El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 12




























Al cubierto del manto oscuro de aquella noche de verano, José y su sección de tiradores fueron trasladados  al Vértice Mosquito, donde el capitán Gómez Landero resistía con su compañía. Su misión era penetrar en las líneas enemigas durante la noche con un pequeño grupo de hombres para matar a los centinelas y cortar las comunicaciones entre ellos, dificultando así el ataque republicano de la mañana.

José situó la mayor parte de sus hombres cubriéndoles las espaldas en dos líneas de fuego paralelas sobre los puntos más estratégicos a lo largo de quinientos metros. Después se adentró en la tierra de nadie con un pelotón de hombres reptando sigilosamente sobre el terreno, camuflándose entre los socavones producidos por las bombas. 
Delante de los hombres, pistola en mano dirigiendo sus movimientos silenciosos, los condujo a escasos metros de la linea que recorrían los guardias republicanos. Podían ver sus siluetas y la nube de humo que dejaban mientras fumaban, hasta oler el aroma rancio del tabaco y oír como charlaban. 
Quedaron parados en el pequeño talud que se levantaba sobre el terreno antes de la alambrada. Con extremo cuidado la cortaron con una pequeña cizalla, dejando un hueco lo suficientemente amplio para pasar sin enredarse. Cruzaron al otro lado, pero se encontraron con una nueva, lo que obligó a parte del grupo a retroceder mientras se abría el nuevo hueco. Una vez superada la doble alambrada quedaron parados con los cuerpos tendidos en el suelo a escasos metros del paso de los vigilantes. Habían llegado al punto donde se encontraban los soldados de guardia, que aprovechando el momento encendían un cigarro, echaban un trago, o simplemente entablaban una breve conversación. Repartió a sus hombres a un lado y al otro de la linea de guardia, justo en el punto en que desaparecían los soldados en la oscuridad tras haberse encontrado y dado la media vuelta. En ese momento exacto atacarían a los vigilantes para cortar sus cuellos sin darles tiempo al menor suspiro. En ello los moros eran especialistas. Luego se pondrían sus ropas y buscarían el próximo enlace haciendo lo mismo con el siguiente centinela. Entre tanto José, ayudado por un par de hombres, tendería una linea de mecha que enlazaría una serie de cartuchos de dinamita a lo largo de la trinchera y que serían detonados a distancia en el momento oportuno. Todo estaba preparado con los detonadores correspondientes.

Entraron en acción en el último turno de la guardia como gatos detrás de su presa. Los moros eran silenciosos, ágiles, y no dejaban rastro. Fueron liquidando, uno a uno, a todos los vigilantes en el espacio planeado, que se interrumpía tras una precipitación del terreno que formaba una brecha natural, donde se cortaba por unos metros la linea de guardia. Sujetaron las mantas y la ropa de abrigo de los vigilantes sobre palos clavados en la tierra, intentando simular soldados con sus cascos y sus fusiles en las manos para que diera la sensación de que permanecía la guardia. Una vez completado el trabajo se retiraron con toda la celeridad que le permitían la discreción y el terreno dificultoso. Cuando José regresó de nuevo con el pequeño grupo con el que partió, los muchachos se pusieron eufóricos de alegría. Ningún movimiento extraño se apreciaba tras las lineas enemigas y todo permanecía bajo la calma relativa de la noche.

Al amanecer todo estaba preparado para el combate. Los "Pacos"- así llamaban a los francotiradores - posicionados adecuadamente . El término "Paco" procedía de los tiradores indígenas en la Guerra de Marruecos, que permanecían apostados durante horas, y hasta días enteros, para controlar un paso o posición y matar españoles. En los barrancos del desierto el disparo de los fusiles producía un sonido "pa", que era devuelto por el eco en forma de "co".
Ahora su misión consistía en cubrir los espacios más importantes de penetración de la infantería republicana, impidiendo el avance regular de las secciones destacadas en el ataque. Matar oficiales era su propósito, de esta manera intentaban desarticular la estructura operativa de las distintas unidades.

