Salté sobre él igual que un perro rabioso, pero Botijo se revolvió como gato escamado y aprovechó la fuerza del impulso para mandarme al suelo y colocarse luego a horcajadas sobre mí. Quise librarme, pero sólo conseguí tragar arena mientras intentaba zafarme de su cuerpo orondo. Tras un breve forcejeo consiguió retenerme apoyando sus piernas dobladas sobre mis brazos, después me agarró por el pelo con una mano, y con la otra levantada me amenazó con el puño cerrado.
-No seas bobo - me dijo -. Tú y yo no tenemos nada que zanjar. Si tu testarudez no te deja ver más allá, peor para ti, pero no voy a pagar el pato de tus errores.
Me serené entonces, como no podía ser de otro modo; acorde con la noche menguante, estrellada y apenas sin brisa; sobre las dunas ligeras del Cabo de Gata. Es indescriptible cómo se enfría el alma y se calienta el cuerpo después de haber pasado un trance semejante, pero es como si todo volviese a ser igual, incluso mucho mejor de lo que antes fuera. Y así resultó desde entonces nuestra relación.
Botijo, ni mucho menos era el objetivo de mi ira, pero resultó ser su objeto, pues fue él quien me reveló la verdad de lo que estaba ocurriendo.
Éramos buenos amigos. Los tres estábamos unidos desde el principio y fue curiosa la forma como intimamos. Ocurrió la misma semana que llegamos al cuartel, la tarde que nos entregaron la ropa de "Bonito" para salir de paseo e ir de gala en las paradas militares. Primero el teniente Guti nos sentó en corro en el patio de armas del Tabor (batallón), y apoyado en las escalinatas de la compañía y con disertación socarrona, una a una nos fue enumerando cada tentación peligrosa que nos encontraríamos fuera del cuartel y las graves consecuencias que podrían llegar a tener en la vida castrense si se transgredían las normas: de drogas ni hablar, mucho cuidado con el alcohol, que junto al hachís estaba por todos los sitios, y ojito con las "moritas" del barrio de Hadú.
Luego subimos en fila india a la compañía, a furrielería, donde el cabo furriel y un ayudante iban repartiendo la ropa según salía de las cajas, sin tener en cuenta nuestra corpulencia y tamaño. Regresamos después al patio y formamos compañía con la ropa de la mano a la espera de las instrucciones del teniente, que una vez completada la formación nos ordenó que intercambiáramos allí mismo las prendas. En aquel momento, para nada me pareció ingenioso aquel sistema, y aunque después se demostró eficaz además de sencillo, con algunos como Chepu, Botijo o yo, no funcionó. Después de mil cambios de ropa con otros compañeros no encontré talla que se adaptara a mi físico menudo y delgado. Chepu, la mejor guerrera que pudo obtener parecía sacada del armario de Frankenstein, o eso me sugería verlo con ella puesta. Por otra parte, Botijo tampoco encontraba talla que le viniera puesta, pues al contrario que yo con mi delgadez, su oronda barriga y sus carnes generosas se lo impedían.
El caso es que después de dos horas de infructuoso vestuario para algunos de nosotros, el teniente Guti ya estaba cansado y deseoso de terminar para darse un respiro en el bar de oficiales antes de terminar el servicio. En formación de compañía sólo quedábamos algo más de media docena de soldados, que por una u otra razón no habíamos logrado ropa de nuestra talla, los demás habían subido al barracón tras completar vestuario.
- A ver, vosotros, ¿habéis terminado?
-Sí mi teniente - respondió Botijo, embutido en unos pantalones a punto de estallar y con la guerrera abrochada en el único botón que le permitía su tripa -.
- Tú, el más alto de vosotros - lo decía por Chepu -. ¿Ya estás arreglado?¿Qué te falta?
- Los zapatos, mi teniente - contestó Chepu -. Me están demasiado pequeños.
Las mangas de la guerrera le llegaban por encima de las muñecas, igual que las perneras de sus pantalones no alcanzaban sus tobillos.
Yo, entre tanto, con el cinturón ajustado hasta entrecortar la respiración, trataba de mantener dignamente colgados unos pantalones que tapaban mis pies y aún le sobraban unos cuantos centímetros de tela. La guerrera, además de cubrirme casi por entero, no hacía más que destacar mis soplillos, sin aportarle el aire aristocrático que sólo un príncipe de Gales puede llegar a adquirir por ello. Por suerte no era lo desafortunado de mi físico lo que resaltaba la grandeza de mis orejas, sino la terrible rapada que nos habían dado a los nuevos nada más poner los pies en el cuartel.
Realmente, ninguno de los tres estábamos para salir de "bonito" a pasear por Céuta con aquellas pintas, por lo que durante los dos siguientes fines de semana nos vimos recluidos en el cuartel por falta de vestuario. Luego, cuando llegaron nuestras tallas, eso sí, parecíamos pinceles.
Y así fue, que el roce hizo cariño y comenzamos a intimar, para lo que nuestra afición por el hachís fue fundamental. Durante aquellos primeros días de MILI (servicio militar obligatorio) en el cuartel, compartimos lo que cada uno llevaba. Los sábados y los domingos nos quedábamos en la compañía durante el tiempo de paseo y tomábamos el sol por las tardes en los lavaderos de detrás del barracón, que miraban a poniente. Allí merendábamos el triste bocadillo de salchichón y la "litrona" de cerveza caliente que servían en la cantina. Después yo desenfundaba mi guitarra española con cuerdas de acero, y con dedos pegajosos comenzaba a rascarla cantando en espanglish composiciones propias de indefinido e incipiente rhythm and blues. Había pasado de un pobre aprendizaje del folk y los canta-autores de mi época adolescente, a la búsqueda en solitario de las tonalidades y esquemas del blues y del rock que triunfaban en los últimos años. Y aunque verdaderamente no tenía ni idea, con ello hacía diferentes aquellos momentos que pronto lograron que fuéramos conocidos por los veteranos, que se acercaban a vernos apercibidos por nuestra extraversión y que poco a poco comenzaron a darnos su confianza.
