Su amigo le dijo, que lo que había colmado el vaso de la paciencia en su padre, fue el resultado humillante de los tratos que mantenía con aquellos hermanos pastores, que pagaron la deuda con él contraída con un cordero lechal supuestamente abortado.
Igual que hoy, entonces los agricultores se entendían con los pastores intercambiando los subproductos obtenidos en sus explotaciones. Los agricultores, después de cada cosecha, dejaban pastear las tierras de cultivos de temporada - bien fueran los rastrojos de cereal y legumbres en verano, o las hojas de las viñas y los restos del descorone de la remolacha en otoño - a cambio del abono (aún verde) generado por los excrementos de los animales y las distintas capas de paja usada como cama para ellos.
Éste era el principio de sus tratos, que muchas veces se extendían a otras cosas, como la misma extracción del abono en los establos por parte de los agricultores, quienes disponían de maquinaria necesaria para ello. Estos servicios se solían compensar por parte de los pastores con cosas tales como requesón, queso, una piel curtida de cordero, o uno lechal para la Navidad.
Mas algo no había salido bien aquella vez. Aunque estuviese acostumbrado a tratar con el mismísimo diablo, su padre parecía haber olvidado la estirpe a la que pertenecían los dos hermanos; nada bueno podía salir de quienes se decía haber crecido en el odio, entre la traición y la desconfianza; en la miseria y bajo el yugo de la incultura, que oscurece y agrava los defectos de los hombres.
Y si realmente era verdad la versión de su amigo, el acto era mezquino, vil y miserable, y sólo podía contener el propósito de humillar a su familia.
Mandado por el padre, uno de sus hermanos pequeños fue a casa de los pastores para recoger el lechazo que éstos habían prometido como contrapartida al trato que con ellos mantenía. Era nochebuena y esperaban cenar en familia el asado tradicional. El padre confiaba que el cordero estaría desollado y sangrado, como era habitual, por lo que la madre dio al muchacho una cesta con un paño de lienzo blanco para guardarlo; pero el chico no fue capaz de distinguir el engaño y volvió con un saco de rafia atado con una cuerda, donde supuestamente se encontraba el cordero. Cuando su madre abrió el saco y extrajo su contenido, apareció un pequeño cordero muerto, sin desollar.
Intentando evitar males mayores, pues sabía del temperamento de su padre, su amigo, un mozo aguerrido y bien formado ya, que esperaba pronto el llamamiento para el servicio militar, se dirigió a casa de los hermanos con el cordero muerto para devolver lo que no había sido el trato.
Fue expulsado con voces comprometedoras y a empujones; incluso debió zafarse de uno que lo agredía, mientras que el otro lo amenazaba con una tornadera.
No hubo aviso previo. Su padre sabía que un día u otro cualquiera de los dos hermanos se vería sólo pasteando sus ovejas. Tenía una tierra en barbecho por donde cruzaban con el ganado para acceder a unos pastos que disponían en "suerte", y no estaba dispuesto después de lo sucedido a consentir que volvieran a pisarlas. Era cuestión de tiempo, y como si fuera cosa del diablo, una mañana fría de febrero se presentó la anhelada oportunidad, cuando padre e hijo araban en la tierra para evitar que nadie cruzara por ella.
El encuentro estaba servido; de él derivó el ingreso en el hospital del menor de los dos hermanos pastores, que duró varios meses debido a las lesiones causadas por la terrible paliza que recibió a manos del padre y su amigo, y que condujo a ambas familias a los tribunales de justicia.
Su amigo sería reclamado por el ejército pocos meses después, cuando comenzaba a instruirse contra él y su padre la causa por agresión. Y sería en el ejército dónde le detectaran por vez primera su esquizofrenia.
Se había criado en el campo y se sentía libre en medio del espacio abierto. Para él, el ejército era como la escuela, otra disciplina que no iba con su carácter salvaje y contestatario. Y al igual que su enfermedad, que se agravó considerablemente, no ayudó en nada. Conoció allí el submundo de las drogas, que como un torbellino de fuego arrasaba a la juventud española en los primeros años de la década de los ochenta.
Pero el detonante definitivo, como el último latigazo que retuerce de dolor la columna vertebral del reo antes de desplomarse, sacudió su sistema nervioso como un cataclismo destructor y cada una de sus fibras sensibles se enervaron más allá del límite hasta hacerle perder por vez primera la consciencia de sus actos, lo cuál le acarrearía graves consecuencias que mancharían su expediente en el ejército.