Se oyeron grandes voces al otro lado de la tierra de nadie y los francotiradores comenzaron a disparar. Fue el momento en el que las cargas fueron explosionadas, causando descontrol y desasosiego en las lineas republicanas. La respuesta fue inmediata. Su artillería comenzó un fuego indiscriminado sobre el cerro Mosquito. Emplearon toda su potencia y después a la aviación, que resultó fuertemente contestada por los Messerschmitt y los Junkers alemanes. Era la primera vez que el espacio aéreo comenzaba a estar controlado por las fuerzas nacionales. Las compañías republicanas de la XV Brigada Internacional, soldados todos experimentados en el combate, quizás las mejores fuerzas del XVIII Cuerpo de Ejército republicano, se estrellaban una y otra vez contra la feroz resistencia de los hombres del capitán Landero. El mismo conducía a sus hombres desde la primera linea de combate y los alentaba con su presencia y valor. 
Durante más de veinte minutos un auténtico baño de fuego cayó sobre ellos sin que durante ese tiempo pudieran levantar sus cuerpos del suelo. Cuando cesó la tormenta de fuego y metralla los hombres estaban consternados, prácticamente descolocados por el terror. En sus rostros se apreciaba el espanto y el pavor que inutilizaban sus cuerpos en un impás de desconcierto que les impedía luchar. Entonces el capitán, rehaciéndose entre los escombros, ordenó a sus hombres contraatacar a las fuerzas republicanas que estaban a punto de desbordarlos y que peligrosamente se habían colado por retaguardia. Había compañías retrocediendo peligrosamente y sus hombres también deseaban hacerlo, pero el Capitán Gómez Landero se lanzó en persona al contraataque arrastrando a sus hombres con él. El choque fue espantoso, pero la valentía del capitán imprimió a los soldados una fuerza inusitada que posibilitó detener la ofensiva y después rechazarla enérgicamente, evitando a su vez el repliegue de posiciones de las compañías que comenzaban a retirarse de la defensa. En ese preciso momento, cuando el capitán mandaba con energía a sus hombres para que rechazasen el ataque, una bala enemiga se alojó en su vientre, lo que no impidió que siguiera dirigiendo con bravura la compañía pistola en mano. Pero una nueva bala le entró por la región sacra rompiendo su espina dorsal. No superó el traslado hasta el hospital y murió.




Fue magnífica la resistencia opuesta, hasta el punto que las fuerzas atacantes republicanas que luchaban con un valor y un arrojo propios de soldados experimentados y convencidos de sus fervientes ideales, quedaron consternados ante el empuje del contraataque nacional y tuvieron que retroceder. Una y otra vez se estrellarían contra el cerro Mosquito las compañías republicanas, quedando diezmadas la XV y la XIII Brigadas Internacionales. Los Heinkel alemanes arrojaron su mortífera carga sobre la retaguardia republicana incendiando sus posiciones. Lanzaban bombas de cincuenta kilos que levantaban a los hombres y los sacos terreros a varios metros del suelo, junto a bidones de gasolina que se incendiaban dejando el horizonte como si fuera el mismísimo infierno. Los soldados morían abrasados, pegados al suelo. Otros corrían como locos, incendiados de un lado para otro hasta que una bala amiga o enemiga detenía su caótica carrera. Se moría y se moría, por inercia del combate. Los hombres luchaban por sus hombres caídos, masacrados, y se recrudecía con más intensidad la batalla. El odio aumentaba las fuerzas maltrechas de los hombres y el deseo de venganza alimentaba su aliento, y cuanto más intentaban resarcirse, más se revelaba contra ellos su deseo.

Las Brigadas Internacionales se componían de hombres alistados en muchos países de Europa como: Rusia, Polonia, Francia y Gran Bretaña entre otros. También los hubo que cruzaron el Atlántico desde Estados Unidos y Canadá. Eran jóvenes románticos e idealistas que luchaban por un concepto de sociedad más justa, libre e igualitaria, en un país que no era el suyo y que trataban de reinventar sin tener en cuenta el fuerte carácter de un pueblo durante largo tiempo unido, el más antiguo de Europa; el viejo imperio caído que durante siglos fuera tan admirado, temido y envidiado.
 Los soldados del bando sublevado eran profesionales, hombres que luchaban por su tierra, sus familias y tradiciones. Hombres orgullosos, acostumbrados a un sentimiento de nación aglutinante de diferentes potenciales en un sólo estado fuerte y centralista, opuesto al concepto diferenciador de las distintas nacionalidades que la República impulsaba. El concepto de nación se enfrentaba al concepto de estado federado, ésta era la base política de la contienda. Durante la República, aquel enfrentamiento conceptual y político en torno al estado abrió demasiadas heridas en un cuerpo ya de por si bastante golpeado. Como siempre, la guerra fue inevitable.