Desde entonces, hasta aquel momento crucial, nunca hubo tiranteces ni disputas entre los tres, y como buenos hermanos compartimos las exiguas pertenencias de que disponíamos igual que los buenos y malos ratos, los arrestos en cocina y los escaqueos en cuadras y hangares.
Pero todo había llegado demasiado lejos con la última movida de hachís, y aquella noche, una vez trasladados al Cabo de Gata y al calor de la tienda de campaña, por un simple petardo de hachís estalló el conflicto.
- Joder, no lo entiendo. Cada vez eres más rácano - afirmé dirigiéndome a Botijo -. ¡Qué pasa! ¿Que de verdad no piensas hacerte un porro?
- ¿Por qué no te lo haces tú? - me contestó -. ¿Es que no te queda nada?
Sí, ya lo ves; y lo compartiré con los tres de igual modo - le conteste enseñándole un trozo pequeño de unos tres gramos, único superviviente de los doce días de campaña por las tierras de Almería -. Pero tú, que aun mantienes un tocho cojonudo...
- Venga, "tírate el rollo" Botijo; sólo es un porro - le increpó Chepu.
Ya me he cansado - respondió malhumorado Botijo -, llevo todo el camino haciéndomelos y no tengo la culpa de que vosotros andéis a dos velas. Deberíais habéroslo montado mejor, tíos.
¡Hombre, lo que no se yo es cómo! - intervine -. No entiendo cómo es posible que después del éxito tan destacado de la operación, que aún está por cobrar la pasta, de los días que han pasado y los clientes que me has mandado a la tienda, a nosotros casi se nos haya terminado el hachís y a ti te quede casi el mismo cacho que antes de llegar. Para nosotros ha sido lo comido por lo servido, pero no parece igual en tu caso. No me creo que de pronto te hayas convencido de que fumar es malo para la salud y estás dejándolo.
-Mira tío, piensa lo que quieras, pero yo, tonto no soy. El día que salimos de casa del moro sin la pasta comprendí que no iban a cumplir con el trato, y por supuesto no quería ser como tú y tu testaruda palabra de honor. ¡A la mierda con ella! Antes de entregar la mercancía tomé un trozo idéntico al que nos llevamos. Al fin y al cabo, era lo convenido inicialmente. Nunca me fíe de ellos.
Pero sólo después de maldecirle y saltar sobre él para obtener el resultado referido anteriormente, pude darme cuenta del error al que me había llevado mi ofuscación, aunque así y todo, no pensaba dejarlo pasar. Apenas quedaban en mi bolso los pocos billetes verdes que tendría que invertir en hachís a nuestro regreso para poder seguir fumando.
Aún estaríamos un par de días más dando patadas a los terrones y las piedras para coger alacranes - muy abundantes por allí - y echarlos a pelear. Botijo lo hacía sin ningún miedo, era un aventurero y un amante del medio natural de verdad. Conocía desde pequeño el mundo de la caza gracias a su padre, que la practicaba con asiduidad y con quien había salido al campo ni se acordaba las veces. Se sabía el nombre de muchas aves, de muchos árboles y arbustos, de yerbas silvestres, insectos, peces y reptiles; de animales salvajes de todo tamaño y pelaje.
Cogía los alacranes con la mano sin pensarlo un momento y los enfrentaba entre ellos hasta que peleaban. Después nos enseñaba cómo se suicidaban haciéndoles un círculo de fuego. Una vez cogió un ciempiés enorme y lo puso a pelear con un alacrán, que no pudo librarse de la presión de los anillos de aquel y murió aguijoneado como había predicho botijo.
De nada sirvieron las increpaciones de un pastor que acostumbraba llevar a pastar por allí a su rebaño, mandándonos a nuestra tierra a levantar terrones, pues lo único que conseguíamos allí era hacer enfermar a sus ovejas.
Botijo decía que no pasaba nada si nos picaba un alacrán, pues a él ya le habían picado más de una vez y suponía poco más que un mareo que pronto pasaba. Chepu y yo nos cuidamos muy mucho de andar como él con aquellos juegos, pero el aburrimiento hace maestros de la imprudencia y finalmente el juego terminó en aguijonazo justo antes de tomar transporte de regreso al puerto, poco antes de meterse el sol.
Subimos a Botijo totalmente mareado en el Jeep del teniente Guerrero, después de casi echar las bilis por la boca. Pasarían unos quince minutos de viaje antes de que los colores comenzaran a retornar a su rostro redondo y la lengua a soltarse de nuevo. Era un tipo muy gracioso, no sólo sus gestos y maneras, sino también sus palabras así lo corroboraban.
- ¡Veis tíos, como no pasaba nada!
Chepu y yo, después del desconcierto inicial, cuando pensamos que podía ocurrir algo realmente grave, nos sentimos aliviados al comprobar que sólo había sido un susto que nos había dado el cabronazo de nuestro amigo. Un pequeño trago de Jhonny Walker y un cigarro, y finalmente de vuelta a casa otra vez entre dos luces.