El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

jueves, 15 de diciembre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 54





Regresar, ésa era la palabra que definía el momento; volver al punto de partida después de desgastarse durante la dura entrega necesaria. Regresar, pero de manera reconocible aun desgarrado a jirones. El mismo hombre que un día debió partir y que volvía cambiado, naturalmente. ¿A quién no afecta la guerra como para dejarle indiferente?¿A quién, el paso del tiempo no provoca arrugas en la piel? Pero nada podía ser más grande que haber sobrevivido a la entrega sin concesiones que la vida le exigiera; y aunque lleno de heridas, de aquellas que nunca cicatrizarían con el paso del tiempo, de nada sentía necesidad de arrepentirse, pues todo lo hizo por apremiante obligación y guiado solamente por su forma de ser, su sensibilidad y los escasos conocimientos de su joven edad. Todo lo puso al servicio que exigía lo que en cada momento era necesario, y siempre pensando en el objetivo principal: sobrevivir con quien a su lado estaba. No tenía porqué arrepentirse de nada, ni siquiera de haber matado a sangre fría, pues en ello sólo buscó evitar consecuencias peores y no hubo crueldad.
Tampoco era algo que lo hiciera sentirse orgulloso, derramar sangre de un ser igual que él no producía la misma sensación que matar a cualquier otro animal. Era como si en su interior muriese algo que permanecería sepultado en el fondo de su alma para siempre.
Mas la vida había triunfado y él era su testimonio, al menos para los suyos. Tomás le había dado noticias de los primeros compañeros y todos permanecían con vida después de los acontecimientos pasados. Se acordó de su corazonada en las sierras segovianas, cuando auguró a sus camaradas de escuadra que sobrevivirían a la guerra. Fue como una visión, algo más que el deseo de permanecer juntos, de perdurar; y aunque el destino los separaría, José nunca había dudado de aquella señal.


Una cálida y acogedora sensación inundó sus sentidos cuando el tren llegó a la pequeña ciudad de provincia de la que partió, Zamora. Sus ojos no pudieron contener el canal emocional que reventó desde su alma y de ellos brotaron desbordadas las lágrimas, tan necesarias como el oxigeno, como el agua que mantenía vivos los tejidos de su cuerpo. Cuando puso pie en el suelo y respiró el aire que llegaba del oeste y que reconoció al instante, el mismo aire que tragara al nacer cuando rompió a llorar por primera vez, por el que había luchado con tanta entrega hasta regresar, sus fosas nasales se expandieron para llenar los pulmones del gas vital que ahora sentía como si le perteneciera, y que trajo de nuevo a su memoria el famoso dicho: "Zamora no se ganó en una hora". 


Había aprendido desde pequeño que Zamora supo defenderse del asedio a la que fue sometida durante siete largos meses por las huestes de Sancho II para arrebatársela a su hermana Doña Urraca - reina de Zamora por el año 1o72- y reunificar el reino de León y Castilla dividido tras la muerte de Fernando I "el Magno". Pero Zamora supo resistir, decantando el asedio a su favor cuando al paso de Bellido Dolfos - noble de la ciudad y leal a Doña Urraca - se cerró el mal llamado "Portillo de la Traición", donde el Cid, impotente por la infructuosa persecución, debió llorar a su rey asesinado a manos de quien fuera su vasallo y amigo personal.

La historia de León y Castilla se resolvería como lo hacía el destino de sus reyes, arrastrados a intrigas por el poder entre hermanos, donde la traición y la lealtad eran difíciles de diferenciar. 



La luz dorada de un atardecer azul, sin nubes, comenzaba a ocultarse detrás de los tejados presagiando una fuerte helada nocturna, mas la tarde era tibia aún y a José le pareció propicio acercarse a la ciudad para reponer algo su estómago vacío y pasar la noche. Era mejor regresar de día, a los ojos de cualquiera que pudiera verle, la guerra no había acabado aún y su salvoconducto no lo libraría de los peligros de una detención nocturna. No sería la mejor manera de regresar. Pretendía hacerlo sin tener que agachar la cabeza, sin rebajar la mirada, y no quería pasar la noche detenido hasta que todo se aclarase.