España, sin lugar a dudas, no había permanecido ajena al devenir histórico de los movimientos sociales en Europa, muy al contrario, formaba parte importante de su evolución, y ahora, a su vez, se transformaba en el primer enfrentamiento definido por las nuevas ideas de sociedad que los albores del sigloXX  habían traído.

En España se enfrentaban jóvenes demócratas, convencidos comunistas y anarquistas idealistas, unidos en contra del nuevo concepto fascista de sociedad que pretendían los sublevados, y que como el resto de los movimientos corría con mayor éxito por Europa en los años treinta del sigloXX. El enfrentamiento tenía carácter universal, en cuanto que por vez primera combatían sobre el terreno las fuerzas ideológicas predominantes, que ensayaban una contienda a escala menor de la que sobrevendría después.


El día 10 de julio la ofensiva republicana sobre el frente del centro fue contenida. A partir de ese día y en los siguientes hasta el dieciocho, la batalla se convirtió en una guerra de desgaste que terminó diezmando de muerte al XVIII Cuerpo de Ejército republicano. Franco puso al mando del contraataque nacional al General Varela. El ejército nacional había sido reforzado a tiempo con la IV y V Divisiones Navarras por el ala derecha, la 13 del general Barrón junto a la recién creada 12 de Asensio Cabanillas por el centro, y la 150 de Sáenz de Buruaga por el ala izquierda. La 71 división había conseguido contener la ofensiva mientras tanto.
Además, el refuerzo aéreo de la Legión Cóndor alemana desequilibró a su favor la batalla en el aire. Los más modernos aviones alemanes y los Fiat italianos fueron decisivos en el apoyo artillero, destrozando la retaguardia enemiga y sus reservas de material, y causando pavor en las filas republicanas por el número de bajas que les provocaban.
Varela concentró toda su potencia acorazada de tanques para conseguir una punta de lanza que rompiera la capacidad ofensiva republicana, que contrariamente, dispersaba sus fuerzas acorazadas en apoyo de las unidades de infantería y las hacía inoperantes entre sí. Tal vez aquella fue la clave decisiva de la batalla, que consiguió que el XVIII Cuerpo de Ejército republicano se derrumbara por el centro destrozando literalmente sus mejores divisiones. Fueron días de fuertes y violentos ataques y contraataques por ambas partes, pero las fuerzas nacionales eran reforzadas continuamente mientras en el lado republicano, a fin de reservar fuerzas suficientes en el frente de Aragón, las divisiones no fueron reforzadas ni relevadas en el momento adecuado, lo que significó una masacre absurda de hombres y una pérdida de material irrecuperable.

Con destreza y acierto Varela manejaba la preparación artillera conjuntada magníficamente con los ataques de la aviación, que barriendo en sucesivas pasadas las lineas enemigas, causaba estragos y desolación en las tropas republicanas, que se verían forzadas a retroceder en sus posiciones. La XV División Internacional fue aniquilada prácticamente mientras trataba de tomar el Vértice Mosquito. Sus valientes y abnegados soldados atacaban una y otra vez, sin desánimo, aún intuyendo que su muerte era segura, que nunca serían relevados. La XIII Brigada Internacional, desmoralizada abandonó el combate para dirigirse a Madrid por Torrelodones, pero fue detenida en los altos del Pardo. La XV Brigada, barrida literalmente del campo de batalla, perdió a su jefe Jeorge Nathan.
La contraofensiva causaría también un elevadísimo número de bajas en el bando nacional, pues de igual modo que antes lo hubieran hecho ellos, ahora los republicanos se defendían con bravura y devoción luchando hasta el límite de su resistencia. Sus contraataques eran fieros y desesperados y de sus carencias sacaban fuerzas titánicas para repeler las embestidas del enemigo. El incesante fuego de la artillería y de la aviación nacionalistas, unido a la escasez de agua y víveres, las enfermedades infecciosas como la disentería - que provocaban en los hombres diarreas interminables - con un calor sofocante por encima de los cuarenta grados y la falta de relevos, hacían que muchos soldados republicanos se volviesen locos. Algunos salían desnudos de las trincheras totalmente enajenados y sin saber ya donde estaban, formando un blanco perfecto para los tiradores, que a veces sus compañeros evitaban disparándoles a las piernas para que no fueran abatidos.

