El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 31 de octubre de 2016

EL HILO CONDUCTOR.










-A veces vienen y se llevan consigo el sosiego, arrastrando a mi corazón por lo que creía desterrado de la memoria. Otras, aparecen para entristecerme con sensaciones imposibles de repetir, por las que un día entregué mi ser entero y que quedaron en el camino con las fuerzas por ellas derrochadas.
Pero también me retornan a los momentos felices, a los pequeños triunfos de la voluntad, a los aciertos de mi decisión; al germen de la persona que soy, con quien convivo en paz después de tanto tiempo de separación, sin saber uno del otro. ¿Se puede vivir sin recordar? - Preguntaron las palabras. -¿Qué significan los recuerdos?


Y el sentir reveló:

-Los recuerdos son el hilo conductor de la memoria, que permite al ser reconocerse en su bagaje por el tiempo. Sin ellos la memoria muere y el ser se convierte en un desconocido de sí mismo. Sin ellos, la vida que sentimos no es posible por inconsciente, pues la vida del ser humano es vida consciente de su transcendencia. 
Los recuerdos contienen sentimientos experimentados, que son guía de la existencia y definidores de la personalidad verdadera. Todos sin excepción son necesarios, pues sin unos, los otros no podrían ser identificados y reinaría en nuestras vidas la confusión, que limitaría más las posibilidades de realización existenciales para conducirnos de regreso a la ley natural del instinto salvaje.

Los recuerdos son retazos de vida que sobrevive al tiempo en la memoria. Son el alma que mantiene habitado el cuerpo, sin la cuál se derrumba y se convierte en materia inanimada.
Difícil es vivir de recuerdos; imposible cuando desaparecen. 



domingo, 23 de octubre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (PARTE V)









Se suele decir que "por un garbanzo no se estropea el puchero". El negocio estaba claro, y si alguno no quería enterarse, ése era yo. Y por supuesto no iba a resultar un obstáculo para el plan, aunque sin mí no fuera posible tampoco. 
¿Cómo decirme que no? Eso era tan poco factible como explicarme que en la península un cuarto de kilo de hachís valía más de veinte mil pesetas, y que clientes no iban a faltar en las maniobras. 
Pertenecía a la pandilla desde el principio y estaba al corriente de cada cosa que ocurría. Me había destacado dentro del orden militar por mi "pasotismo" rebelde, lo que me costaría caro a la larga, aunque por entonces me granjeaba amigos y conseguía que de forma vanidosa, y apenas sin darme cuenta, me sintiera como un icono dentro del grupo. En realidad sólo era un ignorante engreído, que creía conocer la vida lo suficiente como para poder optar por cualquier camino que deseara.

Conocía sobradamente aquel coche endiablado, el famoso Honda Civic de color gris metalizado de nuestro colega el Caballa. En él cerramos el trato. Fue una tarde de invierno, estacionados frente al paseo marítimo cerca del puerto deportivo. Creía entonces haber ganado la mano, aunque en realidad sólo comenzaba mi declive. Y no podría echar la culpa a nadie por ello, pues mi falta de cálculo al tratar de manejar una situación que me quedaba grande, me había llevado a ser demasiado confiado. Llegué a convencerme de que tenía el control cuando mi oposición a realizar el plan en los términos que se nos proponía consiguió poner de mi lado a la mayoría de los participantes y forzar un acuerdo para cobrar en metálico una parte del porte. Todo ello después de graves tensiones, que estuvieron a punto de dar al traste con el plan y que, por primera vez, pusieron a prueba la relación de confianza que existía entre nosotros. Por lo que nada más lejos de la realidad mi convencimiento. Allí se había formalizado lo que sólo estaba en mi cabeza, nada más. Chimeno y el Caballa ya sabían como manejarme. 

