El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

miércoles, 29 de junio de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap 42


La ofensiva nacional sobre territorio republicano en Aragón fue fulgurante. El 17 de marzo de 1938, diez días después de comenzar desde el sur, había conseguido una penetración de más de cien kilómetros hasta tomar Caspe. 
El día veintidós se iniciaría en el norte, y en tan sólo una jornada sería liberada Huesca, que resistía el cerco republicano desde el comienzo de la guerra. 
Yagüe, a su vez, cruzó el Ebro por el sur con su Cuerpo de Ejército Marroquí tomando Pina, y el veinticinco entró en Fraga, siendo ésta la primera vez que el ejército nacional pisara territorio catalán. A pocos kilómetros se encontraba Lleida, la cuál, después de una semana de combates durísimos contra las fuerzas de Valentín González, "el Campesino", también cayó en sus manos. 


El día 8 de abril la ofensiva comenzaba a dar sus resultados en Cataluña ganando para su causa Balaguer, Camarasa y Tremp, lo cuál afectaba directamente a Barcelona, cuyo suministro eléctrico provenía de las centrales allí ubicadas.
Pocos días después los nacionales llegarían al Mediterráneo tras ocupar la ciudad castellonense de Vinaroz, cortando en dos el territorio republicano y aislando a Cataluña.


En aquellos momentos José entraba en Morella, una pequeña y preciosa ciudad del levante español enclavada en el corazón del "Maestrazgo", y cuya fortaleza, construida  en lo más alto de una peña que se levanta por encima de los mil metros sobre el nivel del mar, defiende un recinto amurallado que contiene la ciudad y domina un mar de sierras donde los pinos, los robles y las encinas predominan sobre los enebros, los tejos y los acebos; entre un manto de plantas aromáticas como la salvia, el espliego y la sabina; el tomillo, el romero y la ajedrea, que impregnan de sutiles aromas los bosques, con sus valles, sus caminos y senderos.


Bajo los ojos góticos de su acueducto, Morella apareció con toda su belleza a la vista de José. A pesar de los intensos bombardeos de la aviación sufridos en los últimos días, la muralla conservaba intactas sus seis puertas almenadas, las cuales conducían por sus calles estrechas y empinadas hacia el interior de la ciudad.


Morella siempre había estado allí contemplando el paso de la historia; su existencia se perdía en la noche de los tiempos.   El valor estratégico que suponía y la riqueza de sus bosques atrajeron a sus primeros pobladores celtas, como a quienes después vendrían: griegos, cartagineses, romanos y godos. En la edad media seguiría contando su importante valor estratégico, que haría que los árabes la tomaran pronto como un baluarte de primera línea frente a los reinos cristianos del interior peninsular. Por ella lucharía el "Cid", con su corazón partido entre dos reinos, Castilla y Valencia. Más tarde sería Jaime I quien la devolviera a la cristiandad y le otorgara fueros especiales.
Por ser Morella un cruce importante de caminos que controlaba grandes términos, durante los siglos XIV y XV el comercio de lana con Italia posibilitó una larga prosperidad derivada de la industria textil de la que aún quedaban claros vestigios en sus casas solariegas y edificios públicos y religiosos. Nobles escudos de armas, empotrados en las paredes de las casas señoriales, dan cuenta de su importancia en la historia. 

Morella fue testigo de grandes negociaciones, como las reuniones para solucionar el cisma de occidente entre el Papa Luna (Benedicto XIII), el rey Alfonso I de Aragón y el místico Fray Vicente Ferrer, y se convirtió en la primera capital Carlista tras ser conquistada por Ramón Cabrera en 1838, durante la primera de las guerra por la sucesión del trono tras la muerte de Fernando VII. En 1840 sería recuperada por el general "Espartero" para la causa liberal.
A finales del siglo XIX llegó a su cenit de población alcanzando los ocho mil habitantes, pero en 1925 una grave crisis en el sector textil provocó una fuerte migración que mermó sensiblemente su población. En 1931 sería protagonista de una huelga del sector, donde los sindicatos de trabajadores reivindicaron la jornada de ocho horas.