Dejaron atrás la vieja estación que todavía se conservaba en pie gracias a la guerra, pues interrumpió las obras de la nueva, que habían sido inauguradas un año antes del estallido del conflicto por el entonces presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora.

Subieron por la "Cuesta de las Viñas" hasta la Ronda de las Tres Cruces, y desde allí, tomando la Avenida de la Libertad llegaron a la Calle San Torcuato, la otra gran arteria que junto con Santa Clara articula el centro comercial y administrativo de la ciudad. Ambas parten de la Calle Alfonso IX y discurren hacia el interior buscando la Plaza Mayor para converger en la breve Calle Renova, última antes de llegar. En conjunto, las tres calles albergaban un rico patrimonio monumental. San Torcuato con el Palacio de los Momos, de estilo renacentista, y Santa Clara con la Iglesia de Santiago del Burgo, de estilo románico, convergen en la Calle Renova con un importante numero de edificios de estilo modernista, para desembocar en la Plaza Mayor.

 Entraron en ella dejando a su izquierda San Andrés y la Calle de Balborraz, que en una gran pendiente conecta el casco antiguo con el río Duero. Balborraz fue importante en el siglo X por ser una calle gremial que enlazaba la judería vieja con el centro político y administrativo de la ciudad. Una ciudad levantada sobre una protuberancia rocosa a casi cuarenta metros sobre el nivel del río que la bordea por el sur. De sus murallas tomó el apodo de "la bien cercada", igual que por el temple de sus gentes, nobles y leales, adquirió su título como ciudad, otorgado por Enrique IV a finales del siglo XV.



Zamora es cuna de héroes como Viriato, con quien Roma  firmaría la paz tras ocho años cosechando derrotas frente a su táctica de guerrillas. Un pastor, que como experto conocedor del medio que le había visto crecer y del carácter de las gentes que componían las tribus autóctonas y que supo unir en torno a su caudillaje, se convertiría en un verdadero estratega que obligaría a retroceder a las legiones romanas hasta conseguir un acuerdo de paz y el reconocimiento del senado romano de su persona como líder de su pueblo. Sólo después, y comprando la lealtad de sus generales para que lo asesinaron mientras dormía, Roma podría deshacerse del ariete que rompía cada uno de sus empeños por dominar Iberia.




Zamora compondría su bandera, "la Seña Bermeja", incorporando ocho tiras rojas - una por cada victoria de Viriato frente a las legiones de Roma - y sobre ellas, una banda verde esmeralda representando la que colgara de su hombro Fernando el Católico durante la Batalla de Toro en 1476, y que tras su victoria, otorgaría a la bandera de la ciudad por la ayuda y los auxilios prestados.



Pasaron por debajo de la galería que forma la fachada porticada del antiguo ayuntamiento. Un edificio de estilo plateresco del siglo XVII con reminiscencias góticas. Su fachada, escoltada por dos torres laterales, está dividida en dos tramos distintos según la altura. En la parte de abajo, de clara influencia renacentista, cuatro grandes arcos de medio punto sobre columnas dóricas dan forma a la galería interior. En la parte superior son carpaneles platerescos, con los escudos de España y los dos cuarteles de Zamora adornando sus uniones. Las torres abren grandes ojivas, influencia del periodo en el que comenzó su primera construcción a finales del gótico, y que fueron desmochadas por encima de la segunda planta en el siglo XIX. 

El ayuntamiento por el sur y por el oeste la iglesia de San Juan de Puerta Nueva, de estilo románico del siglo XII, delimitan por ambos lados la monumental plaza. 

Giraron calle abajo por la de Los Herreros, otra de las grandes calles gremiales de la ciudad, dejando a su derecha la de Ramos Carrión. 

