El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

sábado, 22 de septiembre de 2018

CÍRCULO FATAL.





Se prometió no ver más el mar desde aquella ventana asesina, ni desde ninguna otra. No quería contemplar la serenidad de su calma ni escuchar el rumor suave de su despertar, de la brisa húmeda que transportaba. Le achacaba la amargura de su infelicidad y lo culpaba de la tragedia de la que ya formaba parte. Nunca olvidaría su falso abrazo y jamás perdonaría lo que consideraba una traición. El mar había significado la esperanza en un nuevo camino que se truncó súbitamente en su presencia.

La conoció en la Asociación de Afectados por la Esclerosis Múltiple, a cuya terapia Juan asistía dos veces por semana desde que le diagnosticaran la enfermedad. Ana tenía veintisiete años, dos menos que él. Era hija única en una familia adinerada dedicada a la banca y a la especulación inmobiliaria. La inestabilidad emocional que la acompañaba desde la adolescencia y la irrupción de la enfermedad, habían impedido que terminara sus estudios universitarios. Los episodios depresivos se acentuaron con el tiempo hasta el punto de conducirla al intento de suicidio en varias ocasiones, lo que obligó a sus padres a no dejarla sola en ningún momento. Había sido hermosa, pero la esclerosis que padecía desde los veinte años dislocó sus rasgos exagerando los gestos.
Juan era un chico alto, guapo, que apenas mostraba los primeros síntomas del mal en su cuerpo. Le habían detectado la enfermedad tras consultar al doctor por ciertas dificultades en la visión y falta de tacto y sensibilidad en los dedos. Era ingeniero industrial y trabajaba para una empresa de una importante corporación, empleo que debió abandonar debido a los tratamientos, cuyos efectos secundarios minaban sus fuerzas y su concentración. Sólo llevaba un año en tratamiento y se encontraba en las primeras fases de la enfermedad.
Ambos eran demasiado jóvenes para asimilar el inesperado derrumbe de sus cuerpos y de sus mentes en el proceso evolutivo del mal que padecían, incapaces de encajar el porqué de encontrarse así, allí en aquella situación. Impotentes, arrinconados por el miedo a lo desconocido e inevitable.

Desde el primer día sus miradas se buscaron y coincidieron en el mismo haz de luz, encontrando refugio una en la otra. Pronto también se harían cómplices de sus experiencias con la enfermedad y se revelarían sus dudas y sus miedos más íntimos. Ella, que llevaba mas tiempo padeciendo, le enseñó a reconocer los síntomas de cada brote doloroso conque reaparecía la enfermedad y a prepararse ante sus envites violentos. Él la irradiaba su ingenuo optimismo y su jovialidad natural, quitando importancia siempre a sus salidas de tono y a sus bajonazos, consecuencia directa de la fuerte depresión en la que se hallaba inmersa. Cada uno encontró en el otro el consuelo que necesitaba, pues por duro y difícil de asumir que fuera lo que la enfermedad les deparara, el destino les había colocado en el mismo camino para recorrerlo juntos y no sentirse solos en la desgracia que sufrían.
Y de aquel intercambio de emociones surgió el amor, y con él la esperanza de un futuro donde estarían unidos para resistir cualquier azote del mal.










Daniel no sólo era su hermano mayor, sino su mejor amigo. Iba con él a todos lados, a la terapia también, y fue el primero en enterarse del amor que se profesaban. Juan le dijo que ella era su felicidad a pesar de aquella desgracia, que conocerla compensaba la pena del sacrificio de su juventud y que significaba el motivo más importante de su lucha, además de su propia vida.
Pronto los dos comenzaron a ir juntos a todos los sitios y se presentaron a sus familias respectivas. Juan siempre pendiente de Ana en cada movimiento, para cada cosa; Ana haciendo lo imposible fingiendo que mejoraba para que Juan continuara sintiéndose fuerte a su lado, para que no se derrumbara como ella. Él preparaba todo para que se sintiera cómoda, para que nada la molestara cuando la llevaba a casa de sus padres; ella hacía lo propio si era él quien visitaba la suya, sacando fuerzas de donde no las había para que la viera activa y animada.
Poco a poco fueron tomando consciencia de su afecto, de lo importante que eran el uno para el otro, de la necesidad de dar luz a un camino inevitable que habían prometido recorrer juntos.
Fue entonces cuando Juan la invitó a pasar unos días junto al mar. Su tío tenía un piso en la costa, en primera linea de playa, que dejaban libre a finales de agosto. Un sitio magnífico para pasear por la orilla del mar y disfrutar juntos unos días relajados con la bondad de la luz y las noches mediterráneas.
Ella asintió por él, aunque realmente no le apetecía nada en aquellos momentos. El nuevo tratamiento, en fase de experimentación como todos los que había tomado anteriormente, tenía efectos secundarios desconocidos para ella. Llevaba los últimos días demasiado intranquila e irascible y con un estado orgánico deplorable, pero no quería hurtar la ilusión a Juan, que se mostraba deseoso de realizar el viaje convencido de que era lo mejor para distraerla de sus padecimientos. Daniel, que también iba con su novia, llevaría el coche. Aparte de su imposibilidad, las familias no hubieran permitido que fueran solos, pues aunque Juan era un muchacho prudente que mantenía todavía un ochenta por ciento de su autonomía, era la falta de estabilidad emocional de Ana lo que más preocupaba a los familiares, pero Juan consiguió convencer a sus padres de que el cambio de clima vendría bien a los dos y que estaría segura a su lado.