Las tragedias ocurrían con la naturalidad conque la noche da paso al día y viceversa. La 46 División del Campesino, destacada en Quijorna junto al río Perales, siempre era objeto de rumores. Se decía que tras un ataque salvaje y furioso sus tropas habían detenido a todo un batallón de moros regulares a quienes acusaban de la masacre de una compañía republicana. Por lo visto habían matado a todos sus hombres y después les habían cortado los genitales para introducirlos en sus bocas. El hecho había herido tanto la moral de las tropas del Campesino, que ciegas de odio y sedientas de venganza pasaron por las armas a todo un batallón de regulares. En silencio, sin que se oyera una voz entre los que mataban ni en los que morían.


La IV Brigada Navarra contraatacó en el sector de los Llanos con auténtica bravura, abriendo una cabeza de puente sobre el río Perales y recuperando en un primer momento las posiciones iniciales. Las fuerzas del Campesino, apoyadas por la 35 división de Walter desde la retaguardia - que por fin entraba en acción -, desalojaron de Los Llanos a la IV navarra, que no obstante ofreció una heroica resistencia. Los hombres del Campesino consiguieron destruir su cabeza de puente mientras le provocaba un número de bajas elevadísimo.

José mantenía el grueso de sus hombres, y aunque inevitablemente perdiera algunos de ellos en la defensa del Vértice Mosquito, estaban preparados para la ofensiva final que pronto se produciría. Su batallón pasaría directamente a apoyar a la División número 13 de Barrón por el centro, en su maniobra para recuperar Brunete.

Con el XVIII Cuerpo de Ejército republicano desarbolado por completo y el V cuerpo de Modesto, con la división de Lister como punta de flecha sobre Brunete bastante debilitada, el día 18 de Julio Varela lanzó una fuerte ofensiva anticipada por una impresionante y bien coordinada preparación artillera que rematan los bombarderos de la Legión Cóndor, dejando el campo de batalla como un campo quemado, salpicado de cuerpos esparcidos. Compañías enteras sucumben, desaparecen por completo. La XIII División acorazada del general Barrón con sus tanques consigue profundizar sobre Brunete con ayuda de la V brigada de Navarra - que es desplazada desde el frente Romanillos para apoyar la ofensiva - y ganan la cota 672, vital para la toma final de Brunete.

Los republicanos trataron de reorganizarse y sustituir a la muy debilitada 11 división de Lister por la 14 de los anarquistas de Mera, poco acostumbrados a batirse sin tener cubiertas las espaldas. Incluso Lister y Modesto se opusieron a Rojo en esta decisión, pero la necesidad de relevar a la 11 hace que cedan.
Intentan reforzar el sector del centro con los restos de las unidades del XVIII Cuerpo de Ejército que todavía se encuentran operativas, reorganizándolas en nuevas compañías; compañías fantasmas donde los hombres se desconocen, lo cuál propicia una desventaja a la hora de combatir.

El día 24 Franco ordena una ofensiva total sobre todo el frente.
Rugen a lo lejos los trimotores que anuncian una tormenta de fuego y el campo queda en silencio. Callan los pájaros que despertaron al amanecer y los hombres esperan su fatal destino. Todo está decidido, más los soldados lucharán hasta el final convencidos de sus ideales, por sus compañeros caídos, por lo que su hazaña ya representa.

Tras la lluvia de bombas se sucede el ataque de la artillería, que convierte en mero escombro lo que ya era una ruina, Brunete. Los hombres de Lister y Mera son obligados a retroceder hasta las afueras del pueblo, desde donde resisten las embestidas de los batallones de regulares y legionarios, que uno tras otro son repelidos con bravura. Consiguen en heroica acción reconquistar el pueblo y ofrecen dura resistencia a los nacionales, a quienes, con pocos medios ya, causan grandes pérdidas. Pero una y otra vez, oleadas de legionarios y moros regulares se abalanzan sobre ellos. Se combate casa por casa, ruina por ruina, cuerpo a cuerpo. Los republicanos, desbordados y carentes de los medios necesarios se retiran al cementerio, donde se hacen fuertes con la esperanza de que la aviación no bombardee sus posiciones. Pero los nacionales emplean cañones de infantería de tiro raso que devastan por completo a las fuerzas destacadas en el cementerio. Cuando entran las últimas compañías de regulares a sangre y fuego, entre las que se encuentran los hombres de José, los supervivientes ya han desaparecido.