Pocos días antes, el Caballa y yo tuvimos un encuentro que, aparentemente, no tenía nada que ver con el negocio que traíamos en las manos. Fue Chimeno quien nos puso en contacto. 
Una chica con la que había iniciado una relación no culminada meses antes de partir a la MILI, me mandó por carta - correo internacional se llamaba entonces - medio "tripi" (ácido lisérgico) desde Londres, donde pasaba los veranos de turista trabajando en los hoteles. Ceúta era una de las puertas de entrada a España del hachís procedente de Marruecos, pero las drogas como el LSD que llegaban desde el norte de Europa eran difíciles de encontrar. Aquello para Chimeno supuso una oportunidad de oro cuando se enteró, pues por entonces yo significaba una china en el zapato de sus planes. Él llevaba mucho tiempo tratando con el Caballa; yo sólo le conocía porque había pertenecido a nuestra compañía; nunca antes había tenido contacto con él. Chimeno me pidió compartir el ácido, a lo cual accedí, pues no me apetecía para nada iniciar el "viaje" en solitario. Pero al día siguiente me comentó que el colega Caballa estaba interesado también, y que si no me importaba compartirlo con él. Sabía de las paranoias que provocaba el ácido y que era una droga para experimentar acompañado, más, en un sitio tan cerrado como Céuta, por lo que accedí de nuevo a su propuesta.  
La intención de los dos era sondearme, y si me negaba, crear un conflicto que me apartara del trato. Y así fue como una tarde fría y gris cortamos en dos el diminuto triángulo de papel secante decorado con un dibujo de "Superman". Supongo que de aquel modo yo gané su confianza y él la seguridad de que no sería un obstáculo a sus propósitos.
Contar como fue aquel viaje es "harina de otro costal" y quizás no venga al caso. Sólo decir que el lugar donde lo hicimos era el más infecto y apestoso de todo Ceúta, los basureros. Y que terminamos dando saltos con el coche por los confines de tan vasto territorio.

  
Aquellas podrían haber sido unas maniobras memorables para mí, pero mi carácter testarudo se interpuso entre lo posible y lo inevitable provocando una derrota innecesaria, que de otro modo - nadie me obligaba a estar en el negocio - podría haber resultado algo positivo. Pero el afán de llevar siempre las cosas a mi terreno, utilizando para ello la retórica de mis planteamientos con el objetivo de atraer la decisión de los demás, me había conducido demasiado lejos. Estaba dando, - sin ser consciente de ello - un paso de liderazgo que ponía en peligro las reglas del juego dentro del grupo.

Chimeno y Mellizo habían llevado siempre la voz cantante en las cuestiones relacionadas con el hachís, en torno al cuál giraba nuestra coexistencia. En sus bolsillos abundaba el dinero y eso lo posibilitaba todo. Mellizo había probado el sabor de la derrota y se mantenía siempre en un segundo plano, pero Chimeno, seguro de su posición de influencia en la pandilla, no estaba dispuesto a retroceder un milímetro. El negocio pasaba por sus manos y no permitiría intromisiones en sus planes. Al contrario que yo, tenía claro que la lealtad no se puede garantizar, que es fácil comprar cuando lo que medran son intereses económicos y particulares. Él era quien tenía algo que ofrecer; yo no tenía nada. Me costaba un triunfo fumar todo el mes, con el dinero que me llegaba de casa apenas cubría los gastos durante la primera semana. Chimeno no tenía problemas de dinero. Cuando salía de paseo se cambiaba en el bar que había a la vuelta del cuartel y hacía sus visitas como cualquier paisano. Yo apenas me molestaba en salir, y lo hacía sólo para suministrar mi vicio, por lo que cambiarme de ropa no me resultaba atractivo. Ya me molestaba un rato tener que ponerme la ropa de "bonito", cuanto más para andarme cambiando otras dos veces.

Pero a Chimeno le sobraban razones para cambiarse de ropa cada día. El dinero es algo que nace para moverse y que desde el bolsillo impulsa la voluntad de quien lo posee. Es imposible retenerlo sin que perjudique a los propios intereses, pues para él, el bolsillo es sólo una celda abierta a la que poder regresar para descansar un tiempo. Por ello que es necesario aflojar sus riendas; sólo de esa manera es posible controlarlo para que retorne de nuevo.

