Todos aquellos días de primavera, desde su ventana, le había visto llegar y sentarse en el banco con las piernas metidas por el espacio que dejaba el respaldo y los codos apoyados en él, mirando al horizonte de espaldas al paseo.
Venía andando cabizbajo, como obsesionado por sus pensamientos, pero de vez en cuando volvía atrás su cabeza para mirar de soslayo y percatarse de que se encontraba solo. Después alzaba la vista por encima de la muralla y perdía su mirada en los campos, convertidos en un mar verde donde los pueblos surgían como islas lejanas que se perdían en la linea horizontal, allí donde se encontraba con el cielo azul salpicado de nubarrones blancos.
Ella corría los visillos y acercaba su mirada a los cristales. Estaba segura de su adolescencia, a pesar de que su vista cegada de cataratas le negara reconocer su rostro.
Desde allí no podía ver los ojos verdes ni las mejillas sonrosadas del joven, pero sí distinguía el color dorado de sus cabellos volados al viento, que se enredaba en ellos como si pretendiese llevárselo lejos de allí.
Le parecía que sufría, y que todas las horas que allí pasaba cada día hasta que empezaban a concurrir por el paseo los primeros viandantes, y él partía, eran para ocultar por un tiempo su dolor. Y aquel dolor ella lo identificó como propio, pues sabía que era por amor, un amor quizás tan imposible como supondría respirar sin él.
Conocía bien aquella angustia, pues alguien había sufrido por ella de igual modo en otro tiempo; y tras las cortinas de su ventana, con la misma edad del que ahora contemplaba, vio morir el amor de quien creyó ser merecedor del suyo y para el cuál, fatalmente, el tiempo resultó ser su asesino.
Ahora, cuando apenas podía incorporarse de su postura en la silla de ruedas, sabía como nadie lo peligroso que puede resultar el juego del amor cuando éste es fuerte y el alma débil y joven, y reconocía que la soledad que aquel muchacho se imponía no era el resultado de una curiosidad, sino que algo más fuerte que su voluntad lo conducía cada tarde allí para estar a solas con ello.
Una pena enorme inundó su corazón cuando le vio partir aquella tarde, pues sintió que nunca regresaría, que algo más desaparecería para siempre de su vida igual que su amor primero. Y en su anciana conciencia no cabía explicación: ¿Que hacía en aquel mundo una vieja incapaz de valerse sola, mientras jóvenes como aquel perecían asfixiados por las dudas de la vida? ¿Qué sentido tenía, que a pesar de todas las limitaciones físicas y afectivas a las que el testarudo tiempo la había condenado, siguiera sintiendo el suficiente amor por la vida como para esperar un día después mejor, mientras otro ser al que todos los caminos le esperaban para ser recorridos deseara tal vez morir?
No había querido preguntar hasta entonces, pero la angustia que sintió en su corazón fue más fuerte que la curiosidad, y aunque sabía que no le hacían demasiado caso, pues su cabeza ya no coordinaba bien debido a su sordera, quiso saber de aquel joven, a quien estaba segura de no volver a ver más.
- ¡Oye Josito! - llamó a su nieto, que llenaba de migas el pañito de ganchillo de la mesa camilla del salón, mientras devoraba un bocadillo de crema de chocolate y contemplaba absorto los dibujos animados que emitía en aquel momento la televisión. - Ven aquí; quiero preguntarte una cosa. Pero ven corre, que se me pasa.
- Mira, ¿ves a ese chico que se aleja por las escaleras de la muralla hacia el arrabal?
- ¿Quien abuela, yo no veo a nadie?
-Ese, allí; ¿no le ves?
- Allí no hay nadie abuela, es un pequeño abeto que ha crecido junto a la escalinata y que se mueve con el viento.
- No, has llegado tarde y no le has visto, pero bajaba por ahí; seguro que lo has visto otras veces.
- Abuela, no he visto nunca a nadie.
- Pero es porque estás en la escuela. Pregúntale a tu madre, ella seguro que lo ha visto.
- ¡Mamá, mamá! ¡Dice la abuela que vengas!
¿Y que quiere ahora la abuela? - se escuchó al fondo del pasillo contiguo al salón?
- Qué vengas "jolines", que me tiene harto y no me deja ver los "dibus".
