Vio como exhalaba la ultima bocanada de aire y su cuerpo se contraía en un intento por permanecer, antes de caer vencido al fin; la vida se retiraba de la forma que había adoptado dejando sólo materia en descomposición.
Reflexionó; conocía todas las explicaciones, todas las creencias sobre la vida y la muerte, las cuales consideró equivocadas.
Contempló la vida como parásita de la materia, que crecía dentro de ella animándola con movimiento y consciencia, y cual mariposa a su crisálida, la abandona cuando ya no podía contenerse. Pensó en ella como la semilla que no deja de propagarse sobre terreno fértil creando paisajes nuevos cada primavera, y en la muerte que conocía, como la confirmación de su invisible mutación.
Reconoció en la desaparición de la consciencia el hecho necesario que permitía a la vida desprenderse de la materia vaciada de contenido, pues sólo la consciencia permitía al ser negar todo aquello que no sentía y aferrarse a su experiencia como única creencia posible.
Para él la muerte no existía, pues la vida no tenía principio ni final, sólo cambiaba de forma y consciencia. Todo significaba un eterno retorno; como la noche y el día, como las estaciones del clima que cada año se repetían trayendo y llevando los cambios que posibilitaban la eternidad en las cosas, en todos los seres.
Y se convenció al fin de que la vida no se podía contener, porque la norma fundamental en su naturaleza era expandirse. Que sólo podía dosificarse, para lo que la humildad - madre de la prudencia - conseguía la moderación suficiente para no derrochar fuerzas innecesarias por prevalecer por encima de los seres, de las cosas.
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