José no conocía aquellos pormenores de su historia, y mucho menos imaginaba que Morella significara tanto para las fuerzas requetés del ejército nacional. Había sido abandonada tras los intensos bombardeos de la aviación italiana, y en sus plazas y calles sólo quedaban cadáveres por recoger.
Entró con sus hombres por el Portal de San Miguel, custodiado por magníficas torres almenadas de base octogonal. Tropas de los tercios requetés formaban religiosamente mientras rezaban el Ángelus. Con la rodilla en tierra, la cabeza baja y el fusil apretado entre las manos, como una sola voz replicaban con un "Ave María" que retumbaba en la pequeña plaza que se abría tras la entrada.


Rezaban frente a una cruz, que era siempre su primer estandarte en combate y que precedía a sus columnas portada por un sargento o "Cristoforo", como lo llamaban. Todos lucían bordado el "Detente" en su camisa, a la altura del pecho. Era la imagen de un corazón coronado por una trenza de espinas, lenguas de fuego y una cruz, representando el Sagrado Corazón de Jesús.
El "Pater", rodeado en semicírculo por los oficiales, rezaba en latín de espaldas a la compañía con los ojos levantados hacia la cruz, que era custodiada por las banderas patrias, entre las que destacaba la blanca con la cruz de Borgoña.




Las boinas rojas que lucían los soldados unificaban su uniforme heterogéneo, de modo que cuando permanecían en formación, simulaban un tejado que les protegía del sol y de la lluvia; en combate sus boinas rojas los distinguían de lejos y les ayudaban a reconocerse.


Los tercios requetés eran el cuerpo y el alma de las divisiones navarras. Representaban a la España más tradicional, la España católica, que se forjó como nación en la defensa de la fe cristiana hasta expulsar del continente al imperio musulmán, llevando a sus reyes a gobernar el mundo durante siglos. Y por ello se sentían orgullosos, eran monárquicos a ultranza; pero aunque defendían un trono, no reconocían el mismo rey.


Fernando VII, el más perverso y nefasto rey que tuviera nunca la corona española, que partió en dos el corazón de la nación tras la Guerra de la Independencia con su absolutismo corrupto, sus purgas arbitrarias y la inmoralidad de sus caprichos y de su conducta, y que pasó de ser "el deseado" del pueblo, a ser el más odiado en toda la geografía española, sembró la semilla del separatismo en su pueblo, provocando a su muerte una fuerte escisión en la monarquía que conduciría a las "Guerras Carlistas."


La Guerra de la Independencia, auténtica monstruosidad en la historia de España, que la llevaría a la ruina de su estado y de su poderío en ultramar, abrió una puerta a las nuevas ideas que la Revolución Francesa lanzara al mundo y que después perfeccionaría el Código Napoleónico; pero la maniquea y endógena manera de conducir la política de su país un rey mezquino, miserable, cobarde y vengativo, separó para siempre los corazones de las gentes que antes entregaran su vida para morir por su causa, y que expulsaron de sus tierras al invasor francés.
Liberales de 1812 contra realistas; el duelo estaba servido,  manejado y contenido por el "ogro absoluto"que hacía y deshacía a su antojo y que decía y se desdecía según le conviniera, llenando de dudas a sus más directos seguidores y de falsas esperanzas a sus detractores y enemigos.
El descontento del sector tradicionalista se hizo tan patente, que a pesar de que Fernando VII hiciera traer fuerzas pedidas al rey de Francia - Los cien mil hijos de San Luis - para imponerse a los gobiernos liberales, y castigara a éstos con terribles purgas durante el terror de 1824, ya no querían a un rey inmoral y soberbio, que había traicionado a la religión y olvidado a su pueblo.
Su hermano Carlos representaba el ideal tradicionalista de la corona: era un joven piadoso, cauto, reservado y mucho más manejable, la antítesis de Fernando.
Antes de la muerte de éste, el sector tradicionalista mas reaccionario se revelaría contra él en la "sublevación de Solsona", en tierras catalanas; otro esperpento de nuestra historia donde germinaría el proyecto "apostólico: el derecho a la sucesión dinástica del infante "Don Carlos".
Pero Carlos, que incluso admitiría en vida de su hermano la abolición por éste de la Ley Sálica, que favorecía a su hija Isabel - más tarde reina - en la sucesión al trono en detrimento de su causa, a la muerte de Fernando en 1833 rectificaría su postura y se proclamaría rey de España con el nombre de Carlos V, alzándose contra la regencia de la por entonces Reina Madre María Cristina de Borbón Dos-Sicilias.
Aquella sería la primera guerra civil que sufriría España después de siglos de hermanamiento de sus pueblos, cuando el espíritu de nación los condujera - dominando y dirigiendo a una Europa como siempre dividida - a conquistar el mundo. Y aquella guerra carlista, que se cerraría en falso como otras que después vinieron, desgarraría aún más el sentimiento de nación que un día la hiciese crecer como un gigante.