Un día aparecía con un reloj deportivo ultimo modelo. Al siguiente nos enseñaba a todos el cordón de oro y la esclava de plata que se había comprado. Otro, llegaba con un enorme equipo de música que ponía "a tope" para que se oyera en toda la compañía en el tiempo de descanso; o con la última camisa, pantalón, chaqueta o corbata que adquiría a medida en alguna de las boutiques que existían en Céuta. Recuerdo que le gustaban las corbatas.  Siempre se presentaba con gran vocerío y dándose importancia, como si pretendiera que todos se enteraran. Pero todo tenía su razón. Las alhajas y la buena ropa las utilizaba para impresionar a quienes con él trataban de negocios y a las putas que frecuentaba en los prostíbulos. Un domingo por la mañana montó un esperpento monumental en los baños de la compañía cuando se afeitaba las partes íntimas por haber contraído unas ladillas, cosa de la que nos enteramos todos los presentes gracias a sus exclamaciones y juramentos en voz alta. Después, tranquilamente, salió desnudo de los baños hacia su litera entre carcajadas propias y ajenas, mientras lucía sus atributos y nos invitaba a comprobar si aún quedaba en ellos algún inquilino molesto.
Tenía buena planta. Su cuerpo era robusto y bien formado. En el rostro, no demasiado agraciado, destacaban grandes y carnosos labios que cuando se abrían dejaban entrever una dentadura echada a perder por la piorrea temprana, cuya oscuridad trataba de disimular con un diente de oro que daba cierto brillo a su sonrisa.
Dos grandes ojos verdes, inquietos y controladores, lucían por encima de su nariz ancha, ligeramente respingona; y un pelo rubio y revoltoso, al que mantenía a raya con periódicos cortes, cubría su cabeza. Tiraba una aire al Mick Jagger, el vocalista de los Stones. Además era un tipo extrovertido que se mostraba y movía con desparpajo, que no se cortaba con nada ni con nadie, y que imprimía un ritmo frenético y desenfadado a su vida. Eso sí, controlando al máximo su relación con el alcohol y otras sustancias que no fueran hachís.
Cuando sonaba con fuerza la música en el barracón, todos sabíamos que Chimeno se encontraba allí. Era su forma de comunicar a los clientes que el mercado estaba abierto. Empezó siendo nuestro principal proveedor de hachís dentro del cuartel, pero sus tentáculos llegaban más allá de la compañía. 









Después de lo ocurrido con la entrega, todas mis iras se volvieron hacia él, que trató de evitarme en la medida que le fue posible. Pero al final, tras mi insistente petición de explicaciones, me esquivó diciendo que todos pasábamos por la misma situación. Y que no me preocupara, pues si todo estaba correcto, no habría problema para cobrar.
No me quedaba otra que dejarlo correr. 


sábado, 8 de octubre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (Parte IV)




-A pesar de mis esfuerzos por conseguir que la vida militar no me cambiara, haciéndome el despistado, había llegado al ejército para conocer su magnitud. Tres divisiones permanecían formadas en espera de revista. Todo un cuerpo de ejército concentrado en formación de parada que impresionó mis ojos, incapaces de distinguir el final de sus filas . Lo recuerdo perfectamente, pues fue uno de los días que más frío he pasado en toda mi vida.