La Calle de Los Herreros, que estaba llena de bares y casas de comidas y que aún conservaba algún pequeño taller de artesanía, un par de tiendas de ultramarinos y dos o tres pensiones baratas, mantenía por entonces los estómagos de las clases más humildes en el centro de la ciudad, sobre todo los días de feria y mercado, que semana tras semana arrastraban hasta allí a las gentes del campo después de hacer sus compras y sus canjes, sus trueques y negocios.

José bajó con Berta las pendientes y estrechas escaleras que conducían a una afamada bodeguilla ubicada en el lado izquierdo de la calle, a media altura de su recorrido, donde se vendían vino y raciones de comidas tradicionales.

 Por aquellas horas del día, cuando la mayoría de los comercios y negocios habían cerrado, la bodega se encontraba casi vacía; sólo algunos paisanos, en su mayoría comerciantes de la zona que paraban por allí para echarse un vino y comentar los incidentes y las noticias nuevas del día, mantenían medio llena la barra que se extendía a lo largo de la primera estancia abovedada que surgía transversalmente tras abrir la puerta, al fondo de la pronunciada escalera, y que conectaba perpendicularmente con otra sala, abovedada también, que albergaba una amplia zona de mesas con el hogar de lumbre al fondo. José no tuvo problema para sentarse a una mesa cerca de la vieja chimenea de leña que aún se mantenía encendida y que calentaba la oscura bodega de largas bóvedas de ladrillos.

Cuando llegó el bodeguero pidió que le trajera vino y una ración de algo caliente para comer. El bodeguero le recomendó unos callos de ternera en salsa zamorana con una ensalada de pimientos y tomates con cebolla, aceitunas negras y una "mieja" de escabeche. José accedió a su propuesta y le preguntó si podría traer agua para su perra y algunas sobras de la comida del día, se lo pagaría.  El bodeguero lo miró un tanto disgustado por su última petición, pero sin decir nada regresó a la barra para realizar el servicio.




Pensaba en Alfredo. Tampoco él estaba seguro, "no las tenía todas consigo", como se suele decir. Después de lo ocurrido la desconfianza era muy grande y no se fiaría de los consejos que le dieran para que convenciese a su amigo de que debía entregarse. ¿Que garantía suponía ahora él? Como antes, no conocía a nadie con poder suficiente que le respaldara. La guerra estaba terminando y lo hacía también a favor de los asesinos, de sus verdaderos enemigos, y le faltaba la autoridad que necesitaba en aquellos momentos tan delicados. Se sentía apesadumbrado, dudaba de sus capacidades para realizar lo que sabía era necesario para acabar con todo. La guerra no terminaría para él si no cerraba el último capítulo inconcluso, pues su alma necesitaba iniciar algo nuevo, donde el pasado no contara para poder respirar otra vez la vida.


Pero necesitaba comer antes de tomar la próxima decisión. Un estómago en armonía con las necesidades del cuerpo - consideraba - era imprescindible para una determinación sosegada, necesaria siempre para alcanzar buen puerto.