Los dos hermanos consumarían su venganza aprovechando que su amigo se encontraba realizando el servicio militar y que el padre no disponía de más ayuda que de dos jóvenes adolescentes, el menor de los cuales no tenía aún catorce años:
Aquella tarde de otoño, envuelta entre nubes grises y negras, transportadas por un viento racheado y frío que apenas podía evitar que se precipitasen en forma líquida sobre la tierra, se oía en el pueblo doblar las campanas. Alguien importante, querido, había muerto la noche anterior.
Eran las seis de la tarde y todo el mundo acudía a la misa de funeral y al entierro en el Campo Santo; al menos, eso era lo que el padre de su amigo creía.
Hacía meses que había abandonado el atajo que siempre utilizaba para ir al pueblo. Era un sendero que surgía tras cruzar la carretera frente a su casa, desde el puente del arroyo que la atravesaba y que discurría al lado de éste antes de desviarse a su izquierda y entrar en la población. Por aquella parte se llegaba pronto al centro, donde estaban la Iglesia, la tienda y los bares, mas debido a lo sucedido se acostumbró a ir por la carretera, como hacían los chicos para llegar a la escuela sin tener que pasar por el pueblo. Siempre iba acompañado por uno de los más pequeños, en la creencia de que eso impediría que se metieran con él. Pero se equivocaba pensando así, como que aquella tarde de funeral todo el mundo estaría esperando el féretro a la puerta de la iglesia.
Y apostados, resguardados del viento frío y borrascoso tras los espinos centenarios nacidos al final del sendero, a la entrada del poblado junto a los tapiales "arroñados" (derrumbados) de un viejo palomar, esperaban los dos hermanos armados con sus cayadas.
No pudo defenderse, como tampoco el pequeño de trece años que lo acompañaba, a quien rompieron un brazo, aparte de muchas contusiones que le provocaron.
La paliza a palos que dieron al padre fue tal, que ingresó en el hospital en estado de coma e irreconocible, como un monstruo sangrante. Las gentes dijeron después, que sólo un temperamento y una humanidad salvaje como la suya habían obrado el milagro, pues todos lo dieron por muerto durante los largos días que tardó en salir de aquel estado, límite entre la vida y la muerte.
Igual que hoy, entonces los agricultores se entendían con los pastores intercambiando los subproductos obtenidos en sus explotaciones. Los agricultores, después de cada cosecha, dejaban pastear las tierras de cultivos de temporada - bien fueran los rastrojos de cereal y legumbres en verano, o las hojas de las viñas y los restos del descorone de la remolacha en otoño - a cambio del abono (aún verde) generado por los excrementos de los animales y las distintas capas de paja usada como cama para ellos.
Éste era el principio de sus tratos, que muchas veces se extendían a otras cosas, como la misma extracción del abono en los establos por parte de los agricultores, quienes disponían de maquinaria necesaria para ello. Estos servicios se solían compensar por parte de los pastores con cosas tales como requesón, queso, una piel curtida de cordero, o uno lechal para la Navidad.
Mas algo no había salido bien aquella vez. Aunque estuviese acostumbrado a tratar con el mismísimo diablo, su padre parecía haber olvidado la estirpe a la que pertenecían los dos hermanos; nada bueno podía salir de quienes se decía haber crecido en el odio, entre la traición y la desconfianza; en la miseria y bajo el yugo de la incultura, que oscurece y agrava los defectos de los hombres.
Y si realmente era verdad la versión de su amigo, el acto era mezquino, vil y miserable, y sólo podía contener el propósito de humillar a su familia.
Mandado por el padre, uno de sus hermanos pequeños fue a casa de los pastores para recoger el lechazo que éstos habían prometido como contrapartida al trato que con ellos mantenía. Era nochebuena y esperaban cenar en familia el asado tradicional. El padre confiaba que el cordero estaría desollado y sangrado, como era habitual, por lo que la madre dio al muchacho una cesta con un paño de lienzo blanco para guardarlo; pero el chico no fue capaz de distinguir el engaño y volvió con un saco de rafia atado con una cuerda, donde supuestamente se encontraba el cordero. Cuando su madre abrió el saco y extrajo su contenido, apareció un pequeño cordero muerto, sin desollar.