- A ver, a ver - decía mientras su voz se acercaba por el pasillo -. A ver ahora qué pasa.
- Es la abuela, que no se qué quiere saber.
- ¡A ver abuela, que dice! - Dijo la madre cuando llegó.
- ¿Quien es el chico que se sienta todas las tardes ahí?
-¿Qué chico mamá?
- Ese, que viene todas las tardes y se sienta ahí, junto a aquel árbol.
- Madre, será cualquier chico que sube hasta aquí para escaparse de clase y coger arriba el autobús. Nunca me he fijado, pero ahora no veo a nadie.
Tonta - dijo la anciana -, ya se fue.
- Bueno, no tiene importancia mamá. Sea quien sea, seguro que otro día volverá.
- No, no volverá - dijo la abuela -. No volverá más.
- Mama, deja de torturarte de una vez; aquello paso hace mucho tiempo y no siempre ha de ser igual. Pasó hace mucho tiempo mamá.
Se quedó de nueva sola mirando tras los visillos, intentando retener en su mente el banco, el pequeño sauce y la muralla, vacíos ahora del sentido que hasta entonces habían tenido para ella, y que apenas se dibujaban en sus ancianas retinas.
Y transcurrieron los últimos días de primavera cargados de calor sofocante y de luz cegadora. El parque y la muralla quedaban desiertos hasta que el sol se inclinaba sobre ella, mas el joven no volvería a sentarse en aquel banco esperando que cayera la tarde. No correría más para subirse a la cornisa de la muralla y caminar por allí para luego descansar sobre ella con las piernas colgando por fuera.
Uno de esos días calurosos que anunciaban los rigores por llegar del verano, mientras cenaban, oyó algo de lo que no estaba muy segura pero por lo que no quiso preguntar, haciéndose más la sorda para que no desviaran la conversación a otro tema debido a su curiosidad. Hablaban de un joven alumno del instituto que se había suicidado poniéndose al tren. Creían que no les oía, y que de todos modos, no sabría de quien, ni entendería de qué estaban hablando. Pero ella, mientras comía muy despacito el filete que su hija le había partido en trocitos, dejo caer sobre su mejilla una lagrima que todos pudieron ver y ante la cuál callaron.
Venía andando cabizbajo, como obsesionado por sus pensamientos, pero de vez en cuando volvía atrás su cabeza para mirar de soslayo y percatarse de que se encontraba solo. Después alzaba la vista por encima de la muralla y perdía su mirada en los campos, convertidos en un mar verde donde los pueblos surgían como islas lejanas que se perdían en la linea horizontal, allí donde se encontraba con el cielo azul salpicado de nubarrones blancos.
Ella corría los visillos y acercaba su mirada a los cristales. Estaba segura de su adolescencia, a pesar de que su vista cegada de cataratas le negara reconocer su rostro.
Desde allí no podía ver los ojos verdes ni las mejillas sonrosadas del joven, pero sí distinguía el color dorado de sus cabellos volados al viento, que se enredaba en ellos como si pretendiese llevárselo lejos de allí.
Le parecía que sufría, y que todas las horas que allí pasaba cada día hasta que empezaban a concurrir por el paseo los primeros viandantes, y él partía, eran para ocultar por un tiempo su dolor. Y aquel dolor ella lo identificó como propio, pues sabía que era por amor, un amor quizás tan imposible como supondría respirar sin él.
Conocía bien aquella angustia, pues alguien había sufrido por ella de igual modo en otro tiempo; y tras las cortinas de su ventana, con la misma edad del que ahora contemplaba, vio morir el amor de quien creyó ser merecedor del suyo y para el cuál, fatalmente, el tiempo resultó ser su asesino.
Ahora, cuando apenas podía incorporarse de su postura en la silla de ruedas, sabía como nadie lo peligroso que puede resultar el juego del amor cuando éste es fuerte y el alma débil y joven, y reconocía que la soledad que aquel muchacho se imponía no era el resultado de una curiosidad, sino que algo más fuerte que su voluntad lo conducía cada tarde allí para estar a solas con ello.