Sacó del bolsillo su silbato y lo colocó en la boca. Dio media vuelta sin dejar de caminar y pegó un pitido que resonó en la plaza, al tiempo que se detenía con el brazo derecho levantado en señal de parada. La compañía entraba en columna de a dos, distraídos sus hombres en conversaciones que por el camino traían y un tanto excitados por el deseo de un descanso merecido tras días de marcha y del sofoco del mediodía primaveral, que aún cubierto su cielo por nubes grises que amenazaban agua, mantenía un calor húmedo y bochornoso. Los hombres se detuvieron al instante y el silencio se hizo entre ellos al tiempo que se oyó la "esquila" que hiciera sonar el ayudante del "Pater"..


- Oremos - dijo el pater -. Y todos se levantaron poniéndose firmes. Los hombres de José, aquellos que ya habían penetrado en la plaza, respetaron en silencio a quienes rezaban, pero un murmullo se escuchaba al otro lado del portal, por lo que José mando a Sergio que impusiera silencio.




Berta se mantenía junto a José, que permanecía firme frente a sus hombres. Tanto él, como los de las filas más adelantadas, pudieron escuchar  con claridad un comentario que llegaba cargado de odio desde el otro lado de la plaza:


- ¡Malditos moros! Apestan.


José apenas volvió la cabeza para mirar de reojo al autor de tales palabras, que en aquel momento se volvía de espaldas a él mandando iniciar la marcha a su tropa. Era un oficial de la I de Navarra alto y fuerte, perfectamente pulcro en la indumentaria. Poseía un bigote grueso, muy poblado, que se prolongaba por debajo de una nariz recta y pronunciada hasta unirse a unas patillas anchas y bien recortadas, que trepaban por la parte superior de su alargada mandíbula mezclándose con el pelo y dejando libres el mentón y el resto de la quijada inferior. Las cejas pobladas se enervaban por sus puntas dando una sensación feroz a su mirada oscura.
José no olvidaría su rostro, pero actuaría como si no le hubiese prestado importancia, tratando de evitar la más mínima tensión entre sus soldados. De nuevo hizo sonar el silbato y puso en marcha la compañía calle arriba por la Costa del Trinquete.


Dejaron atrás la Iglesia de San Nicolás y llegaron hasta la  plaza de toros, construida en la base de la ladera y que se aprovechaba de ésta para extender sus gradas como un anfiteatro, donde tenían destino para acampar. Un tanque ruso inutilizado por la aviación parecía custodiar su entrada. José ordenó la llegada y formación de sus hombres y después dio instrucciones a sus subordinados para organizar el asentamiento.


Aquel tanque estorbaba la entrada y era necesario quitarlo de allí. José había visto muchos tanques en el combate, pero sentía curiosidad por saber cómo eran por dentro aquellas increíbles máquinas de destrucción. No se lo pensó dos veces antes de decidirse a entrar, una de las trampillas de entrada  estaba levantada. Se agarró a los asideros, y pisando sobre las cadenas que yacían medio hundidas en un hoyo del terreno, subió al casco del tanque cuya plataforma giratoria había quedado orientada sobre uno de sus costados, con el cañón apuntando a la muralla. Al tocar la boca de la trampilla comprobó que estaba fogueada, como si una explosión se hubiese producido dentro. Olía a quemado y había moscas a la entrada, por lo que José sacó de uno de sus bolsos un pañuelo y se lo ató a su cuello tapándose la nariz. La fuerte luz del mediodía impedía ver nada en el interior, así que le echó valor y tomando aliento se introdujo por la trampilla; cuando apoyó sus pies percibió que pisaba sobre algo blando y a la vez pegajoso, y mirando al suelo vio 
que se encontraba encima de un cuerpo seccionado por la mitad, y que otros dos descuartizados esparcían sus fluidos y sus órganos por todo el habitáculo del vehículo. Estaban 
totalmente calcinados y la sangre se mezclaba con las cenizas; todo estaba salpicado de restos humanos y un sin fin de hierro y metralla.


