El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

sábado, 8 de octubre de 2016

UN COMBATE EN LA ÚLTIMA GUERRA. (Parte IV)




-A pesar de mis esfuerzos por conseguir que la vida militar no me cambiara, haciéndome el despistado, había llegado al ejército para conocer su magnitud. Tres divisiones permanecían formadas en espera de revista. Todo un cuerpo de ejército concentrado en formación de parada que impresionó mis ojos, incapaces de distinguir el final de sus filas . Lo recuerdo perfectamente, pues fue uno de los días que más frío he pasado en toda mi vida.


En la enorme llanura, suavemente cóncava y extremadamente yerma, cuarenta mil hombres agrupados con todo el aparato bélico correspondiente alineado a las espaldas, esperábamos impacientes la revista del teniente general, que parecía que nunca fuera a llegar. El viento ligero proveniente del norte, de la Sierra de los Filabres, era frío como el hielo; entumecía los músculos y dejaba las manos moradas y sin el tacto necesario. Mi compañía formaba la última en una larga fila que se extendía de norte a sur sobre el costado derecho de aquella planicie estéril que precedía al desierto. 
Habíamos llegado dos días antes. No fuimos los primeros, ni tampoco los últimos. Por entonces, debía ser ésa nuestra costumbre para todo. Al contrario que los legionarios, que decían que como ellos no había nadie, nosotros contestábamos que no éramos buenos ni malos, que éramos "regulares". Y a mucha honra, pues pertenecíamos al cuerpo más laureado del ejército español.


Era una mañana fresca que pronto se torno calurosa. El día se pasó entre asentamiento, descarga y preparativos. Moría la tarde cuando terminábamos de montar la tienda de campaña. Fue entonces, por fin, cuando pude desprenderme de la carga que transportaba pegada al cuerpo, la cual llegó a convertirse en una auténtica tortura durante las últimas horas. El esparadrapo me hizo una depilación modelo cebra, que resaltó más el morado de la piel oprimida durante tanto tiempo por aquel apósito innecesario.

Y lo cierto es que "le eché huevos", como se suele decir, pues a mi tienda vinieron a parar los siete kilos de hachís que habíamos embarcado dos días antes. (Es curioso como a veces nos complicamos la vida de la forma más absurda. Sucede sobre todo en la juventud, cuando los deseos se anteponen con mayor facilidad a la razón.) Antes de levantar la tienda practiqué una canaleta con un pequeño dique de contención en su perímetro, como nos habían enseñado para que no entrara el agua.
- ¡Que tontería! - Pensé -. Allí no debía llover nunca. Después, escavé en el centro un hoyo suficientemente grande para alojar la mercancía. Los siete kilos irían a esconderse allí, tapados por el doble fondo de la tienda y todo nuestro material de campaña, fusiles incluidos.


Mis compañeros de tienda eran unos muchachos excelentes, por eso cuando llegamos, Chimeno insinuó que la mía sería la mejor tienda para alojar el hachís.
Uno era un "chinche asustadizo". Lo poco que recuerdo de él es que era muy introvertido, hablaba lo justo y miraba siempre con ojos temerosos.
Por lo general, los nuevos nos veían a los veteranos mucho mayores que ellos - y en realidad lo éramos, al menos en experiencia y picardía - pues cuando ellos llegaban confundidos, despersonalizados por la homogeneidad de sus cabezas rapadas y sus uniformes impolutos, los veteranos llevábamos la ropa usada y sucia y solíamos lucir pelo y unas barbas largas sin cuidar, lo cuál aportaba una pincelada de personalidad y un aire de fiereza a nuestras fisonomías. Era una costumbre allí, cada vez que llegaba un nuevo reemplazo de reclutas, sacudirles la cartera el primer día a la entrada de la compañía con la escusa de hacer una gran merienda de bienvenida, lo cual no era cierto. Para nosotros era la primera inocentada. Aprovechábamos su ignorancia y su temor para corrernos una juerga entre nosotros. No era fácil para los que llegaban decir no a unos tipos con pintas de duros y experimentados, entre quienes se encontraba uno con galones postizos de cabo primera. 

