanco, lo mismo que predijera su hermano Carlos, que le precedía en edad y con quien aún dormía en la misma cama. Le sacaba casi diez años, pero era el hermano de juegos y peleas que le hacía renegar y reír siempre. Había estado todo el día insistiendo, diciéndole que iba a nevar por la noche, que así lo había afirmado el hombre del tiempo en el telediario y que sería la primera vez que podría ver a los Reyes Magos si seguía su pista por las huellas que dejaban en la nieve sus camellos. Él aún no había visto nevar, por lo que esperaba aquel acontecimiento con más ansiedad si cabe. En su mente se dibujaba una postal navideña con una estrella iluminando el cielo sobre un horizonte de dunas nevadas, y las siluetas de los "Magos de Oriente" en comitiva con sus pajes y sirvientes.


La noche se cerró del todo y él se metió de nuevo en casa empujado por el rebufo del viento helado, que se levantó de pronto envuelto en finas gotas de agua. Se acercó a la vieja estufa de carbón para calentarse y comenzó a recortar papeles para hacer pequeñas cabañas y componer un "fuerte" con el que jugar a indios y vaqueros. Casi se olvidó por un momento, mientras realizaba el escenario de sus juegos en la encimera de piedra, de que era la noche de Reyes y el día después el cumpleaños de su madre, que llevaba toda la tarde metida en la cocina preparando el menú de la comida, en la que estarían presentes de nuevo todos los miembros de la familia, menos su hermano el mayor.


- ¡Miguel, Miguel. Sal, te los vas a perder! - Su hermano Carlos, que había entrado por el patio, le voceaba desde allí.


- ¡Vamos, sal, está nevando! Si no sales corriendo te lo vas a perder.


Se tiró disparado de la silla que acercaba a la encimera para jugar a su altura, y salió corriendo buscando a su hermano Carlos, que lo esperaba bajo el umbral de la puerta abierta del cobertizo que daba para la calle. Se puso a su lado sin decir nada, mirando como la nieve caía en sutiles copos al suelo, como pizcas de algodón que lo cubrían de blanco ante sus ojos sorprendidos y expectantes.


- Te dije que si no corrías te los perderías. He venido a toda prisa desde el bar para decírtelo; sabía que no estarías al cuidado. ¿Ves, ves las huellas? Seguro que han dejado algo y no te has enterado.


- No, por aquí no han pasado, no han dejado nada. - Dijo él.


- ¿Pero no ves las huellas? Son las huellas de los cascos de los camellos. Mira, ¿lo ves?


- Ya, pero aquí no han dejado nada.


- ¿Estás seguro? Tal vez no hayas mirado bien.


- Te digo que no; pregúntale a madre, ya verás. Ella tampoco los ha visto.


- Es igual - le dijo -, son magos y si quieren no puedes verlos. Pero anda, vete de nuevo, no sea que no miraras bien.


Volvió de nuevo a fijarse en las huellas que se perdían en la sombra de la calle, más allá del foco de la fachada, y de nuevo miró incrédulo a su hermano que lo contemplaba con seriedad, sin el menor atisbo de broma.


-¡Vete! - le dijo -. Vete de una vez y compruébalo. Yo si que no he traído nada, no he entrado siquiera.


Aquello fue lo que necesitaba para salir corriendo de nuevo hasta el salón, al rincón de la vieja estufa de leña donde se ponían los motivos navideños y él tenía colocadas sus botas para los regalos. Y sí, gran sorpresa, enorme alivio para su alma; allí, bajo las patas oxidadas de la estufa y junto a sus botas, se encontraba un pequeño pero perfecto camión de plástico con remolque basculante.

Quedó extasiado un momento mientras miraba el camión pintado con brillantes colores, de grandes ruedas negras y volquete, sin apercibirse de que su hermano Carlos lo miraba en silencio apoyado en el marco de la puerta. 
Nunca sabría que lo ganó para él en una "tómbola" el día de Navidad, gastándose el ella hasta el último céntimo de sus exiguos ahorros y las ganancias de una partida de cartas afortunada con los amigos.
No podía comprarle regalos tan buenos como lo hacía el mayor, que ganaba bastante dinero como para vivir por su cuenta y venir por Navidad como un rey mago, pero no quiso que su hermano perdiera la ilusión, para como él, hacerse mayor antes de tiempo.







viernes, 2 de enero de 2015

PARA HELENA.








- ¿Cambiaste? - Le dijo.

- Para ser el mismo. - Contestó.

- ¿Te costó mucho? - Le preguntó de nuevo.

- Para lograr ser uno deben vivirse varias vidas y sobrevivir a cada una de ellas.

- Sobrevivir me parece todo un arte. - Afirmó con convencimiento.

- Sí, porque vivir es dejarse llevar, pero sobrevivir es nadar contra corriente.