La imagen le impresionó de tal modo, que de pronto un frío helado recorrió su columna vertebral haciendo que todo su cuerpo temblara un instante. Sintió miedo y claustrofobia. Se encontraba solo ante la muerte, como siempre fría y descarnada, y por un momento se vio encerrado. Una fuerte subida de adrenalina le hizo impulsarse hacia el exterior buscando la claridad libertadora, con la sensación de que mil perros rabiosos trataban de atrapar sus pies.














   

martes, 14 de junio de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 41







La recompensa había llegado por fin. Le habían concedido la mejor de las distinciones para un soldado de su clase, la Cruz de Guerra. Por la hazaña del Hotel Aragón, en la que casi perdió la vida mientras rodaba por la Escalinata de los Amantes.

A pesar de lo que aquello suponía para él, no le satisfacía demasiado; más, cuando tenía en cuenta el precio necesario que se debía pagar para conseguirlo. Pero era algo de lo que en el fondo se sentía orgulloso, pues nunca le movieron las condecoraciones ni los halagos. Todo lo que había hecho se debía a su forma de ser, de pensar, incluso a la voluptuosidad de su juventud, pero jamás se dejo llevar por ninguna ambición personal, no existía. Su única ambición había consistido en sobrevivir a cada momento, dando todo su esfuerzo para superar las dificultades al lado de quien con él estaba.

Tampoco cayó bien en su ánimo el merecido mes de descanso que se le concediera aprovechando el relevo de unidades que se efectuaba tras la batalla. Había conseguido desterrar de su cabeza la idea del regreso y ahora su corazón se negaba a partir hacia aquello que hasta entonces fuera su razón para sobrevivir. Su mente se encontraba sumida en un ambiente bélico cuyos acontecimientos lo tenían atrapado. Deseó regresar cuando su verdadero enemigo se encontraba allí, cerca de los suyos, amenazándoles, pero ahora ese mismo enemigo se le escapaba de las manos en su propio terreno y eso lo tenía obsesionado. Quería más que nunca estar con su familia, y con Micaela sobre todo, pero no podría vivir en paz mientras que quien perturbaba sus sueños siguiera riendo a sus espaldas. Estaba dispuesto a seguirlo hasta el mismísimo infierno y perecer junto a él si era necesario, si con ello conseguía hacerle pagar por sus culpas.

Por aquella razón no aceptó el permiso, aduciendo en cambio a sus superiores que lo hacía considerando que era más necesario que nunca y que sus hombres lo necesitaban, por lo que quería participar en la siguiente campaña. No tuvo que insistir mucho, sólo Sergio trató de disuadirle de la idea, aunque fue inútil.

Lo que sí pidió a cambio fue no estar presente al frente de sus hombres en el desfile que se produciría por la reconquista de Teruel. Desde lo más profundo de su entendimiento algo le decía que aquello no sólo era innecesario, sino que resultaría una ofensa más para la población por mucho que se intentará afirmar con ello la moral de las tropas, que cada vez veían más cerca su victoria y cuya excitación crecía según pasaban las horas. Y aunque acudió a la parada militar para recibir la condecoración, abandonó el acto antes de iniciarse el desfile.


Disponía sólo de unos días de descanso, pero en su cabeza había surgido - no sabía de que manera - la idea de volver otra vez a Algairén para ver a Piedad. Su imagen se conservaba más fresca en la memoria que la de Micaela, a quien no veía desde hacía casi un año. Además la hermosa serrana de ojos negros había sembrado en él una duda que lo intrigaba: ¿Dónde se encontraría ahora? ¿Qué sería de su vida? A una mujer así no le faltarían pretendientes, pero, ¿qué camino tomaría? La guerra llevaba y traía a las gentes como el viento de otoño volaba en remolinos las hojas de los árboles.

Se preguntaba porqué de pronto había retornado aquella imagen a su mente y qué significaba ahora. No podía por menos que recordar el momento antes del fusilamiento, cuando, de rodillas en el suelo y agarrada a sus pantalones, le implorara clemencia para los reos. Su rostro retornaba claro, recogiéndose el cabello y secándose las lágrimas en la lúgubre habitación donde la había recibido. Su valentía lo dejó impresionado entonces y nunca más olvidaría el fuego de sus ojos ni el coraje en sus palabras. Lo había perdido todo y aquello la hacía más deseable, más valiosa. Su heroísmo la había convertido en una señora.