José mira a su alrededor y ve un pueblo destruido hasta sus cimientos, lleno de cuerpos muertos ensangrentados y humeantes. Y entre el humo y los escombros distingue la silueta de un perro, que miedoso y aturdido camina entre los cadáveres. Es una perra de caza, blanca, con grandes manchas marrones, a la que llama para que vaya a su lado. El animal mueve el rabo de un lado para el otro con su cabeza gacha, mirando a José con ojos temerosos. José se pone en cuclillas, y golpeando repetidas veces con suavidad su pierna derecha, la llama diciendo: - Vamos, vamos; ven aquí, vamos bonita ven -. Poco a poco va acercándose hacia ella sin levantarse del todo, sin dejar de llamarla, hasta que consigue cogerla con la mano y acariciarla. - Hola bonita, hola. ¿Qué tal? Tranquila, vendrás con nosotros.


martes, 10 de noviembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 11




























Puede que pareciera absurdo que en aquellos pocos momentos que le permitía la situación se pusiera a escribir una carta para su novia con la intención de entregarla al primer correo que partiera. Pero sólo en eso podía pensar el escaso tiempo que no estaban luchando, y por absurdo que pareciese, aquello mismo era lo que la mayoría de los hombres intentaban hacer aunque no supiesen escribir, tal vez a través de algún compañero. El padre, la madre, la novia o algún hermano, alguien que cada cual consideraba esencial en su vida, ante el hecho real de poder morir en cualquier momento, sustraían los pensamientos de los hombres, obsesionados por la guerra. En ello pensaban todos, por eso su afán por dejar un último comunicado aunque no llegase a tiempo, una carta interrumpida una y otra vez en la escritura como se interrumpía el coito en el momento culminante para no tener hijos. Cartas eternas, inacabadas, que nunca llegarían a su destino.











Pensaba en Micaela, en el momento en que terminara la guerra para poder estar juntos definitivamente. Pero él sabía que entre ambos existía un océano que debería cruzar y donde era muy posible que naufragara, pues el mar soportaba una tormenta que acababa de comenzar y que se tragaba a los hombres a su paso. Aún así Micaela era su esperanza en aquel infierno en el que estaban metidos, el norte a seguir para permanecer vivo, el único fin que vislumbraba tras aquella hecatombe.






-Alonso -. Le voceó su capitán desde el otro lado de la sala, donde se encontraba el puesto de mando.


-Señor, a sus órdenes.


-Debo felicitarle alférez. Es usted un héroe para sus hombres. Espero que no lo sea también para la posteridad, le necesitamos.


-Señor, yo sólo...


-Vamos, vamos Alonso; no se haga usted el modesto. Ahora necesitamos hombres que se crean su misión, que no piensen que la vida es únicamente una casualidad. 

Hemos parado su ofensiva. El XVIII cuerpo de ejército republicano se ha detenido ante nuestra resistencia y no tiene capacidad para maniobrar. Su segundo cuerpo de ejército no ha conseguido despegar y les hemos infringido un número de bajas importantísimo. Están bloqueadas las brigadas de Lister y El Campesino en Quijorna y Brunete, y el V cuerpo mandado por Modesto embregado en una lucha suicida por alcanzar el río Perales. Empiezan a desmoralizarse.











José había conseguido alcanzar Boadilla del Monte con un buen puñado de hombres tras abrirse paso entre dos brigadas internacionales en su retirada de Quijorna. Estaban reincorporados a su división, la XII de Asensio Cabanillas, que había conseguido bloquear el avance del XVIII cuerpo de ejército de Enrique Casado, obstinado ahora por romper la linea atrincherada de "Mosquito-Romanillos", algo que conllevaría su destitución  por la imposibilidad de conseguirlo.







La linea Mosquito-Romanillos era fundamental para controlar el río Guadarrama, lo cual posibilitaría la acción coordinada del V cuerpo de ejército republicano por el ala derecha y el II por la izquierda del frente para envolver al ejército nacional. Pero la XII división de Asensio Cabanillas había conseguido contener los ataques contra Boadilla del Monte parando al XVIII cuerpo por el centro. En el vértice Mosquito, con el capitán Gómez Landero al mando de la guarnición. 

La linea fortificada partía desde Boadilla del Monte (Vértice Mosquito), hasta Villafranca del Castillo (Alto Romanillos.), en una larga "ese" fortificada.





