El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

miércoles, 17 de julio de 2013

IMPOSIBLE OLVIDAR. Parte I







Como tantas otras veces retornaron a su mente las viejas imágenes que reclamaban un sitio en la memoria entre las luces y las sombras de un tiempo guardado en los recuerdos,  y se anunciaban como el principio de una historia inacabada que aún erraba en su cabeza buscando un final para mostrar su mensaje.
Después de tantos años - reconocía - poner en orden los acontecimientos no es fácil; transmitir la realidad de lo que sólo se conoce en su parte resulta de dudosa credibilidad. 

Recordaba:


Apareció colgado del cuello por una cuerda de alpaca amarrada en la viga central de la cuadra de las vacas. Lo encontró el panadero, que cada día se acercaba hasta allí para dejarles el pan después del reparto diario en el pueblo. Era una casa de labranza a las afueras, a un lado de la carretera.


Todo había comenzado mucho tiempo atrás, en los años duros de la posguerra; cuando su abuelo, de un golpe certero de cayada, rompió el cráneo a su esposa y luego la tapó con un enorme paraguas de mahón azul, dejando que se desangrara en medio del campo bajo el calor sofocante de un mediodía de verano.


Como antaño, muchos curiosos corrieron a casa de su amigo al levantamiento del cuerpo. Pareciera que pendiese de un hilo - dijeron -, pues al tratar de descolgarlo, la cuerda se quebró incapaz de soportar por más tiempo su peso.

Era un joven de tez morena y risueños ojos oscuros. Alto para su edad, fuerte y corpulento, curtido por las tareas del campo y la maquinaria. Tendría por entonces treinta años.
Su mata de pelo negro brillante, rizada y salvaje; sus cejas gruesas, bien definidas, igual que el perfil de su nariz y de su mandíbula poderosa, yacían sin la vida de sus ojos cerrados para siempre sobre la bandeja metálica de la sala de autopsias del hospital, dónde se determinó que el suicidio había sido la causa de su muerte.
Pero el suyo fue un destino sellado de antemano.



El fin de semana anterior habían perdido juntos su última partida de billar. Hacía una temporada que sus vidas discurrían por senderos totalmente alejados y se veían poco, pero aquel día se encontraron en el bar dónde solían quedar para tomar copas y buscar chicas los fines de semana. 
Fue rápido el encuentro entre los dos amigos, que juntos abandonaron el bar, cada uno en busca de su destino aquella noche. Pero antes, sin saberlo se despidieron para siempre. Él conocía los derroteros últimos de su amigo y algo le decía que aquella no era una crisis más, como tantas otras en las que lo había visto sumido a lo largo de su joven vida, sino algo que fácilmente podría convertirse en un golpe definitivo.

- ¿Seguimos siendo amigos, no? - le dijo -. ¿Por qué no me cuentas qué te pasa? Intuyo que algo malo, por absurdo, revolotea en tu cabeza. ¿Sabes a qué me estoy refiriendo?


- No te preocupes, todo está controlado, ¿me crees capaz de algo así?

  - No lo se - contestó -.  
Lo encontraba totalmente cambiado. El sosiego que mostraba jamás lo había visto en él y sospechaba que se debía al efecto sedante del tratamiento al que estaba sometido, mas nunca antes halló en sus ojos semejante tristeza; no estaban allí, a su lado, parecían mirar más allá de la materia, a un punto perdido en el infinito de su mente perturbada.

- Estoy acabado amigo. Por no tener no tengo ni carnet de identidad, me lo han retirado. Ya nunca podré decidir algo importante en mi vida. Estoy totalmente controlado y no se cuál será mi futuro. ¿Qué puedo hacer? Tengo una causa pendiente, no me dejan salir de la ciudad. Estoy en tratamiento y no puedo beber ni fumar. Total, una puta mierda. Pero no te preocupes por eso, ni se me había pasado por la cabeza semejante idea.


Jamás olvidaría aquellas palabras últimas de su amigo, y siempre que las recordara lo haría con dolor, pues la duda sólo sembraba más sentimiento de culpabilidad.