En la enorme llanura, suavemente cóncava y extremadamente yerma, cuarenta mil hombres agrupados con todo el aparato bélico correspondiente alineado a las espaldas, esperábamos impacientes la revista del teniente general, que parecía que nunca fuera a llegar. El viento ligero proveniente del norte, de la Sierra de los Filabres, era frío como el hielo; entumecía los músculos y dejaba las manos moradas y sin el tacto necesario. Mi compañía formaba la última en una larga fila que se extendía de norte a sur sobre el costado derecho de aquella planicie estéril que precedía al desierto. 
Habíamos llegado dos días antes. No fuimos los primeros, ni tampoco los últimos. Por entonces, debía ser ésa nuestra costumbre para todo. Al contrario que los legionarios, que decían que como ellos no había nadie, nosotros contestábamos que no éramos buenos ni malos, que éramos "regulares". Y a mucha honra, pues pertenecíamos al cuerpo más laureado del ejército español.


Era una mañana fresca que pronto se torno calurosa. El día se pasó entre asentamiento, descarga y preparativos. Moría la tarde cuando terminábamos de montar la tienda de campaña. Fue entonces, por fin, cuando pude desprenderme de la carga que transportaba pegada al cuerpo, la cual llegó a convertirse en una auténtica tortura durante las últimas horas. El esparadrapo me hizo una depilación modelo cebra, que resaltó más el morado de la piel oprimida durante tanto tiempo por aquel apósito innecesario.

Y lo cierto es que "le eché huevos", como se suele decir, pues a mi tienda vinieron a parar los siete kilos de hachís que habíamos embarcado dos días antes. (Es curioso como a veces nos complicamos la vida de la forma más absurda. Sucede sobre todo en la juventud, cuando los deseos se anteponen con mayor facilidad a la razón.) Antes de levantar la tienda practiqué una canaleta con un pequeño dique de contención en su perímetro, como nos habían enseñado para que no entrara el agua.
- ¡Que tontería! - Pensé -. Allí no debía llover nunca. Después, escavé en el centro un hoyo suficientemente grande para alojar la mercancía. Los siete kilos irían a esconderse allí, tapados por el doble fondo de la tienda y todo nuestro material de campaña, fusiles incluidos.


Mis compañeros de tienda eran unos muchachos excelentes, por eso cuando llegamos, Chimeno insinuó que la mía sería la mejor tienda para alojar el hachís.
Uno era un "chinche asustadizo". Lo poco que recuerdo de él es que era muy introvertido, hablaba lo justo y miraba siempre con ojos temerosos.
Por lo general, los nuevos nos veían a los veteranos mucho mayores que ellos - y en realidad lo éramos, al menos en experiencia y picardía - pues cuando ellos llegaban confundidos, despersonalizados por la homogeneidad de sus cabezas rapadas y sus uniformes impolutos, los veteranos llevábamos la ropa usada y sucia y solíamos lucir pelo y unas barbas largas sin cuidar, lo cuál aportaba una pincelada de personalidad y un aire de fiereza a nuestras fisonomías. Era una costumbre allí, cada vez que llegaba un nuevo reemplazo de reclutas, sacudirles la cartera el primer día a la entrada de la compañía con la escusa de hacer una gran merienda de bienvenida, lo cual no era cierto. Para nosotros era la primera inocentada. Aprovechábamos su ignorancia y su temor para corrernos una juerga entre nosotros. No era fácil para los que llegaban decir no a unos tipos con pintas de duros y experimentados, entre quienes se encontraba uno con galones postizos de cabo primera. 

Mi otro compañero era un alicantino de dos metros escasos de envergadura, incapaces de contener la bondad que su ser contenía. Compañeros de literas en el barracón, desde que llegamos al cuartel sintió siempre una cierta admiración por mí, pues me gustaba devorar libros en el tiempo libre y él no sabía leer ni escribir. Sin embargo, en el pueblo había dejado una novia que le esperaba con amor, y para quien me pedía que le escribiera cartas. Escribí para ella un par de veces y después le aconsejé apuntarse a los cursos de formación que el ejercito impartía, algo que pronto hizo y que me liberó de una tarea ardua, pues no sólo pretendía que yo escribiera las cartas, sino que las redactara de igual modo. A la primera, no fui capaz de hacerle comprender que si me inventaba las cosas su novia se daría cuenta de que era otro quien escribía, pero sucedía que él tampoco sabía que decirle. Pensé entonces que su amor no debía tener nada de platónico, que más bien eran la química, y sobre todo la física, las que favorecían un amor agreste y pastoril, salvajemente natural.






