-Tras un instante de desolación infinita, como un torrente imparable fluyendo de mis ojos, corrieron por las mejillas lagrimas de felicidad que desterraron la soledad impostora, aquella que vacía al ser de utilidad para que muera de forma imperceptible. Sentí entonces la revelación que descargó de culpa mi alma por los errores de mi mente; por el tiempo perdido entre la incomprensión y el desconocimiento; por el desengaño propio y ajeno de mi personalidad tempestuosa.
Era el amor, sentimiento profundo que se revelaba como constante, como energía vital que había conducido mi existencia hasta aquel momento de consciencia esencial.
Y me sentí parte de un todo inabarcable que recuperaba la utilidad de mi existir y me impelía a continuar sin preguntarme de que modo y hasta cuando. El amor era mi protector, garantía de continuidad. A él me debía pues en él me sentía engendrado. Y por él guiaría mis pasos, que nunca más dejaría desviar de su camino por el engaño, el temor o el resentimiento.
Las lagrimas cesaron dejando sus cauces secos sobre la piel, apenas perceptibles ya. Como el sentimiento de vacío que me inundaba, y que rebosó de mis ojos salvando a mi alma del océano de soledad en el que había naufragado.