El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 30 de marzo de 2009

NECESIDAD VITAL.


































- Y del trabajo ¿qué?. He oído a muchos decir que empobrece, embrutece y que al final nadie lo agradece.

- Bien cierto es si trabajamos sin ilusión, sólo por obligación. Pero la vida no es contemplativa sino creativa, y todos tenemos un sentido creativo que nos impulsa.

De nuestro trabajo resulta el cansancio necesario para nuestro sueño reparador, y de nuestra actividad surge el reconocimiento propio y ajeno de ser útil, necesario.

El trabajo es el combustible que nos impulsa, y que nos consume cuando no lo tenemos.





















 -Pero cuando trabajes, colabora y ayuda a otros; no empieces diciendo lo que tú no puedes hacer. Si no sabes cómo, o dudas, pregunta que debes hacer; y si eres capaz de realizarlo, comienza pronto . Si no te gusta el trabajo, ayudar o colaborar con nada, al menos deja que te ayuden a ti. Un grado más alto de responsabilidad en cualquier ámbito de la vida no exime del deber de ayudar, ni tampoco de la necesidad de ayuda. Y cuando un trabajo se realiza entre varios, no debe adjudicarse a uno sólo el resultado. De la buena o mala colaboración en cualquier empresa depende el éxito o el fracaso. Todos somos necesarios, y con nuestra parte posibilitamos la de los demás.







viernes, 27 de marzo de 2009

ENFERMEDAD Y VEJEZ.






- Háblame de la enfermedad y de la vejez- dijeron las palabras. Y el sentir reveló:


-Nada tienen que ver, y aunque a veces una es consecuencia de la otra y viceversa, sólo son casualidades.


La enfermedad nace engendrada en nosotros desde el instante primero, pues también es una forma de vida; y la vejez es consecuencia del desgaste producido por el inevitable rozamiento de nuestras vidas con otras y la fuerza que ejercemos al resistirnos, lo que provoca una perdida paulatina de las facultades iniciales. Este desgaste es consecuencia lógica de un proceso de transformación en el que vamos perdiendo peso vital, descomponiéndonos progresivamente, para disolvernos de nuevo en el todo.


Las enfermedades son vidas que compiten dentro de otras vidas y que terminan uniéndose en batalla final para salir de un espacio vital que se les queda pequeño.


Ambas, enfermedad y vejez, nos limitan, debilitan y producen sufrimiento, y para ellas, más que nada, se hace necesario el orden, la tranquilidad y la resignación. De otro modo el camino será más penoso.


Tal vez, llegará un día que no enfermemos ni envejezcamos, pero para entonces no tendremos que nacer.


domingo, 22 de marzo de 2009

NO ME LLAMES AMOR TODAVÍA.





















Dime cual es la puerta que cierra tu mundo y la derribaré. Dime qué hace tus días oscuros y tus noches blancas y yo me fundiré en tus días para iluminarlos, cubriendo en las noches con mi cuerpo tus ojos, agotados por el cansancio que no les permite la calma. Mis manos recorrerán tu cuerpo dolorido, atenazado por la falta de sosiego, como un bálsamo regenerador. Y besaré tu piel perfecta y clara hasta que cese tu dolor.


Escalaré el muro que separa nuestro amor, pues nada es lo suficientemente grande para impedir que te ame. Negaré mi vida para darte una nueva, que sólo a ti y a mi pertenezca. Y la tendrás seguro, pues en nosotros ya no se contiene. Desafiaré al destino y derramaré mis ilusiones ante ti. Te descubriré lo eterno y nuestro sueño de amor no envejecerá.































Pero no me llames amor, todavía no lo merezco y nada te he demostrado aún. Momentos malos vendrán y el respeto mutuo se pondrá en guardia. El desafío de nuestras decisiones nos parecerá equivocado y el desaliento hará eterna nuestra angustia. Se que habré de confundirme, sólo soy un hombre. Aprenderé seguro a tu lado porque tu amor por mi es puro y generoso, y saldremos victoriosos.

