El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 5 de enero de 2015

HUELLAS EN LA NIEVE.



Comenzó a pensar que sería mejor no hacerse ilusiones otra vez. Los "Reyes Magos", a quienes por cierto nunca había visto, no pasarían por su casa ni aunque estuviese dormido. Mira si esta vez, algo que como el año anterior nadie esperaba, su hermano mayor, que estaba en Bilbao y que solía venir a casa por Navidad y en el verano cuando tenía vacaciones, aparecía de pronto. Pero no, no se le esperaba. Era él quien traía los regalos de parte de los Reyes Magos - decían todos -, pues por Bilbao pasaban primero y así no había que recogerlos en Zamora, previa solicitud por carta a sus majestades. 
En el pueblo no había "Cabalgata de Reyes", sólo pasaban por las ciudades más grandes, como Madrid y Barcelona, donde los podía ver desde la televisión y comprobar que sí, que sí que existían. A las capitales pequeñas llegaban más tarde y los pajes debían esforzarse mucho para poder repartir todos los regalos esa noche por los pueblos sin que los niños se enterasen. ¡Claro, siempre se quedaban dormidos esperando! 

A él no le importaba que su madre no lo llevase nunca a ver la Cabalgata, eran días de mucho frío y le gustaba más jugar con los juguetes viejos al calor de la estufa, rememorando la ilusión de cuando los estrenó e imaginando cuales serían las sorpresas de aquel año nuevo. Aunque sí, le hubiera gustado vivir como otros niños 
- con frío en los pies y todo - el encanto de aquella noche tan mágica, viendo la Cabalgata y respirando el aire helado al lado de quienes venían abrigados de tierras más cálidas.

El caso es que su hermano mayor, que podría haber sido su padre pues le sacaba más de veinte años, era a quien menos conocía de todos los miembros de la familia. Se había ido del hogar paterno para labrarse un porvenir después de su regreso del Servicio Militar, escasamente dos años antes de haber nacido él, y sólo volvía al pueblo un par de veces al año; y no todos.

Su hermano mayor era el hijo predilecto de su madre. Aún no comprendía que para ella era la materialización de un deseo, de un amor joven y apasionado; y él, el renacuajo que nadie esperaba cuando llegó y que sólo hacía las delicias de su padre, que le trataba como un abuelo desde la experiencia de la vida, que pone su esperanza en el retoño más nuevo.

Así que aquel año no se esperaba la visita del primogénito, quien desde que tenía memoria hacía las delicias de toda la familia con los regalos que portaba desde Bilbao de parte de los Reyes Magos. Era como si se hubiera roto un hechizo. A medida que se iba acercando el momento, la noche mágica, le acechaban más las dudas, que dejaban un sabor amargo en su corazón. Tan sólo tenía seis años y ya pensaba que debía acostumbrarse a no tener más regalos por Navidad.  Todas las veces que había preguntado a su madre qué era lo que le iban a traer los Reyes Magos, su madre, para que la dejara en paz, siempre respondía:"un corre que te cagas y una levita". Él, para nada sabía qué quería decir con aquello, pero no le parecía que fuese nada bueno para jugar.


Había salido varias veces desde el patio a la calle nada más caer la tarde para mirar cómo el cielo se encapotaba de blanco, lo mismo que predijera su hermano Carlos, que le precedía en edad y con quien aún dormía en la misma cama. Le sacaba casi diez años, pero era el hermano de juegos y peleas que le hacía renegar y reír siempre. Había estado todo el día insistiendo, diciéndole que iba a nevar por la noche, que así lo había afirmado el hombre del tiempo en el telediario y que sería la primera vez que podría ver a los Reyes Magos si seguía su pista por las huellas que dejaban en la nieve sus camellos. Él aún no había visto nevar, por lo que esperaba aquel acontecimiento con más ansiedad si cabe. En su mente se dibujaba una postal navideña con una estrella iluminando el cielo sobre un horizonte de dunas nevadas, y las siluetas de los "Magos de Oriente" en comitiva con sus pajes y sirvientes.


La noche se cerró del todo y él se metió de nuevo en casa empujado por el rebufo del viento helado, que se levantó de pronto envuelto en finas gotas de agua. Se acercó a la vieja estufa de carbón para calentarse y comenzó a recortar papeles para hacer pequeñas cabañas y componer un "fuerte" con el que jugar a indios y vaqueros. Casi se olvidó por un momento, mientras realizaba el escenario de sus juegos en la encimera de piedra, de que era la noche de Reyes y el día después el cumpleaños de su madre, que llevaba toda la tarde metida en la cocina preparando el menú de la comida, en la que estarían presentes de nuevo todos los miembros de la familia, menos su hermano el mayor.


- ¡Miguel, Miguel. Sal, te los vas a perder! - Su hermano Carlos, que había entrado por el patio, le voceaba desde allí.


- ¡Vamos, sal, está nevando! Si no sales corriendo te lo vas a perder.


Se tiró disparado de la silla que acercaba a la encimera para jugar a su altura, y salió corriendo buscando a su hermano Carlos, que lo esperaba bajo el umbral de la puerta abierta del cobertizo que daba para la calle. Se puso a su lado sin decir nada, mirando como la nieve caía en sutiles copos al suelo, como pizcas de algodón que lo cubrían de blanco ante sus ojos sorprendidos y expectantes.


- Te dije que si no corrías te los perderías. He venido a toda prisa desde el bar para decírtelo; sabía que no estarías al cuidado. ¿Ves, ves las huellas? Seguro que han dejado algo y no te has enterado.


- No, por aquí no han pasado, no han dejado nada. - Dijo él.


- ¿Pero no ves las huellas? Son las huellas de los cascos de los camellos. Mira, ¿lo ves?


- Ya, pero aquí no han dejado nada.


- ¿Estás seguro? Tal vez no hayas mirado bien.


- Te digo que no; pregúntale a madre, ya verás. Ella tampoco los ha visto.


- Es igual - le dijo -, son magos y si quieren no puedes verlos. Pero anda, vete de nuevo, no sea que no miraras bien.


Volvió de nuevo a fijarse en las huellas que se perdían en la sombra de la calle, más allá del foco de la fachada, y de nuevo miró incrédulo a su hermano que lo contemplaba con seriedad, sin el menor atisbo de broma.


-¡Vete! - le dijo -. Vete de una vez y compruébalo. Yo si que no he traído nada, no he entrado siquiera.


Aquello fue lo que necesitaba para salir corriendo de nuevo hasta el salón, al rincón de la vieja estufa de leña donde se ponían los motivos navideños y él tenía colocadas sus botas para los regalos. Y sí, gran sorpresa, enorme alivio para su alma; allí, bajo las patas oxidadas de la estufa y junto a sus botas, se encontraba un pequeño pero perfecto camión de plástico con remolque basculante.

Quedó extasiado un momento mientras miraba el camión pintado con brillantes colores, de grandes ruedas negras y volquete, sin apercibirse de que su hermano Carlos lo miraba en silencio apoyado en el marco de la puerta. 
Nunca sabría que lo ganó para él en una "tómbola" el día de Navidad, gastándose el ella hasta el último céntimo de sus exiguos ahorros y las ganancias de una partida de cartas afortunada con los amigos.
No podía comprarle regalos tan buenos como lo hacía el mayor, que ganaba bastante dinero como para vivir por su cuenta y venir por Navidad como un rey mago, pero no quiso que su hermano perdiera la ilusión, para como él, hacerse mayor antes de tiempo.







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