-Alférez, mañana entraremos en jaleo. Nuestra compañía reforzará el vértice mosquito apoyando la resistencia que el regimiento del capitán Gómez Landero esta oponiendo en esa zona. Pero no debe olvidar que nuestra misión es itinerante y que en cualquier momento seremos reclamados en otro punto, por lo que le pido que intente conservar los hombres a usted encomendados. Son especialistas en misiones nocturnas y de apoyo logístico. Dispondrá en su sección de los mejores tiradores. Aprovéchelos bien, son hombres únicos en su oficio. El resto de las instrucciones les serán dadas en su debido momento, pero esté preparado para partir esta noche. Ahora intente descansar, tiene el día por delante, va a necesitar fuerzas en su nueva misión.





El cansancio y las horas sin dormir apenas hacían mella ya en José. Se habían convertido en un insomnio permanente donde el decaimiento físico apenas se manifestaba, tapado por el estado anímico de tensión constante en el que se vivía.

Salió del puesto de mando algo desorientado. Preguntó al soldado de guardia en la puerta dónde encontrar un sitio para echar un trago y sentarse un poco. El soldado le indicó que en la plaza del pueblo aún abría un viejo salón de baile que hacía las veces de taberna improvisada, donde los soldados intercambiaban alcohol y tabaco mientras aprovechaban para descansar.

José se dirigió a la plaza del pueblo y entró en la taberna descrita por el soldado. Una nube de humo precedía la entrada de una estancia alargada, que a medio camino, en el lado izquierdo, albergaba una barra de bar en forma de u. Un matrimonio de mediana edad, con dos hijas jóvenes - una, adolescente todavía - regentaba el lúgubre negocio que mantenía ahora la soldadesca que se amontonaba en las mesas y sobre las poyatas interiores de los ventanales haciendo corros, con sus petates y sus armas amontonadas en el suelo.

Se acercó a la barra y pidió una jarra de vino fresco. Con la mirada buscó un sitio libre donde sentarse, apartado un poco de la atención. Y entre el humo y la gente que entraba y salía distinguió tras una columna una pequeña mesa de forja de hierro con piedra de mármol y dos sillas. Pagó a la mayor de las chicas la jarra de vino y fue a sentarse allí. Sorbió un trago abundante de vino que refrescó sus papilas secas; luego, tras sacar del bolso de su guerrera una petaca con tabaco negro de picadura, se lió un cigarro y lo prendió. Cada bocanada era más que oxígeno para sus afilados nervios. Aspiraba el humo conteniendo la respiración y dejándolo escapar después sin prisas, saboreando su sabor amargo y terroso. Aquello le relajó y por un tiempo le apartó del resto, absorto en sus pensamientos tras el humo que exhalaba.
Su imagen había cambiado. El parche que ahora llevaba en el ojo, junto al sucio y desalineado uniforme pardo, le conferían una extraña sensación. Había adquirido fama entre los soldados y ahora era difícil pasar desapercibido.

Continuó abstraído por un tiempo, su cabeza se perdía por otros derroteros y se dejaba llevar por las contradicciones que albergaba en ese momento: aquella guerra era una locura. ¿Qué pretendían quienes luchaban, repartir una herencia? Eran hermanos. 
¿Qué sociedad realmente nueva se construye a partir de una guerra donde los hombres más jóvenes, como los mejores retoños de los árboles, son sacrificados?¿Por qué los hombres pueden llegar a ser tan crueles, por la impunidad que les aporta el hecho de obedecer?¿Quien es más responsable, el que ordena la masacre o quien masacra? 
¿Qué desea el hombre venciendo sobre el hombre, el hermano 
imponiéndose al hermano?








-Mi alférez - le interrumpió el sargento huertas -, ¿puedo sentarme a su lado?



-Si claro, ¿cómo no? Siéntese por favor.



 -Le he visto solo y he pensado que tal vez le apetecería compañía.



 -Me ha pillado en mal momento, pero no se preocupe, no me molesta; aún más, se lo agradezco Huertas.



 -A juzgar por cómo le veo no deben ir muy bien las cosas allí arriba, en el puesto de mando.


 -No, no es eso. No se preocupe, todo va bien, mejor de lo esperado. Tal vez el cansancio me haya sorprendido un poco. Hacía tiempo que no disfrutaba de un momento de tranquilidad.
¿Que tal los muchachos? Seremos movilizados por la noche, deben estar preparados.