Una pena enorme inundó su corazón cuando le vio partir aquella tarde, pues sintió que nunca regresaría, que algo más desaparecería para siempre de su vida igual que su amor primero. Y en su anciana conciencia no cabía explicación: ¿Que hacía en aquel mundo una vieja incapaz de valerse sola, mientras jóvenes como aquel perecían asfixiados por las dudas de la vida? ¿Qué sentido tenía, que a pesar de todas las limitaciones físicas y afectivas a las que el testarudo tiempo la había condenado, siguiera sintiendo el suficiente amor por la vida como para esperar un día después mejor, mientras otro ser al que todos los caminos le esperaban para ser recorridos deseara tal vez morir?
No había querido preguntar hasta entonces, pero la angustia que sintió en su corazón fue más fuerte que la curiosidad, y aunque sabía que no le hacían demasiado caso, pues su cabeza ya no coordinaba bien debido a su sordera, quiso saber de aquel joven, a quien estaba segura de no volver a ver más.
- ¡Oye Josito! - llamó a su nieto, que llenaba de migas el pañito de ganchillo de la mesa camilla del salón, mientras devoraba un bocadillo de crema de chocolate y contemplaba absorto los dibujos animados que emitía en aquel momento la televisión. - Ven aquí; quiero preguntarte una cosa. Pero ven corre, que se me pasa.
- Mira, ¿ves a ese chico que se aleja por las escaleras de la muralla hacia el arrabal?
- ¿Quien abuela, yo no veo a nadie?
-Ese, allí; ¿no le ves?
- Allí no hay nadie abuela, es un pequeño abeto que ha crecido junto a la escalinata y que se mueve con el viento.
- No, has llegado tarde y no le has visto, pero bajaba por ahí; seguro que lo has visto otras veces.
- Abuela, no he visto nunca a nadie.
- Pero es porque estás en la escuela. Pregúntale a tu madre, ella seguro que lo ha visto.
- ¡Mamá, mamá! ¡Dice la abuela que vengas!
¿Y que quiere ahora la abuela? - se escuchó al fondo del pasillo contiguo al salón?
- Qué vengas "jolines", que me tiene harto y no me deja ver los "dibus".
- A ver, a ver - decía mientras su voz se acercaba por el pasillo -. A ver ahora qué pasa.
- Es la abuela, que no se qué quiere saber.
- ¡A ver abuela, que dice! - Dijo la madre cuando llegó.
- ¿Quien es el chico que se sienta todas las tardes ahí?
-¿Qué chico mamá?
- Ese, que viene todas las tardes y se sienta ahí, junto a aquel árbol.
- Madre, será cualquier chico que sube hasta aquí para escaparse de clase y coger arriba el autobús. Nunca me he fijado, pero ahora no veo a nadie.
Tonta - dijo la anciana -, ya se fue.
- Bueno, no tiene importancia mamá. Sea quien sea, seguro que otro día volverá.
- No, no volverá - dijo la abuela -. No volverá más.
- Mama, deja de torturarte de una vez; aquello paso hace mucho tiempo y no siempre ha de ser igual. Pasó hace mucho tiempo mamá.
Se quedó de nueva sola mirando tras los visillos, intentando retener en su mente el banco, el pequeño sauce y la muralla, vacíos ahora del sentido que hasta entonces habían tenido para ella, y que apenas se dibujaban en sus ancianas retinas.
Y transcurrieron los últimos días de primavera cargados de calor sofocante y de luz cegadora. El parque y la muralla quedaban desiertos hasta que el sol se inclinaba sobre ella, mas el joven no volvería a sentarse en aquel banco esperando que cayera la tarde. No correría más para subirse a la cornisa de la muralla y caminar por allí para luego descansar sobre ella con las piernas colgando por fuera.
Uno de esos días calurosos que anunciaban los rigores por llegar del verano, mientras cenaban, oyó algo de lo que no estaba muy segura pero por lo que no quiso preguntar, haciéndose más la sorda para que no desviaran la conversación a otro tema debido a su curiosidad. Hablaban de un joven alumno del instituto que se había suicidado poniéndose al tren. Creían que no les oía, y que de todos modos, no sabría de quien, ni entendería de qué estaban hablando. Pero ella, mientras comía muy despacito el filete que su hija le había partido en trocitos, dejo caer sobre su mejilla una lagrima que todos pudieron ver y ante la cuál callaron.
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