La cara de estupefacción que se les quedó a los dos cuando comencé a desnudarme y a desprender las placas de hachís de mi cuerpo, era algo para ver, aunque nada comparable al momento siguiente, cuando del resto del grupo entró para dejar su parte. Todo se cumpliría a la mañana siguiente excepto una cosa, para mí la más importante.
Era un Domingo sumamente caluroso para aquella época del año. Chimeno y Mellizo vinieron a mi tienda a eso de las doce de la mañana para hacer la entrega. El "Caballa" y sus compinches habían llegado y nos esperaban aprovechando el "refresco de la mañana" (tiempo libre hasta la hora del rancho), cuando el campamento estaba en plena ebullición de hombres afanados en sus tareas personales, transitando de un sitio a otro como hormigas en plena actividad. Casi al momento aparecieron Chepu y Botijo, más tarde Javi Madriles y Domenech. Cada uno cogió una parte y nos fuimos juntos a cumplir con lo acordado para finalizar el trato.

En aquellos momentos decisivos retornó toda la presión a la que habíamos estado sometidos durante los días anteriores, haciendo que en los pocos metros existentes entre el campamento y la zona destinada a la recepción de civiles - familiares y conocidos que aprovechaban la concentración para visitar a sus soldados - el peso de nuestra carga se elevara al infinito. La necesidad de soltarlo era apremiante, como si en nuestras manos lleváramos un hierro al rojo vivo.

El Caballa nos esperaba con la puerta de su Honda Civic (año 80) abierta y el asiento del copiloto levantado. Allí fuimos, uno tras otro, de manera rápida, depositando la mercancía. Completado el asunto se dispusieron a irse.

-¡Eh! ¿Qué pasa con la pasta? - Pregunté.

-¿No les has dicho nada, Chimeno? - Respondió el Caballa.

-¿Cómo? - Y mirando para Chimeno exclamé:

-Ése no era el trato. ¿A qué viene esto ahora? Hemos hecho bien nuestro trabajo y habíamos quedado en que una cantidad sería en metálico?

-No levantes la voz, "tío". Van a oírnos como sigas así -. Me dijo Chimeno, que había diseñado el plan con Mellizo en los meses anteriores a fuerza de voces en el barracón de la compañía, y que insistía siempre en que no pasaba nada cuando yo le requería discreción.

De Dios para abajo no quedó en mi boca un santo por desvestir.

-No vamos a soltar nada antes de pesar el material, como es lógico. Vosotros ya habéis tomado una parte por adelantado ¿no? El resto lo arreglaremos en Céuta a vuestro regreso -. Dijo el Caballa mientras los demás callaban.

-No pasa nada tíos, nos fiamos de vosotros - intervino presto Mellizo -. Tirar fuera de aquí. No es lugar ni tiempo para discusiones. Nos estamos complicando la vida en el último momento.

Todo se había vuelto en mi contra y ahora nadie parecía apoyar mi postura, por lo que intenté serenarme para no perder los papeles.

-¡Venga "tíos", tranquilos!- Insistió el Caballa.- No habrá problema. Seguro que todo está bien.

-¡Hijo de puta! - Susurré para mis adentros.

-Vayámonos ya de aquí - dijo el Botijo -, nos estamos exponiendo demasiado.

-Venga, vamos - replicaron el Madriles y Domenech.

- Le eché la última mirada asesina al Caballa y me di la vuelta con los demás camino del campamento mientras Chimeno se quedaba ultimando los detalles con los "camellos". Mis labios quedaron sellados por el sabor amargo del desengaño y todo mi ser se estremeció un momento, poseído por el sentimiento de la traición. No quise mirar atrás, mi orgullo derrotado contuvo la ira sin límites que sentía y me lo impidió.