 -Todo controlado y listo señor. ¿Cree usted que ganaremos esta batalla?

 -Creo Huertas, que la guerra será larga y esta batalla decisiva, aunque no definitiva. Y mientras así no sea, nadie habrá ganado del todo. Y lo peor es que para ello aún habrán de morir miles de hombres, para alimentar el apetito insaciable de otros pocos. Dígame Huertas, ¿qué especie se devora a si misma para poder sobrevivir? Cada vez me cuesta más creer en el género humano, a veces sólo somos lobos sedientos de sangre.

 -Necesitamos demasiado espacio vital, señor. No somos como las plantas, que crecen juntas exuberantes, creando micro-climas diferentes, aprovechando cada espacio para crecer en armonía con el resto. No, los hombres nos movemos demasiado ampliando nuestro radio de acción sobre el resto y entrando en conflicto por ese espacio vital.

 -No sabía sargento de su sensibilidad y entendimiento en cuestiones de la vida, pero veo ahora que la suya no ha sido en vano todo este tiempo. Seguramente tiene razón en lo que dice, es sencillo comprenderlo tal como lo muestra, pero es amargo aceptar que sea así.

 -Creo señor, que no estamos aquí para algo más. Es demasiado grande el privilegio que se nos ha concedido de vivir esta vida, aunque sólo sea por un tiempo. No necesitamos pretender otra cosa. Nuestra vida es ya algo sublime y hermoso. Por eso no debe desconcertarnos la necesidad de defenderla para sobrevivir. Es nuestra obligación de ser.

 -Estoy seguro de que seremos grandes amigos Huertas. Pero dígame cómo llegó al ejército, siento curiosidad. Parece como si siempre hubiera estado en él.

 -Algo así señor. Como otros muchos mozos de mi Céuta natal, pisamos antes un cuartel que una escuela. Allí la mayoría de los españoles viven del ejercito, por y para él. Así que llevo en él toda mi vida. Mi padre era sargento también. Nací al lado del cuartel en el que estaba asignado el regimiento al que pertenecía mi padre. Soy el mayor de siete hermanos y la tradición manda.

 -¿Cuál es su verdadero nombre sargento?

 -Sergio señor.

 -Entre nosotros, no vuelva a llamarme señor; llámeme José. Yo le llamaré Sergio. Estoy seguro de que es un caballero.


 En ese momento entraban por la puerta del bar Manuel y Jacinto, sus antiguos compañeros, seguidos de un pequeño grupo de hombres. Venían charlando en voz alta y algo eufóricos, como si hubiesen abusado demasiado del brandy que el ejército repartía.
La vista de águila de Manuel divisó al instante al hombre del parche en el ojo sentado en la mesa de mármol, junto al gigante de pelo blanco. Quedó parado un momento, sorprendido, en aquella postura tirada para atrás que le caracterizaba; entonces se dio cuenta, y con aquella voz socarrona y verdulera que ostentaba, gritó desde casi el centro del salón:

-¡Pero cacho cabrón, será posible! ¿Qué coños haces aquí?  ¡Hay que joderse, la vida es un pañuelo!

 -¡Hombre Manuel, Jacinto! ¿Cómo os va? - José se levantó del asiento para dar la mano a sus amigos, pero Manuel se adelantó para abrazarle efusivamente.

 -Cabronazo, te veo bien. Me alegro.

 -Yo también Manuel, yo también. Jacinto choca esa mano, ¿Qué tal te va?

 -Bien, bien José. Aquí al lado de este"pirao".

 -Mirar, quiero presentaros a mi compañero, el sargento Huertas.

 -Mucho gusto, me alegro -. Dijeron ambos.

 -Muchachos - voceó Manuel dirigiéndose a los hombres que los acompañaban - podéis tomar lo que queráis en la barra, nosotros beberemos algo con nuestros amigos.
Bueno José, ¿qué ha sido este tiempo de ti? Parece que has ganado algo que ya nunca te abandonará -. Refiriéndose al parche en su ojo.


-Si, son gajes de la guerra. Una gitana me dijo que la vida siempre deja huellas, que es la muerte la que se lo lleva todo. Así que me siento agradecido.

-Tu siempre tan chistoso, joder. ¿Que gitana te dijo eso?