Dime cual es la puerta que abre tu interior y esperare paciente en la noche larga el alba de tu alma; y engalanado con lo mejor de mi mismo entraré en ti. Me fundiré para dar luz a tus días, y por las noches apagaré con mi cuerpo la hoguera de tus ojos cansados. 


lunes, 16 de marzo de 2009

DESPUÉS DE SACIARNOS.





-Tal que Midas hemos comido oro después de saciarnos, pues nuestro ego quedó insatisfecho. Disfrazamos nuestros cuerpos obscenos con reluciente metal y emulamos al astro rey; ciegos de resplandor quedamos. Bebimos vino dorado para que su brillo nos llegara dentro iluminando nuestro espíritu oscuro, perturbado por las sombras de los deseos desmedidos, de las obsesiones. Y no apagando nuestra sed encendimos la hoguera interior que desde entonces nos consume.






























Constreñida el alma y los intestinos estreñidos se hace necesaria una purga larga, dolorosa, pues entre sábanas de oro amamos y ahora no podemos dormir abrigados sólo por su frialdad.

Tras oscuros cristales ocultaremos nuestros ojos, abrasados por el resplandor que nos negó ver. Y buscaremos como ciegos lo que despreciamos como videntes.
Cual perrillo sin dueño buscaremos confianza y calor para alimentar nuestras almas peregrinas, erráticas. Apagaremos como siempre la sed con nuestro sudor y con las manos recogeremos el alimento que mitigará nuestra hambre.

Estemos preparados, el momento de vivir llegó. El sueño ha terminado de pronto, inacabado. Inventemos de nuevo nuestras vidas ahora que la luz que nos cegaba y envolvía se ha apagado. Veamos la realidad tal como es, sintiendo de verdad, sin artificios que nos asfixian ; en la vacuidad de las cosas, sin mayor pretensión que vivir sin poseer. Y nuestro estreñimiento, nuestro mal, pasará.
Nos despojaremos de lo que hemos cargado y que por no ser nuestro nos pesa. La vida es etérea y todas las cargas le sobran.


lunes, 9 de marzo de 2009

El adiestrador de mandriles.


- Me asusta la muerte que anuncia mi dolor. Si me desprendo de la vida no es por voluntad, sino por fuerza. Mi voluntad es vivir. Asisto impertérrito a la pena impuesta y no, no me lo puedo creer. Aún no he terminado, tengo mucho por hacer. Y todo al final, ¿para qué? No, no me lo puedo creer.

Inhaladas las palabras por el sentir se apagaron por un momento, ávidas de sosiego y hartas de desconcierto. Necesitadas de silencio reflexivo. Y tras una pausa sobrecogida por el desaliento y la impotencia, surgieron con fuerza para revelar al sentir que se contenía.




















- Nunca nos parece suficiente, y si nos dieran a elegir el tiempo, nos decidiríamos por la eternidad, seguramente. ¿Pero, nos consolaría el saber que somos eternos? Puede que aún así no nos sintiéramos completos, como no nos sentimos ahora. Puede que no tuviéramos tiempo, como no tenemos ahora, entre tanta duda, entre tanta indecisión que nos entretiene. Perseguiríamos, tal vez, de igual modo al creador; como ahora lo hacemos, insatisfechos de saber que nuestro fin en la vida que conocemos es seguro. Nos revelaríamos si supiéramos la fecha exacta y daríamos rienda suelta a la locura.

Nunca nuestro camino es corto ni nuestro tiempo escaso si trasmitimos vida. Con eso es suficiente. Y para el resto, cada cual dispone de sí mismo. Nada por hacer queda, pues con uno se van lo personal y lo propio, y el resto permanece en el mundo, a quien se debe y corresponde.