Ella le hizo dudar por primera vez de sus principios, y desde entonces una ansiedad latente se había instaurado en su ánimo transformándose en una pasión con la que trataba de acabar, pues hacía mella en su personalidad y lo mantenía confundido. La obsesión por detener las andanzas de su paisano no se debía solamente al riesgo que significaban para los suyos, además era una deuda pendiente con su conciencia y con Piedad. Conocer a aquella mujer había hecho que se planteara por qué luchaba, cuál era su verdadero bando; y éste era el de los indefensos, los marginados, quienes para los otros eran escoria y la causa de todos los males porque nacían sin el pan debajo del brazo, trabajaban cuando les dejaban y comían si podían. Y aquella escoria se encontraba en ambos bandos combatiendo contra sí misma, dirigida en los dos lados por la misma clase privilegiada que la manejaba para proteger sus intereses.

Pronto cumpliría veintitrés años, el 19 de Marzo, pero ya era todo un hombre. La guerra lo había sacado de la sencillez conceptual de las cosas en la rutina del campo y su tranquilidad, y le había colocado en un torbellino donde el tiempo corría vertiginoso sin otorgar posibilidad alguna de rectificación. Aprendió que los extremos sólo son las fronteras que nos contienen y son infranqueables, por lo que nada es del todo blanco o negro, sino que además puede variar su color según las circunstancias. A partir de esa conjetura comenzó a sentirse mejor consigo mismo y a reconocerse de nuevo.









Se había quitado la barba y el parche en el ojo y se había cortado el pelo para atrás. A pesar de llevarlo perfectamente peinado, no gustaba de engominarlo para quitarle libertad.
La noche anterior se había bañado y ahora lucía su uniforme de gala color garbanzo, perfectamente limpio y planchado, con los cueros engrasados y las botas embetunadas, relucientes.
Del hombro izquierdo de su guerrera colgaba un grueso cordón de hilo dorado que terminaba en una borla. Enlazado en ella por otro cordón más fino se ocultaba un silbato metálico dentro del bolso superior. En el costado derecho, debajo de la galleta con las estrellas de capitán se hallaba prendida la Cruz de Guerra, y en su manga derecha el blasón de Regulares. La gorra, del mismo color del uniforme en la visera y el reborde, era roja en su parte superior; sin una sola arruga, impecable como sus tres estrellas de seis puntas.

Aquel traje venía bien a su talle estirado, que, aunque acentuado por la delgadez, ocultaba un cuerpo robusto, perfectamente formado y que se movía con desenvoltura dentro de él. El defecto en el ojo no restaba bondad a su mirada clara cuando sus gestos se hallaban en reposo, mas, cuando las cejas ligeramente pronunciadas se arqueaban por la tensión que sus pensamientos trasmitían al rostro, y su nariz recta y aguileña expandía las fosas nasales, aquella mirada se convertía en fulgurante y enigmática. Un hoyito en su mentón pronunciaba el atractivo de su mandíbula fuerte y bien formada, donde una sugerente arruga comenzaba a definirse sobre la piel a cada lado de sus labios, lo que aportaba un atractivo especial a su sonrisa y una dureza sin igual a su rostro cuando éste se contraía por el sufrimiento.

Dejó su sable sobre la cama, se quitó los guantes y los correajes de cuero con la pistola, y los puso sobre la mesilla de noche junto con la vara de caña con empuñadura de nácar que completaba su atuendo. Tomó una botella de brandy que  Ángel - el ranchero - le había enviado y se sirvió una copa. Saboreó un trago largo y se dirigió hacia el balcón. Cuando abrió la ventana, el sonido de los tambores, las cornetas y las gaitas de las bandas de música, el rumor de miles de pasos desfilando bajo las arengas de sus jefes, el ruido de las piezas transportadas, los vehículos motorizados y el zumbido de los aviones surcando los cielos sobre los tejados hundidos de los edificios humeantes aún, llenaron de golpe la habitación.
Miró al fondo de la calle sembrada de compañías desfilando en formación: falangistas, requetés, legionarios, italianos del cuerpo de voluntarios, unidades alemanas de la Lufhwafe y fuerzas regulares indígenas. También desfilaban, para su escarnio y el de la poca gente civil que participaba, restos de unidades del ejército republicano hechas prisioneras.
Entre las banderas, los pendones y estandartes de algunas compañías, se lucían entre el disimulo y la provocación del momento, las cabezas y los miembros sexuales de prisioneros capturados en la batalla. José se retiró espantado, aún no era capaz de asimilar la magnitud de la catástrofe. Cerró la ventana, se acercó de nuevo a la mesa y apuró de otro trago la copa. El ardor del alcohol en el estómago le recordó que no había metido nada en la boca desde la noche anterior.
Pasaría por ranchería para comer algo y recoger a Berta; José le había confiado a Ángel sus cuidados el tiempo que durase el desfile, pero ahora sólo quería estar lejos de allí; lejos y al lado de su amiga más fiel.