-Es una broma Manuel - intervino Jacinto - ya sabes como es José.

-Con los gitanos no se bromea, somos gente seria.


-Bueno hombre, no te pongas así. Decidme que sabéis de Daniel y Tomás.



 -Un mal rayo les parta - voceó Manuel.



 -No hemos vuelto a tener contacto con ellos, les destinaron a otro regimiento de caballería motorizada. Nosotros nos quedamos con las mulas - dijo Jacinto -. Seguimos con las misiones especiales de avituallamiento. Ahora acabamos de llegar de retorno de Villanueva del Pardillo, que también se ha perdido. Estamos ambulantes, pero no nos pinta mal, no carecemos de nada. Y a Manuel ya sabes como le gusta esto.



 -Me alegra veros chicos; esperad un momento, pediré una jarra de vino para todos.


 -¡Camarera, por favor, un momento! Sirva una jarra grande de vino para mis amigos -. La camarera regresó al poco tiempo con una jarra de vino y cuatro vasos.

 -¿Y a ti cómo te va? - Le preguntó Jacinto.

 -Bien, no me puedo quejar para como están las cosas. Como veis, no me faltan amigos. Eso es lo más importante. Por lo demás, no he encajado mal en el nuevo destino después de haber superado la primera dificultad en Quijorna. Conseguimos abrir brecha y salir de allí.

 -Es todo un héroe muchachos, podéis estar orgullosos - les dijo Huertas -. Da lo que tiene sin importarle perderlo. Los hombres le admiran y le siguen, tiene todo un porvenir en el ejército si sobrevive.

 -¡Vaya, vaya, José. Así que un héroe! ¡Hay que joderse. Y eso que lo tuyo no era esto! - Dijo Manuel.

 -Consiste en adaptarse al momento, ahora las tierras producen poco y escasea el trabajo en el campo. Aquí no falta que hacer -. Todos se echaron a reír al tiempo por la ocurrencia de José.

 -Y vosotros dos, ¿cómo es que aún no habéis encontrado la forma de pasaros al otro bando?

 -Ya no queremos eso, hemos cambiado de opinión. Mierda hay en todos los lados y aquí nos pinta bien. Además estamos seguros de que ganaremos esta guerra a esos comunistas, que quieren enseñarnos a vivir y ellos no saben ponerse de acuerdo - contestó Manuel -. Mucha libertad y todas esas cosas, pero quieren jodernos a hambre y mediocridad.

 -¡Cómo hablas Manuel! Pareces muy cambiado - dijo José -.

 -No - le contestó Jacinto - sólo que Manuel ha descubierto ahora las ventajas del capitalismo. Puede hacer lo que quiera y decidir por sí mismo. Le gusta matar y eso lo hace bien, así que aquí se encuentra en su campo de trabajo.

 -¡Bueno, bueno; entonces ahora sois una banda!

 -Nunca mejor dicho José. Ese es el espíritu que compartimos todos. Manuel dirige el mando y los hombres no lo discuten - continuó Jacinto -. Yo estaré junto a él el tiempo que dure esto.

 -Estáis hechos el uno para el otro. Espero que tengáis suerte, el tema está muy feo - se despidió José -. Nosotros debemos irnos, los hombres esperan nuevas órdenes. Saldremos esta noche para una misión y tenemos que revisar todos los detalles antes de que llegue la orden de partida. Espero volver a veros. 

Huertas y José se levantaron de la mesa. También lo hicieron Jacinto y Manuel, el cuál, llorando como un niño con pucheras se abrazo de nuevo a José. Después se despidió Jacinto, quien le deseó suerte mientras besaba su mejilla.


Regresaron a la compañía, pero en la cabeza de José ya no cabían las contradicciones. El encuentro con sus antiguos compañeros había resultado un chorro de agua fresca sobre sus calenturientos pensamientos y eso le permitía retornar a su estado de ánimo inicial, como siempre había sido: sosegado, prudente y a la vez decidido, templado de carácter. Las dudas y las indecisiones le abandonaron del todo, había superado su debilidad gracias a la amistad. Volvió a tener de nuevo confianza en el ser humano y se decidió a que ya nunca más dudaría de la grandeza de ser hombre.

Pero aquel refresco no significaba más que un respiro emocional, pues pronto entrarían en una tensión constante que deprimiría los nervios de los hombres, poniendo otra vez a prueba su templanza.