Intentando evitar males mayores, pues sabía del temperamento de su padre, su amigo, un mozo aguerrido y bien formado ya, que esperaba pronto el llamamiento para el servicio militar, se dirigió a casa de los hermanos con el cordero muerto para devolver lo que no había sido el trato.
Fue expulsado con voces comprometedoras y a empujones; incluso debió zafarse de uno que lo agredía, mientras que el otro lo amenazaba con una tornadera.
No hubo aviso previo. Su padre sabía que un día u otro cualquiera de los dos hermanos se vería sólo pasteando sus ovejas. Tenía una tierra en barbecho por donde cruzaban con el ganado para acceder a unos pastos que disponían en "suerte", y no estaba dispuesto después de lo sucedido a consentir que volvieran a pisarlas. Era cuestión de tiempo, y como si fuera cosa del diablo, una mañana fría de febrero se presentó la anhelada oportunidad, cuando padre e hijo araban en la tierra para evitar que nadie cruzara por ella.
El encuentro estaba servido; de él derivó el ingreso en el hospital del menor de los dos hermanos pastores, que duró varios meses debido a las lesiones causadas por la terrible paliza que recibió a manos del padre y su amigo, y que condujo a ambas familias a los tribunales de justicia.
Su amigo sería reclamado por el ejército pocos meses después, cuando comenzaba a instruirse contra él y su padre la causa por agresión. Y sería en el ejército dónde le detectaran por vez primera su esquizofrenia.
Se había criado en el campo y se sentía libre en medio del espacio abierto. Para él, el ejército era como la escuela, otra disciplina que no iba con su carácter salvaje y contestatario. Y al igual que su enfermedad, que se agravó considerablemente, no ayudó en nada. Conoció allí el submundo de las drogas, que como un torbellino de fuego arrasaba a la juventud española en los primeros años de la década de los ochenta.
Pero el detonante definitivo, como el último latigazo que retuerce de dolor la columna vertebral del reo antes de desplomarse, sacudió su sistema nervioso como un cataclismo destructor y cada una de sus fibras sensibles se enervaron más allá del límite hasta hacerle perder por vez primera la consciencia de sus actos, lo cuál le acarrearía graves consecuencias que mancharían su expediente en el ejército.
Los dos hermanos consumarían su venganza aprovechando que su amigo se encontraba realizando el servicio militar y que el padre no disponía de más ayuda que de dos jóvenes adolescentes, el menor de los cuales no tenía aún catorce años:
Aquella tarde de otoño, envuelta entre nubes grises y negras, transportadas por un viento racheado y frío que apenas podía evitar que se precipitasen en forma líquida sobre la tierra, se oía en el pueblo doblar las campanas. Alguien importante, querido, había muerto la noche anterior.
Eran las seis de la tarde y todo el mundo acudía a la misa de funeral y al entierro en el Campo Santo; al menos, eso era lo que el padre de su amigo creía.
Hacía meses que había abandonado el atajo que siempre utilizaba para ir al pueblo. Era un sendero que surgía tras cruzar la carretera frente a su casa, desde el puente del arroyo que la atravesaba y que discurría al lado de éste antes de desviarse a su izquierda y entrar en la población. Por aquella parte se llegaba pronto al centro, donde estaban la Iglesia, la tienda y los bares, mas debido a lo sucedido se acostumbró a ir por la carretera, como hacían los chicos para llegar a la escuela sin tener que pasar por el pueblo. Siempre iba acompañado por uno de los más pequeños, en la creencia de que eso impediría que se metieran con él. Pero se equivocaba pensando así, como que aquella tarde de funeral todo el mundo estaría esperando el féretro a la puerta de la iglesia.
Y apostados, resguardados del viento frío y borrascoso tras los espinos centenarios nacidos al final del sendero, a la entrada del poblado junto a los tapiales "arroñados" (derrumbados) de un viejo palomar, esperaban los dos hermanos armados con sus cayadas.
No pudo defenderse, como tampoco el pequeño de trece años que lo acompañaba, a quien rompieron un brazo, aparte de muchas contusiones que le provocaron.
La paliza a palos que dieron al padre fue tal, que ingresó en el hospital en estado de coma e irreconocible, como un monstruo sangrante. Las gentes dijeron después, que sólo un temperamento y una humanidad salvaje como la suya habían obrado el milagro, pues todos lo dieron por muerto durante los largos días que tardó en salir de aquel estado, límite entre la vida y la muerte.