Franco tenía ahora la puerta abierta para llegar al Mediterráneo y partir en dos el territorio de la República, por lo que los combates no cesaron después de la batalla. Tampoco desaprovechó la debilidad del Ejército Popular Republicano en su retirada, supeditado como estaba al suministro de material necesario para sostener la contienda, cuyo paso se hallaba estrangulado en la frontera francesa debido a la indecisión del gobierno francés, temeroso de una intervención alemana en el conflicto, que les afectaría directamente. El acceso por mar era difícil y Rusia tenía problemas para suministrar material a la República; las flotas italiana y alemana controlaban la navegación por el Mediterráneo. Sólo México estaba consiguiendo enviar algún cargamento de fusiles y munición desde el otro lado del Atlántico.
La reorganización de los ejércitos después de la batalla no podía ser más diferente; mientras que los ejércitos nacionales se nutrían de fuerzas vencedoras de otras batallas, que dejaban atrás los territorios conquistados para unirse a la vanguardia, en el ejército republicano las levas eran cada vez más jóvenes y más escasas, al igual que su experiencia combativa. Además, la amarga impresión de un ejército en desbandada, propiciaba en sus filas la incertidumbre y el temor.
El día siete de marzo comenzaría la ofensiva nacional en Aragón, un ataque en toda regla de norte a sur que rompería el frente por tres sitios consiguiendo recuperar Belchite el día diez, cuyas defensas cayeron como un castillo de naipes ante las fuerzas del por entonces coronel José Solchaga.
Belchite nunca más sería reconstruido. Sus escombros serían el monumento que recordara a las generaciones venideras la barbarie de una sociedad incivilizada, que se había devorado a sí misma.





domingo, 5 de junio de 2011

El adiestrador de mandriles.



Y de nuevo preguntaron las palabras al sentir; y preguntaron por los pecados, inseguras como estaban de sus faltas.
Y el sentir se reveló:


- Todos cometemos errores. Como decían los antiguos, "hasta los escribanos hacen borrones". Mas éstos no son nuestros pecados.

Aún provocando el mismo daño en los demás, no repercutirá igual en quien lo cometa de forma involuntaria, inconsciente, que en quien lo haga deliberadamente; en sus conciencias se producirá un arrepentimiento o un afianzamiento de su decisión equivocada.




La negativa a reconocer nuestras faltas, nuestros errores y equivocaciones, es el germen de los pecados personales, de cada uno; y no es el resultado de una acción, sino de la continuidad de nuestra forma de actuar a lo largo del tiempo.
La rectificación es necesaria para reconducir una trayectoria que se desvía. Si buscamos escusas a nuestros errores y vemos en otros el motivo de nuestras equivocaciones, no rectificaremos, no nos arrepentiremos del daño que hemos producido y continuaremos por esa linea hasta estigmatizar nuestra personalidad con una tendencia constante, que con el paso del tiempo, cuando todo lo hayamos perdido, hundirá nuestra alma en un infierno personal del que nada ni nadie podrá rescatarnos.


El afianzamiento de nuestra personalidad siempre está sometido al riesgo que supone decidir. Si miramos nuestro yo como eje central sobre el cuál todo gira, no veremos fallos en nuestra conducta, más bien dificultades que no hemos conseguido superar, y esto nos llevará a cometer los mismos errores de nuevo.


Nuestros pecados son la cesión de nuestra personalidad a sus debilidades, que con el paso del tiempo se irá afianzando hipotecando nuestra alma, y cuya deuda nadie querrá comprar.


No hay pecados grandes ni pequeños, sólo pecados; y nadie ni nada podrá pagarlos en éste mundo ni en otro, mas que quien  los cometa; en lo más hondo de su sentimiento,mientras dure su consciencia.