El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 12




























Al cubierto del manto oscuro de aquella noche de verano, José y su sección de tiradores fueron trasladados  al Vértice Mosquito, donde el capitán Gómez Landero resistía con su compañía. Su misión era penetrar en las líneas enemigas durante la noche con un pequeño grupo de hombres para matar a los centinelas y cortar las comunicaciones entre ellos, dificultando así el ataque republicano de la mañana.

José situó la mayor parte de sus hombres cubriéndoles las espaldas en dos líneas de fuego paralelas sobre los puntos más estratégicos a lo largo de quinientos metros. Después se adentró en la tierra de nadie con un pelotón de hombres reptando sigilosamente sobre el terreno, camuflándose entre los socavones producidos por las bombas. 
Delante de los hombres, pistola en mano dirigiendo sus movimientos silenciosos, los condujo a escasos metros de la linea que recorrían los guardias republicanos. Podían ver sus siluetas y la nube de humo que dejaban mientras fumaban, hasta oler el aroma rancio del tabaco y oír como charlaban. 
Quedaron parados en el pequeño talud que se levantaba sobre el terreno antes de la alambrada. Con extremo cuidado la cortaron con una pequeña cizalla, dejando un hueco lo suficientemente amplio para pasar sin enredarse. Cruzaron al otro lado, pero se encontraron con una nueva, lo que obligó a parte del grupo a retroceder mientras se abría el nuevo hueco. Una vez superada la doble alambrada quedaron parados con los cuerpos tendidos en el suelo a escasos metros del paso de los vigilantes. Habían llegado al punto donde se encontraban los soldados de guardia, que aprovechando el momento encendían un cigarro, echaban un trago, o simplemente entablaban una breve conversación. Repartió a sus hombres a un lado y al otro de la linea de guardia, justo en el punto en que desaparecían los soldados en la oscuridad tras haberse encontrado y dado la media vuelta. En ese momento exacto atacarían a los vigilantes para cortar sus cuellos sin darles tiempo al menor suspiro. En ello los moros eran especialistas. Luego se pondrían sus ropas y buscarían el próximo enlace haciendo lo mismo con el siguiente centinela. Entre tanto José, ayudado por un par de hombres, tendería una linea de mecha que enlazaría una serie de cartuchos de dinamita a lo largo de la trinchera y que serían detonados a distancia en el momento oportuno. Todo estaba preparado con los detonadores correspondientes.

Entraron en acción en el último turno de la guardia como gatos detrás de su presa. Los moros eran silenciosos, ágiles, y no dejaban rastro. Fueron liquidando, uno a uno, a todos los vigilantes en el espacio planeado, que se interrumpía tras una precipitación del terreno que formaba una brecha natural, donde se cortaba por unos metros la linea de guardia. Sujetaron las mantas y la ropa de abrigo de los vigilantes sobre palos clavados en la tierra, intentando simular soldados con sus cascos y sus fusiles en las manos para que diera la sensación de que permanecía la guardia. Una vez completado el trabajo se retiraron con toda la celeridad que le permitían la discreción y el terreno dificultoso. Cuando José regresó de nuevo con el pequeño grupo con el que partió, los muchachos se pusieron eufóricos de alegría. Ningún movimiento extraño se apreciaba tras las lineas enemigas y todo permanecía bajo la calma relativa de la noche.

Al amanecer todo estaba preparado para el combate. Los "Pacos"- así llamaban a los francotiradores - posicionados adecuadamente . El término "Paco" procedía de los tiradores indígenas en la Guerra de Marruecos, que permanecían apostados durante horas, y hasta días enteros, para controlar un paso o posición y matar españoles. En los barrancos del desierto el disparo de los fusiles producía un sonido "pa", que era devuelto por el eco en forma de "co".
Ahora su misión consistía en cubrir los espacios más importantes de penetración de la infantería republicana, impidiendo el avance regular de las secciones destacadas en el ataque. Matar oficiales era su propósito, de esta manera intentaban desarticular la estructura operativa de las distintas unidades.