Cuando el bodeguero llegó con el primer encargo dejándolo sobre la mesa, y mientras servía el primer vaso de vino, hasta Berta adoptó una nueva compostura; su fino olfato le hizo estirar el cuello buscando el aroma que rezumaba desde la cazuela caliente de barro la salsa hirviendo aún, y la espectacular ensalada alineada con aceite de oliva virgen y un buen chorro de vinagre de vino tinto.
 José se olvidó de todo de repente y concentró sus sentidos en lo que tenía delante. Partió un trozo de la media hogaza de pan blanco, de molledo alto sin ojos en la miga y carolo (la corteza) troceado en cuadrados, y después de dar a Berta la mitad, untó con el trozo sobrante la espesa salsa roja de los callos y se lo metió en la boca.
Saboreó el exquisito bocado, y su estómago lo acogió con mayor agrado del habitual después de tanto tiempo fuera de casa, comiendo de rancho y lo imprescindible. El sabor único y característico del pimentón picante de  Aldeanueva (Aldeanueva del Camino, Cáceres.) y el suave y aromático toque de cominos, reabrió su apetito. Hacía mucho, mucho tiempo que no comía por placer, y aquel plato típico que su madre cocinaba como nadie y que a él tanto le gustaba, satisfacía por entero su necesidad vital hasta el punto de que no lo hubiese cambiado por ningún otro. Berta, al calor de la lumbre y junto a los pies de José, roía un hueso de espinazo de las sobras del cocido del día anterior, en el resplandor de las llamas que iluminaban el fondo de la bodega. Ambos eran inconscientemente felices, sus pensamientos habían cesado y sólo atendían al placer de saciar su apetito. Hombre y animal componían una postal para el recuerdo, algo que ninguno de los dos olvidaría el resto de sus vidas. Aquella comida, la primera después de mucho tiempo libre de preocupaciones, sin interrupciones inesperadas, sin contratiempos inoportunos, les había transportado fuera de toda realidad perturbadora, de todo pensamiento decepcionante. José sentía sólo el momento, el calor del fuego en la piel y el sabor del vino tinto de la tierra, que la coloreaba más que el reflejo de las llamas. Disfrutaba de nuevo de la comida sin observar cuanto tiempo llevaba sin hacerlo, y mirando para Berta, que no levantaba cabeza del suelo mientras trituraba el hueso con sus poderosas mandíbulas, experimentó un universo intemporal de felicidad momentánea que dejó su mente flotando en la nada durante unos segundos.


El bodeguero interrumpió su éxtasis para preguntar si quería alguna cosa más y si podía retirar las sobras, a lo que José, tras ladear la jarra y comprobar su contenido, contestó que no quería más, que todo le había gustado y que había saciado su apetito sobradamente. Después le pidió la cuenta para pagarle, y tras hacerlo y dejar una pequeña propina por el buen servicio, le preguntó por una pensión para pasar la noche; el bodeguero le  ofreció una habitación para los dos en un piso de la Calle San Andrés, cerca de la Plaza Mayor. José no lo pensó, pagó por adelantado la noche y esperó que el bodeguero le trajera el recibo por el hospedaje. Mientras, sus pensamientos retornaron a la realidad.


Micaela apareció con fuerza en su consciente recuperado; su  imagen lo englobaba todo en el futuro imaginario que vislumbraba cerca, inminente. Sin ella nada encontraba sentido, sin ella todo sería aún más duro. Ella suponía el impulso que necesitaba para abrirse paso a pesar de lo que viniese, pues a su lado nada podía ser demasiado grande, demasiado poderoso para robarles la ilusión de una vida nueva, mejor; siempre uno al lado del otro.

Eran jóvenes y la vida había contado con ellos para continuar. Estarían juntos hasta el final porque la suya sería una existencia larga, muy larga; y se necesitarían mutuamente de nuevo como se habían necesitado hasta entonces en la distancia que los separara. Ahora comprendía que no podría empezar desde cero, pues para eso tendría que volver a nacer. Lucharía en adelante por el porvenir y por aquello que aún quedaba atrás, como su amigo Alfredo; y a ello le dedicaría la misma entrega, la misma pasión, igual furia y constancia que le habían conducido a regresar con los suyos al lugar del que partió y que nunca deseó abandonar. Pero su vida había tomado forma y estaba cargada de experiencias, nunca podría desprenderse de aquellas que no le gustaban por mucho que transcurriese el tiempo, y el futuro se presentaba como un cielo negro, roto tras la espantosa tormenta. Nada había acabado, debería seguir luchando aunque las armas fuesen distintas.


La ciudad comenzaba a dormirse lentamente al tiempo que apagaba sus luces. El río Duero la abrazaba en su regazo de aguas mansas y dejaba que se reflejara en ellas para convertirla en una perla; una perla hundida en el fondo que brillaba con la luz de la luna iluminando el cauce a su paso.






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