   
No tenía más opciones que pudiese decidir. Su última crisis nerviosa le había conducido al callejón sin salida dónde se encontraba atrapado esta vez, sin ninguna posibilidad de rescate emocional.
Fue también el panadero, poco días antes, quien había librado de una muerte segura al padre de las manos de su amigo, en el mismo sitio donde más tarde lo encontró ahorcado. Consiguió convencerlo para que le soltara del cuello y que accediese a pasar la revisión psiquiátrica, como pretendía el padre. Él mismo le llevó en la furgoneta al hospital, donde organizó una tremenda pelea con los enfermeros al enterarse de que tendría que ingresar una vez más en el pabellón psiquiátrico. Uno de los celadores sufrió serias lesiones al ser empujado por la furia desatada de su amigo, que provocó que se estrellara de espaldas contra el mostrador de recepción lastimándose la columna vertebral.
Su amigo saldría al cabo de dieciocho días, pero pocos más serían lo que viviera.


La sombra del padre se encontraba detrás del destino fatal de su amigo.
Era un hombre que había madurado en los años terribles de hambre y miseria que siguieron a la guerra civil marcado por la tragedia familiar, y que por recuperar lo que creyó suyo convirtió su vida en un pleito con el mundo cuyo final nunca verían sus ojos.
De una naturaleza asombrosa y un carácter terrible, cruel y decidido, consiguió las fuerzas para hacerse un hombre temido y respetado. Arriesgó lo suyo para conseguirlo cuando el hambre desbordaba las cartillas de racionamientos. Fueron años prósperos para los estraperlistas, los contrabandistas, que como él hicieron pequeñas fortunas que les permitieron progresar. En aquellos tiempos negros de caciquismo, de represión de libertades, los favores eran la moneda de cambio en el medio rural, y un costal de harina ganaba muchas voluntades.

Pronto se casaría y engendraría una familia numerosa con la que garantizar su subsistencia y afianzar el más que modesto capital en tierras de labranza con el que se había hecho en los últimos años. Los dos hijos mayores huyeron pronto del hogar; el yugo de un padre tirano, implacable y violento, que mantenía un frente hostil con todo aquel que se oponía a su decisiones, empujaron sus voluntades fuera del círculo familiar.

Se quedó sólo al frente de una familia numerosa cuando el mayor de los hijos que continuaban a su cargo comenzaba a superar la edad de la adolescencia.

A principios de la década de los años sesenta del sigloXX, época aperturista en España, cuando las familias poderosas comenzaban a abandonar el sector agrícola para invertir en turismo, los pequeños y medianos propietarios hicieron el esfuerzo de modernización necesario por aquel entonces, contando solamente con la fuerza de los brazos de sus vástagos, muchos de los cuales se vieron obligados a emigrar también buscando el norte industrializado; como los hijos de los jornaleros que habían trabajado siempre para las familias pudientes, y que poco a poco fueron perdiendo sus trabajos en el campo.

Por entonces una tragedia nueva se sumó a su existencia para endurecer más su carácter y empujarlo a la bebida, con la que trataría inútilmente de olvidar las consecuencias de lo sucedido ahogando el insomnio de sus noches en el bar hasta perder la razón. 
La muerte de uno de sus pequeños, atropellado por un coche frente a su casa cuando cruzaba la carretera, dejaría para siempre graves secuelas en la convivencia familiar y en las mentes y los corazones de quienes fueron espectadores y protagonistas del siniestro.

Como de costumbre, agarrados de la mano y vigilados por su amigo - entonces el mayor de los tres - iban y venían a la escuela por la orilla izquierda de la carretera, pero aquel día fue fatal. La madre, que tendía la colada frente a la puerta de la casa entre dos pequeños almendros, contempló el atropello de su pequeño sin poder hacer nada para evitarlo, y enloqueció.
Su amigo y el hermano más pequeño, que aún mantenía unido a su mano, sufrirían un impacto emocional que el tiempo traduciría en secuelas serias, alguna de ellas, como la de su amigo, suicida.




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