Para los padres, la relación que habían iniciado era un respiro, un alivio dentro del infierno que suponía la enfermedad degenerativa de sus hijos. Y que se entendieran, verles felices cuando estaban juntos, era el mejor consuelo que podían recibir. Juan resultó ser un bálsamo para los padres de Ana, pues con él, Ana encontraría una estabilidad emocional que nunca había conseguido. Y a su vez para los padres de Juan, ella suponía la ilusión de su hijo, por la que sacaba cada día lo mejor de su corazón, que no era poco ni pequeño, y que a pesar de la situación calamitosa e irreversible de sus vidas abría un camino a la esperanza a través del amor.

Realmente el destino cumplía todas las expectativas. Era un lugar maravilloso, perfecto para la ocasión, y a primeros de septiembre el clima estaba espléndido.
Comieron nada más llegar en la terraza de un restaurante de la playa y después subieron al piso que se encontraba a pocos metros de allí, un décimo en primera linea con una enorme terraza acristalada que miraba al mar, desde donde se podía ver salir al sol cada mañana sobre el horizonte del mar.
Los cuatro se quedaron impresionados, la vista era magnífica desde allí. Merecía la pena haber hecho el viaje aunque sólo fuera por aquella estampa, por estar en aquel momento. Sacaron  fotos con sus "smartphone" y después se hicieron una los cuatro juntos, apoyados en la barandilla del balcón de la terraza, de espaldas al mar.

La tarde les resultó estupenda paseando por el bulevar mientras contemplaban los rascacielos, las urbanizaciones de apartamentos y las residencias más exclusivas hasta la caída de la noche, y después bajo la iluminación de las terrazas de los restaurantes, de las tiendas y los puestos de venta callejeros, de las atracciones para niños y del alumbrado urbano, que con su potente resplandor iluminaba todo el litoral.
Se sentaron en una terraza frente a la playa y tomaron un refresco. A todos le sorprendió la entereza de Ana, que parecía la menos cansada, pues a pesar del viaje y de no haber parado prácticamente en todo el día, se mostraba más animada que los demás. Ana solía cansarse rápidamente, debiendo seguir un horario de actividades y descanso muy estricto, pero aquel día se había saltado las normas. Todos se mostraban muy contentos por ello, sobre todo Juan, que creía haber acertado con su propuesta de vacaciones.
Después subieron al piso para dormir. Ana estaba desvelada, no quería irse a la cama. Juan y ella se quedaron un buen rato sentados en las tumbonas de la terraza  mirando al mar mientras charlaban, hasta que el fresco de la noche los echó de allí y por fin se fueron a descansar.














Cuando Juan se despertó no encontró a Ana en su cama. Se levantó rápidamente y muy asustado se dirigió a la terraza. Ella se encontraba allí, apoyada en el balcón con la mirada clavada en el suave oleaje plateado de la marea, que comenzaba a retirarse lentamente.

-¿No has dormido bien? - Le preguntó.
-No, la verdad es que no - le dijo-. La migraña no me ha dejado descansar tan siquiera.
-¿Y ahora como te encuentras?
-Mejor, tomé un analgésico y se me ha pasado, pero me ha dejado todo el cuerpo revuelto. Parece que me han dado una paliza.
-¡A ver. Ayer no paraste en todo el día!
-La verdad es que no pensaba encontrarme esto, es tan bonito...
Me encanta el rumor del mar, su calma me trasmite serenidad. Me siento bien junto a su regazo. Gracias por traerme aquí, nunca lo olvidaré.
-Hoy por la tarde nos daremos un baño, si quieres claro - dijo Juan -. Y ahora, en cuando desayunemos, bajaremos a dar un paseo descalzos por la orilla de la playa.
-No me apetece mucho - dijo Ana -. Estoy muy cansada y revuelta.
-Te hará bien respirar la brisa salada y pasear descalza por la arena. Pero si quieres descansar, no importa, yo me quedaré aquí contigo.
-No, tienes razón, me vendrá bien un paseo. Y a ti también, se cuanto te gusta el mar.