Se oyeron grandes voces al otro lado de la tierra de nadie y los francotiradores comenzaron a disparar. Fue el momento en el que las cargas fueron explosionadas, causando descontrol y desasosiego en las lineas republicanas. La respuesta fue inmediata. Su artillería comenzó un fuego indiscriminado sobre el cerro Mosquito. Emplearon toda su potencia y después a la aviación, que resultó fuertemente contestada por los Messerschmitt y los Junkers alemanes. Era la primera vez que el espacio aéreo comenzaba a estar controlado por las fuerzas nacionales. Las compañías republicanas de la XV Brigada Internacional, soldados todos experimentados en el combate, quizás las mejores fuerzas del XVIII Cuerpo de Ejército republicano, se estrellaban una y otra vez contra la feroz resistencia de los hombres del capitán Landero. El mismo conducía a sus hombres desde la primera linea de combate y los alentaba con su presencia y valor. 
Durante más de veinte minutos un auténtico baño de fuego cayó sobre ellos sin que durante ese tiempo pudieran levantar sus cuerpos del suelo. Cuando cesó la tormenta de fuego y metralla los hombres estaban consternados, prácticamente descolocados por el terror. En sus rostros se apreciaba el espanto y el pavor que inutilizaban sus cuerpos en un impás de desconcierto que les impedía luchar. Entonces el capitán, rehaciéndose entre los escombros, ordenó a sus hombres contraatacar a las fuerzas republicanas que estaban a punto de desbordarlos y que peligrosamente se habían colado por retaguardia. Había compañías retrocediendo peligrosamente y sus hombres también deseaban hacerlo, pero el Capitán Gómez Landero se lanzó en persona al contraataque arrastrando a sus hombres con él. El choque fue espantoso, pero la valentía del capitán imprimió a los soldados una fuerza inusitada que posibilitó detener la ofensiva y después rechazarla enérgicamente, evitando a su vez el repliegue de posiciones de las compañías que comenzaban a retirarse de la defensa. En ese preciso momento, cuando el capitán mandaba con energía a sus hombres para que rechazasen el ataque, una bala enemiga se alojó en su vientre, lo que no impidió que siguiera dirigiendo con bravura la compañía pistola en mano. Pero una nueva bala le entró por la región sacra rompiendo su espina dorsal. No superó el traslado hasta el hospital y murió.




Fue magnífica la resistencia opuesta, hasta el punto que las fuerzas atacantes republicanas que luchaban con un valor y un arrojo propios de soldados experimentados y convencidos de sus fervientes ideales, quedaron consternados ante el empuje del contraataque nacional y tuvieron que retroceder. Una y otra vez se estrellarían contra el cerro Mosquito las compañías republicanas, quedando diezmadas la XV y la XIII Brigadas Internacionales. Los Heinkel alemanes arrojaron su mortífera carga sobre la retaguardia republicana incendiando sus posiciones. Lanzaban bombas de cincuenta kilos que levantaban a los hombres y los sacos terreros a varios metros del suelo, junto a bidones de gasolina que se incendiaban dejando el horizonte como si fuera el mismísimo infierno. Los soldados morían abrasados, pegados al suelo. Otros corrían como locos, incendiados de un lado para otro hasta que una bala amiga o enemiga detenía su caótica carrera. Se moría y se moría, por inercia del combate. Los hombres luchaban por sus hombres caídos, masacrados, y se recrudecía con más intensidad la batalla. El odio aumentaba las fuerzas maltrechas de los hombres y el deseo de venganza alimentaba su aliento, y cuanto más intentaban resarcirse, más se revelaba contra ellos su deseo.

Las Brigadas Internacionales se componían de hombres alistados en muchos países de Europa como: Rusia, Polonia, Francia y Gran Bretaña entre otros. También los hubo que cruzaron el Atlántico desde Estados Unidos y Canadá. Eran jóvenes románticos e idealistas que luchaban por un concepto de sociedad más justa, libre e igualitaria, en un país que no era el suyo y que trataban de reinventar sin tener en cuenta el fuerte carácter de un pueblo durante largo tiempo unido, el más antiguo de Europa; el viejo imperio caído que durante siglos fuera tan admirado, temido y envidiado.
 Los soldados del bando sublevado eran profesionales, hombres que luchaban por su tierra, sus familias y tradiciones. Hombres orgullosos, acostumbrados a un sentimiento de nación aglutinante de diferentes potenciales en un sólo estado fuerte y centralista, opuesto al concepto diferenciador de las distintas nacionalidades que la República impulsaba. El concepto de nación se enfrentaba al concepto de estado federado, ésta era la base política de la contienda. Durante la República, aquel enfrentamiento conceptual y político en torno al estado abrió demasiadas heridas en un cuerpo ya de por si bastante golpeado. Como siempre, la guerra fue inevitable.

España, sin lugar a dudas, no había permanecido ajena al devenir histórico de los movimientos sociales en Europa, muy al contrario, formaba parte importante de su evolución, y ahora, a su vez, se transformaba en el primer enfrentamiento definido por las nuevas ideas de sociedad que los albores del sigloXX  habían traído.