Debemos mirar el sentido de otros que ya se fueron, antes de desolarnos; pues cada instante, cada día que pasa y de nuevo amanece es inabarcable, si aún deseamos vivirlo. No es tan grande la eternidad como el deseo de un hombre por conseguirla.

martes, 3 de marzo de 2009

El adiestrador de mandriles.
































-¿Y que es Dios, sino el deseo de alcanzar la parte positiva de las cosas; de sentirnos escuchados y comprendidos por lo que no comprendemos. De encontrar apoyo cuando no lo tenemos. De consolarnos, porque nadie nos consuela?-


Así se pronunciaban las palabras, sin ninguna confianza en el ser humano por sus creencias, a las que culpaba de la involución; de la esclavitud de los cuerpos y las almas de los hombres, miedosos de adentrarse más allá, en lo desconocido, acomodándose en su pereza.





























Y el sentir se reveló:

-Una vez, sin pretenderlo, oí rezar a un hombre, y mientras lo hacía sentí su sufrimiento. Intentaba dar gracias por el nuevo día, luminoso y cálido, pero el fuego de la ira ya había prendido en su corazón desde el primer momento en que sus ojos se abrieron y sus oídos se desconectaron del sueño. No odiaba el día, que aparecía maravilloso, odiaba tener que vivirlo, afrontando antes de empezar que tendría que enfrentarse al desaliento, la provocación y la violencia con que terminó el anterior, que empezó del mismo modo. Y verdaderamente le costaba mucho poner en claro su mente para dar gracias por existir un día más, pues no sabía si era eso lo que deseaba. Pero luchando contra su pensamiento aturdido, repetía y repetía, gracias. Gracias por todo.


No era consuelo lo que buscaba, ni comprensión , sino que cesara su dolor; y luchaba por creer cuando su fe más se resquebrajaba. Se esforzaba, entre la multitud de sentimientos que se agolpaban en su cabeza, por creer en algo más que en las ruinas de si mismo, pues no necesitaba consejos ni acompañamiento en su dolor, sino silencio y soledad.




Pero la furia de la contradicción le impulsaba a revelarse contra todo aquello por lo que pedir perdón, pues ya no se sentía culpable, no quería perdonar; era una fiera acorralada por las lanzas del odio y la soberbia. Y con esfuerzos sobrecogedores pedía perdón. Perdón por existir, por cumplir otro destino que no debería haber sido. Sabía que las palabras forzadas contradecían sus sentimientos desgarrados por el dolor, pero en un acto heroico de afirmación repetía y repetía, tratando de anular su voz interior, perdón, perdón, perdón...



Y suplicaba fuerzas para continuar un día más sin comprensión ni consuelo, sin paz ni tranquilidad interior si ese era su camino. Había comprendido suficiente y reconocía que su voluntad ya no le pertenecía, y aunque los hechos le empujaban a la renuncia, seguía suplicando consciente de que lo hacía libremente, porque eso quería y necesitaba, libertad sin condiciones previas para mostrarse con su verdadero espíritu. Estaba harto de ser él, por no poder ser él. Odiaba ese él artificial, impropio, impuesto. Y de odiarse a si mismo poco a poco moría. No negaba a Dios aunque sus atormentados pensamientos así se lo pidieran. Se negaba a si mismo, a su forma de ser y proceder que siempre le traicionaba . Por eso no parecía suplicar por él, sino más bien por todo lo que suyo era, y que por suyo de él pendía. -Ayúdame, ayúdame...-


En su repetición frenética, desesperada, se fue sosegando su espíritu, y en su rostro desencajado surgió lentamente la calma, la relajación que buscaba. De sus ojos encendidos brotaron lágrimas que apagaron las llamas de su corazón incendiado, y en los pulmones el aire entró por fin libre, oxigenando su mente congestionada. Respiró de nuevo hondo, reconociendo a Dios en cada bocanada de aire, conciliándose consigo mismo.