Pero por la tarde, después de la rigurosa siesta, Ana no quiso bajar a la playa para bañarse, sólo la insistencia de Juan y de la novia de Daniel para que les acompañara consiguió que accediera a ir con ellos aunque no se bañara.
Juan estuvo pendiente de ella todo el tiempo, incluso metido en el agua no le quitaba el ojo de encima. Presentía algo, pero no sabía qué. La encontraba muy rara, como nunca antes la había visto. 
El baño terminaría pronto por la indisposición de Ana, que comenzó a ponerse nerviosa e impaciente. Regresaron al piso, donde pasaron el resto de la tarde. Daniel quería salir con su novia a cenar fuera, así que Juan les dijo que utilizasen primero el aseo si querían darse una ducha antes de cambiarse de ropa. Dado el estado de Ana, no pretendía salir. Mientras la otra pareja se preparaba, Juan y Ana se sentaron de nuevo en la terraza, frente al mar tranquilo.












-¿Qué te pasa? Te encuentro rara -. Le dijo. 
-No me pasa nada - le contestó -. Será el tratamiento nuevo. Me encuentro muy revuelta por dentro desde que comencé a tomarlo.
-Ayer estuviste bien todo el día, ¿no?
-Tal vez el no haber pegado ojo en toda la noche me haya dejado mal cuerpo, no lo se.
-Bueno, no pasa nada - continuó Juan -. Me quedaré contigo. Mañana seguro que estarás mejor, entonces iremos también de cena por ahí.
-No se Juan, no me encuentro bien. No sólo es mi cuerpo el que no se asienta, es mi mente que no logra tranquilizarse.
-Pero, ¿qué te preocupa? Estoy a tu lado, ¿es que no te gusta este sitio?
-No, Juan, cariño. No es eso. El sitio es maravilloso, y tú lo eres también. Nada me hace tan feliz como que estés a mi lado. Pero no se, no logro superar mi angustia. Pienso en nosotros, en nuestro amor, que siempre estará expuesto a las trampas del dolor, de la imposibilidad. ¿Hacia donde camina nuestro amor, si ni siquiera un día podremos cuidar el uno del otro?
-No tienes que pensar en eso. Lo que tenga que venir vendrá. Estaremos juntos frente a ello y eso es lo importante. Si confiamos, si nos preocupamos uno por el otro, afrontaremos lo que sea.
-¿Pero cómo? Dime cómo cuando no tengamos fuerzas para sostenernos a nosotros mismos.
-No, eso no ocurrirá. Somos muy jóvenes y la ciencia está avanzando mucho. Descubrirán algo en cualquier momento, te lo aseguro, ya lo verás. Debes tener fe.

Ana rompió a llorar. Juan la abrazó contra su pecho pues no dejaba de temblar, la angustia había ahogado con lagrimas su garganta y sólo conseguía articular un gemido débil en sus brazos, como un gato herido.
Daniel, que salía cambiado de ropa con su compañera, intentó preguntar a Juan qué pasaba; pero éste, con el dedo en sus labios le pidió silencio, y después con otro ademán de mano les invitó a salir, a no demorar sus planes.
Al poco se quedaron solos. Siguieron abrazados durante un tiempo. Ella, en aquel abrazo se liberó del terror que había invadido sus pensamientos y se relajó hasta quedarse dormida.
Él la colocó suavemente sobre la tumbona en la que se sentaba y la tapó con su toalla de playa.
Se quedó un rato contemplándola mientras dormía y después cerró con cuidado la galería acristalada para evitar que la corriente fresca la despertara. Estaba empezando a anochecer.
Pensó darse una ducha, pero temía dejarla sola. Acudió de nuevo a la terraza para percatarse y vio como seguía durmiendo. No tardaría más que unos pocos minutos. Necesitaba ducharse, había estado sudando todo aquel tiempo y su piel desprendía un aroma salado.
Entró en el cuarto de baño dispuesto a darse un agua rápida.

Daniel y su novia regresaban en aquellos momentos al piso. Ella había pisado en la rejilla de un sumidero de aguas rompiendo el tacón de uno de sus zapatos. A lo lejos vieron gente arremolinada en la calle, frente a su portal, luces parpadeantes de ambulancias y de coches de la policía y mucho ruido y bullicio al rededor. Aceleraron el paso.
Juan salió de la ducha con la toalla atada a su cintura buscando a Ana la terraza, pero cuando llegó la tumbona estaba vacía. El corazón le dio un vuelco y corriendo se acercó al balcón, miró hacia abajo y vio el cuerpo de Ana estrellado en el suelo, rodeado por una multitud de gente curiosa. No pudo reconocer a su hermano, que acababa de llegar y que en aquellos mismos instantes, después de ver a Ana muerta en la acera, miraba al balcón buscándole a él. Daniel comprendió entonces que ya nunca más podría dejarle solo. Arrancó a correr por el portal buscando desesperadamente el ascensor.