Abrí para ver quien había llamado a mi puerta, y al hacerlo, un remolino de polvo me cegó y entró dentro de la casa. Con las manos limpié mis ojos, que sólo se aclararon con sus lágrimas, y salí afuera. El viento se conducía calle abajo con violencia, elevando hacia el cielo la materia frágil que a su paso encontraba. Las nubes negras, plomizas, parecían venirse encima en infernal estruendo cubriéndolo todo, y desfilaban también vertiginosas bajo el firmamento perseguidas por los rayos de luz que las rasgaban constantemente.
Miré alto, al cielo, para ver las gruesas gotas de agua que comenzaban a caer lentamente, una tras otra en mi rostro polvoriento. Se dilataron las fosas nasales aspirando el fuerte aroma de la tierra mojada, tierra que empezaba a hacerse barro bajo mis pies descalzos.
Mas fue fugaz el momento pues cesó la tormenta, y las nubes, antes tan cercanas, se alejaron del cielo claro que se abría desde el oeste, dejando sólo polvo tras de sí.
Me volví para entrar y comprobé que no había sentido cómo se cerraba la puerta con el último golpe de aire. Me había dejado en la calle sin llaves.
Un presentimiento recorrió todo mi cuerpo como un escalofrío en el momento exacto que sonó el teléfono dentro, y aunque sabía que no lo alcanzaría a tiempo, corrí al patio para entrar por la puerta de atrás y cogerlo. Llegué tarde para contestar a su llamada, tal como pensaba; y mientras rastreaba el número surgió un mensaje de texto que detuvo mis dedos impacientes. Reflexioné un momento mientras comprobaba que la llamada y el mensaje tenían el mismo origen, que pertenecían a la misma persona que esperaba ver aquella tarde y con quien había quedado el día anterior.
Pero esta vez pensé que no tenía escusa, y que aquel mensaje urgente dejado en el buzón de entrada de mi teléfono móvil significaba mucho más que eso.
La sangre parece helarse en las venas cuando la muerte anuncia su llegada; así sintió mi corazón su frío mientras leía. Aquel mensaje me hablaba de otra despedida para siempre, inevitable; y aunque me había preparado para ello, consiguió hundirme de nuevo en la melancolía depresiva contra la que luchaba en los últimos tiempos.
Sentí que perdería algo propio, que moriría otra parte de mí, y no me consoló saber que mientras mantuviera el aliento sus recuerdos no me abandonarían, como la huella que las cinceladas de su carácter habían grabado en el mío para siempre.
Miré alto, al cielo, para ver las gruesas gotas de agua que comenzaban a caer lentamente, una tras otra en mi rostro polvoriento. Se dilataron las fosas nasales aspirando el fuerte aroma de la tierra mojada, tierra que empezaba a hacerse barro bajo mis pies descalzos.
Mas fue fugaz el momento pues cesó la tormenta, y las nubes, antes tan cercanas, se alejaron del cielo claro que se abría desde el oeste, dejando sólo polvo tras de sí.
Me volví para entrar y comprobé que no había sentido cómo se cerraba la puerta con el último golpe de aire. Me había dejado en la calle sin llaves.
Un presentimiento recorrió todo mi cuerpo como un escalofrío en el momento exacto que sonó el teléfono dentro, y aunque sabía que no lo alcanzaría a tiempo, corrí al patio para entrar por la puerta de atrás y cogerlo. Llegué tarde para contestar a su llamada, tal como pensaba; y mientras rastreaba el número surgió un mensaje de texto que detuvo mis dedos impacientes. Reflexioné un momento mientras comprobaba que la llamada y el mensaje tenían el mismo origen, que pertenecían a la misma persona que esperaba ver aquella tarde y con quien había quedado el día anterior.
Pero esta vez pensé que no tenía escusa, y que aquel mensaje urgente dejado en el buzón de entrada de mi teléfono móvil significaba mucho más que eso.
La sangre parece helarse en las venas cuando la muerte anuncia su llegada; así sintió mi corazón su frío mientras leía. Aquel mensaje me hablaba de otra despedida para siempre, inevitable; y aunque me había preparado para ello, consiguió hundirme de nuevo en la melancolía depresiva contra la que luchaba en los últimos tiempos.
Sentí que perdería algo propio, que moriría otra parte de mí, y no me consoló saber que mientras mantuviera el aliento sus recuerdos no me abandonarían, como la huella que las cinceladas de su carácter habían grabado en el mío para siempre.
Me revelé por fin contra la vida enfermiza, moribunda, que me arrastraba hacia ella lentamente tratando de atrapar la mía, como a todas, demasiado deprisa. Y dije no a otra despedida, a otro desgarro en mi corazón, negando a la muerte su burla para que no me venciera de nuevo.
No necesito el recuerdo de lo que nunca fue, de lo que resta cuando todo lo demás se ha ido; así no enturbiaré mi alma con lo que aún no acepto.
- Aparta de mí, muerte cobarde, que te cebas con aquellos que dan más a la vida cortando jóvenes sus vástagos.
Aparta de mi, muerte traidora, que llegas cuando nadie te desea traicionando aquello por lo que se ha luchado, impidiendo disfrutar lo que con sufrimiento y tesón se ha conseguido.
Vete, aléjate, no te preocupes; sabré reconocerte cuando esté dispuesto. Mi puerta estará cerrada para ti durante largo tiempo, no llames a ella para otra de tus despedidas.
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