En España se enfrentaban jóvenes demócratas, convencidos comunistas y anarquistas idealistas, unidos en contra del nuevo concepto fascista de sociedad que pretendían los sublevados, y que como el resto de los movimientos corría con mayor éxito por Europa en los años treinta del sigloXX. El enfrentamiento tenía carácter universal, en cuanto que por vez primera combatían sobre el terreno las fuerzas ideológicas predominantes, que ensayaban una contienda a escala menor de la que sobrevendría después.


El día 10 de julio la ofensiva republicana sobre el frente del centro fue contenida. A partir de ese día y en los siguientes hasta el dieciocho, la batalla se convirtió en una guerra de desgaste que terminó diezmando de muerte al XVIII Cuerpo de Ejército republicano. Franco puso al mando del contraataque nacional al General Varela. El ejército nacional había sido reforzado a tiempo con la IV y V Divisiones Navarras por el ala derecha, la 13 del general Barrón junto a la recién creada 12 de Asensio Cabanillas por el centro, y la 150 de Sáenz de Buruaga por el ala izquierda. La 71 división había conseguido contener la ofensiva mientras tanto.
Además, el refuerzo aéreo de la Legión Cóndor alemana desequilibró a su favor la batalla en el aire. Los más modernos aviones alemanes y los Fiat italianos fueron decisivos en el apoyo artillero, destrozando la retaguardia enemiga y sus reservas de material, y causando pavor en las filas republicanas por el número de bajas que les provocaban.
Varela concentró toda su potencia acorazada de tanques para conseguir una punta de lanza que rompiera la capacidad ofensiva republicana, que contrariamente, dispersaba sus fuerzas acorazadas en apoyo de las unidades de infantería y las hacía inoperantes entre sí. Tal vez aquella fue la clave decisiva de la batalla, que consiguió que el XVIII Cuerpo de Ejército republicano se derrumbara por el centro destrozando literalmente sus mejores divisiones. Fueron días de fuertes y violentos ataques y contraataques por ambas partes, pero las fuerzas nacionales eran reforzadas continuamente mientras en el lado republicano, a fin de reservar fuerzas suficientes en el frente de Aragón, las divisiones no fueron reforzadas ni relevadas en el momento adecuado, lo que significó una masacre absurda de hombres y una pérdida de material irrecuperable.

Con destreza y acierto Varela manejaba la preparación artillera conjuntada magníficamente con los ataques de la aviación, que barriendo en sucesivas pasadas las lineas enemigas, causaba estragos y desolación en las tropas republicanas, que se verían forzadas a retroceder en sus posiciones. La XV División Internacional fue aniquilada prácticamente mientras trataba de tomar el Vértice Mosquito. Sus valientes y abnegados soldados atacaban una y otra vez, sin desánimo, aún intuyendo que su muerte era segura, que nunca serían relevados. La XIII Brigada Internacional, desmoralizada abandonó el combate para dirigirse a Madrid por Torrelodones, pero fue detenida en los altos del Pardo. La XV Brigada, barrida literalmente del campo de batalla, perdió a su jefe Jeorge Nathan.
La contraofensiva causaría también un elevadísimo número de bajas en el bando nacional, pues de igual modo que antes lo hubieran hecho ellos, ahora los republicanos se defendían con bravura y devoción luchando hasta el límite de su resistencia. Sus contraataques eran fieros y desesperados y de sus carencias sacaban fuerzas titánicas para repeler las embestidas del enemigo. El incesante fuego de la artillería y de la aviación nacionalistas, unido a la escasez de agua y víveres, las enfermedades infecciosas como la disentería - que provocaban en los hombres diarreas interminables - con un calor sofocante por encima de los cuarenta grados y la falta de relevos, hacían que muchos soldados republicanos se volviesen locos. Algunos salían desnudos de las trincheras totalmente enajenados y sin saber ya donde estaban, formando un blanco perfecto para los tiradores, que a veces sus compañeros evitaban disparándoles a las piernas para que no fueran abatidos.

Las tragedias ocurrían con la naturalidad conque la noche da paso al día y viceversa. La 46 División del Campesino, destacada en Quijorna junto al río Perales, siempre era objeto de rumores. Se decía que tras un ataque salvaje y furioso sus tropas habían detenido a todo un batallón de moros regulares a quienes acusaban de la masacre de una compañía republicana. Por lo visto habían matado a todos sus hombres y después les habían cortado los genitales para introducirlos en sus bocas. El hecho había herido tanto la moral de las tropas del Campesino, que ciegas de odio y sedientas de venganza pasaron por las armas a todo un batallón de regulares. En silencio, sin que se oyera una voz entre los que mataban ni en los que morían.