Mi otro compañero era un alicantino de dos metros escasos de envergadura, incapaces de contener la bondad que su ser contenía. Compañeros de literas en el barracón, desde que llegamos al cuartel sintió siempre una cierta admiración por mí, pues me gustaba devorar libros en el tiempo libre y él no sabía leer ni escribir. Sin embargo, en el pueblo había dejado una novia que le esperaba con amor, y para quien me pedía que le escribiera cartas. Escribí para ella un par de veces y después le aconsejé apuntarse a los cursos de formación que el ejercito impartía, algo que pronto hizo y que me liberó de una tarea ardua, pues no sólo pretendía que yo escribiera las cartas, sino que las redactara de igual modo. A la primera, no fui capaz de hacerle comprender que si me inventaba las cosas su novia se daría cuenta de que era otro quien escribía, pero sucedía que él tampoco sabía que decirle. Pensé entonces que su amor no debía tener nada de platónico, que más bien eran la química, y sobre todo la física, las que favorecían un amor agreste y pastoril, salvajemente natural.






La cara de estupefacción que se les quedó a los dos cuando comencé a desnudarme y a desprender las placas de hachís de mi cuerpo, era algo para ver, aunque nada comparable al momento siguiente, cuando del resto del grupo entró para dejar su parte. Todo se cumpliría a la mañana siguiente excepto una cosa, para mí la más importante.
Era un Domingo sumamente caluroso para aquella época del año. Chimeno y Mellizo vinieron a mi tienda a eso de las doce de la mañana para hacer la entrega. El "Caballa" y sus compinches habían llegado y nos esperaban aprovechando el "refresco de la mañana" (tiempo libre hasta la hora del rancho), cuando el campamento estaba en plena ebullición de hombres afanados en sus tareas personales, transitando de un sitio a otro como hormigas en plena actividad. Casi al momento aparecieron Chepu y Botijo, más tarde Javi Madriles y Domenech. Cada uno cogió una parte y nos fuimos juntos a cumplir con lo acordado para finalizar el trato.

En aquellos momentos decisivos retornó toda la presión a la que habíamos estado sometidos durante los días anteriores, haciendo que en los pocos metros existentes entre el campamento y la zona destinada a la recepción de civiles - familiares y conocidos que aprovechaban la concentración para visitar a sus soldados - el peso de nuestra carga se elevara al infinito. La necesidad de soltarlo era apremiante, como si en nuestras manos lleváramos un hierro al rojo vivo.

El Caballa nos esperaba con la puerta de su Honda Civic (año 80) abierta y el asiento del copiloto levantado. Allí fuimos, uno tras otro, de manera rápida, depositando la mercancía. Completado el asunto se dispusieron a irse.

-¡Eh! ¿Qué pasa con la pasta? - Pregunté.

-¿No les has dicho nada, Chimeno? - Respondió el Caballa.

-¿Cómo? - Y mirando para Chimeno exclamé:

-Ése no era el trato. ¿A qué viene esto ahora? Hemos hecho bien nuestro trabajo y habíamos quedado en que una cantidad sería en metálico?

-No levantes la voz, "tío". Van a oírnos como sigas así -. Me dijo Chimeno, que había diseñado el plan con Mellizo en los meses anteriores a fuerza de voces en el barracón de la compañía, y que insistía siempre en que no pasaba nada cuando yo le requería discreción.

De Dios para abajo no quedó en mi boca un santo por desvestir.

-No vamos a soltar nada antes de pesar el material, como es lógico. Vosotros ya habéis tomado una parte por adelantado ¿no? El resto lo arreglaremos en Céuta a vuestro regreso -. Dijo el Caballa mientras los demás callaban.

-No pasa nada tíos, nos fiamos de vosotros - intervino presto Mellizo -. Tirar fuera de aquí. No es lugar ni tiempo para discusiones. Nos estamos complicando la vida en el último momento.

Todo se había vuelto en mi contra y ahora nadie parecía apoyar mi postura, por lo que intenté serenarme para no perder los papeles.

-¡Venga "tíos", tranquilos!- Insistió el Caballa.- No habrá problema. Seguro que todo está bien.

-¡Hijo de puta! - Susurré para mis adentros.

-Vayámonos ya de aquí - dijo el Botijo -, nos estamos exponiendo demasiado.

-Venga, vamos - replicaron el Madriles y Domenech.

- Le eché la última mirada asesina al Caballa y me di la vuelta con los demás camino del campamento mientras Chimeno se quedaba ultimando los detalles con los "camellos". Mis labios quedaron sellados por el sabor amargo del desengaño y todo mi ser se estremeció un momento, poseído por el sentimiento de la traición. No quise mirar atrás, mi orgullo derrotado contuvo la ira sin límites que sentía y me lo impidió.






        















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