La IV Brigada Navarra contraatacó en el sector de los Llanos con auténtica bravura, abriendo una cabeza de puente sobre el río Perales y recuperando en un primer momento las posiciones iniciales. Las fuerzas del Campesino, apoyadas por la 35 división de Walter desde la retaguardia - que por fin entraba en acción -, desalojaron de Los Llanos a la IV navarra, que no obstante ofreció una heroica resistencia. Los hombres del Campesino consiguieron destruir su cabeza de puente mientras le provocaba un número de bajas elevadísimo.

José mantenía el grueso de sus hombres, y aunque inevitablemente perdiera algunos de ellos en la defensa del Vértice Mosquito, estaban preparados para la ofensiva final que pronto se produciría. Su batallón pasaría directamente a apoyar a la División número 13 de Barrón por el centro, en su maniobra para recuperar Brunete.

Con el XVIII Cuerpo de Ejército republicano desarbolado por completo y el V cuerpo de Modesto, con la división de Lister como punta de flecha sobre Brunete bastante debilitada, el día 18 de Julio Varela lanzó una fuerte ofensiva anticipada por una impresionante y bien coordinada preparación artillera que rematan los bombarderos de la Legión Cóndor, dejando el campo de batalla como un campo quemado, salpicado de cuerpos esparcidos. Compañías enteras sucumben, desaparecen por completo. La XIII División acorazada del general Barrón con sus tanques consigue profundizar sobre Brunete con ayuda de la V brigada de Navarra - que es desplazada desde el frente Romanillos para apoyar la ofensiva - y ganan la cota 672, vital para la toma final de Brunete.

Los republicanos trataron de reorganizarse y sustituir a la muy debilitada 11 división de Lister por la 14 de los anarquistas de Mera, poco acostumbrados a batirse sin tener cubiertas las espaldas. Incluso Lister y Modesto se opusieron a Rojo en esta decisión, pero la necesidad de relevar a la 11 hace que cedan.
Intentan reforzar el sector del centro con los restos de las unidades del XVIII Cuerpo de Ejército que todavía se encuentran operativas, reorganizándolas en nuevas compañías; compañías fantasmas donde los hombres se desconocen, lo cuál propicia una desventaja a la hora de combatir.

El día 24 Franco ordena una ofensiva total sobre todo el frente.
Rugen a lo lejos los trimotores que anuncian una tormenta de fuego y el campo queda en silencio. Callan los pájaros que despertaron al amanecer y los hombres esperan su fatal destino. Todo está decidido, más los soldados lucharán hasta el final convencidos de sus ideales, por sus compañeros caídos, por lo que su hazaña ya representa.

Tras la lluvia de bombas se sucede el ataque de la artillería, que convierte en mero escombro lo que ya era una ruina, Brunete. Los hombres de Lister y Mera son obligados a retroceder hasta las afueras del pueblo, desde donde resisten las embestidas de los batallones de regulares y legionarios, que uno tras otro son repelidos con bravura. Consiguen en heroica acción reconquistar el pueblo y ofrecen dura resistencia a los nacionales, a quienes, con pocos medios ya, causan grandes pérdidas. Pero una y otra vez, oleadas de legionarios y moros regulares se abalanzan sobre ellos. Se combate casa por casa, ruina por ruina, cuerpo a cuerpo. Los republicanos, desbordados y carentes de los medios necesarios se retiran al cementerio, donde se hacen fuertes con la esperanza de que la aviación no bombardee sus posiciones. Pero los nacionales emplean cañones de infantería de tiro raso que devastan por completo a las fuerzas destacadas en el cementerio. Cuando entran las últimas compañías de regulares a sangre y fuego, entre las que se encuentran los hombres de José, los supervivientes ya han desaparecido.

José mira a su alrededor y ve un pueblo destruido hasta sus cimientos, lleno de cuerpos muertos ensangrentados y humeantes. Y entre el humo y los escombros distingue la silueta de un perro, que miedoso y aturdido camina entre los cadáveres. Es una perra de caza, blanca, con grandes manchas marrones, a la que llama para que vaya a su lado. El animal mueve el rabo de un lado para el otro con su cabeza gacha, mirando a José con ojos temerosos. José se pone en cuclillas, y golpeando repetidas veces con suavidad su pierna derecha, la llama diciendo: - Vamos, vamos; ven aquí, vamos bonita ven -. Poco a poco va acercándose hacia ella sin levantarse del todo, sin dejar de llamarla, hasta que consigue cogerla con la mano y acariciarla. - Hola bonita, hola. ¿Qué tal? Tranquila, vendrás con nosotros.


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