No hizo nada por reprimir el torrente de lágrimas que se desbordó en sus ojos cuando abandonaba la habitación. Lentamente recorrió el pasillo buscando la salida de aquel ala del hospital. Se preguntaba si el color verde pálido de las paredes se debía a la falta de emociones que transmitía. Quería estar a solas un rato mientras fumaba un cigarrillo, quizás con la idea inconsciente de disolver en el humo la cantidad de sentimientos encontrados que bullían en su cabeza. Decidió tomar las escaleras, a esas horas desoladas, para bajar a la calle desde la novena planta. No quería que nadie reconociera su dolor en el ascensor, aún no había sido capaz de recomponer su rostro y su garganta permanecía hecha un nudo.
Cuando salió a la calle el aire frío golpeó en su rostro con dureza. Subió hasta arriba la cremallera de su cazadora y enroscó alrededor de su cuello la bufanda de lana gruesa; metió sus manos en los bolsos y comenzó a descender con paso lento la rampa de acceso a la entrada principal del hospital. A medio camino se cruzó con unos conocidos que le saludaron y con quienes habló un par de minutos a requerimiento de sus preguntas. Les contestó que le quedaba poco, tal vez horas. Que nunca se sabía lo que podía durar un cuerpo; que sólo Dios, si existía, podía saberlo.
Después de despedirse culminó el descenso de la rampa y cruzó la avenida buscando un mesón que conocía y que disponía de terraza cubierta para fumar. A pesar de estar en pleno diciembre, la temperatura no se correspondía con el frío helado y seco que suele sobrecoger la meseta castellana en esta época del año. Estaba resultando un invierno templado, que prometía ser corto y seco, muy similar al anterior. Aún así, entró en el local agradeciendo la calefacción.
No tenía prisa, no le importaba que los camareros anduviesen distraídos en sus cosas ayudados por la escasez de clientes aquel miércoles por la tarde, ya anochecido. Además de entrar en calor, la contemplación en la espera de sus servicios le ayudaba a apartar la obsesión de sus pensamientos el tiempo que necesitaba para serenar su alma, que parecía gravitar fuera de su cuerpo. Se percató de que, por un momento, sólo él estaba siendo consciente por entero del resto de los presentes en el local; como si estuviera observando desde fuera la escena, igual que el pintor contempla por primera vez el resultado definitivo de su creación plasmada en el lienzo. Respiró aliviado pensando que la vida continuaba pese a todo; que nada era tan fuerte como para detenerla; ni siquiera la muerte. El dolor que ahora sentía era parte de aquel, del que la muerte estaba apunto de liberar a una madre que yacía en la cama de un hospital rodeada de todos sus hijos queridísimos, que no la abandonaban ni de día ni de noche. Ellos no encontrarían consuelo en la resignación, pues es difícil aceptarla cuando se pierde lo más puro y bondadoso que se ha disfrutado, que se ha tenido. Y su madre lo era.
Tras levantar el brazo para hacerse observar por los camareros, que comentaban con un cliente sentado al fondo de la barra los detalles de la última jugada del partido de liga que se disputaba a esas horas, y que estaba siendo transmitido por canal de pago, pidió un vino tinto de la tierra y una tapa de oreja rebozada al primero que se acercó para atenderle. Cuando estuvo servido sacó un billete y pagó. Dio un trago largo que dejó mediado el contenido de la copa, cuyo calor agradeció su estómago encogido, y luego se dedicó a comer masticando despacio, intentando imponer el mismo ritmo a la mente, que no hacía otra cosa que reclamarlo para que volviera a sus pensamientos.
Tomando la copa en su mano salió fuera, a la terraza. Descansó la copa en una mesa alta en la que había un cenicero y sacó su bolsa de tabaco. Con el mismo cartón de la solapa del librillo se fabricó un filtro, y después de añadir sobre el papelillo un poco de tabaco, lío con él un cigarrillo. Lo encendió y aspiró una bocanada de humo que dejó escapar por sus fosas nasales primero, y después lentamente de su boca. Sus pulmones se sintieron aliviados de la opresión que los compungía. Repitió el ejercicio varias veces hasta que sació del todo su ansiedad y luego apagó el cigarrillo. Dio un último trago a la copa y se dispuso a regresar al hospital.
Por el camino recordó la escena de aquella tarde al entrar en la habitación del hospital. Su mujer permanecía de pie junto a la cama con la mano de su madre cogida entre las suyas. Otras hermanas y hermanos la acompañaban en la vigilia por la madre moribunda, rodeando su lecho por completo. Eran una familia numerosa y unida. Él, tras apenas presentarse, permaneció de pie a una cierta distancia de la enferma sin decir nada. Al cabo de un rato en el que sólo se oía en la habitación el sonido de la máquina a la que permanecía entubada y los estertores de sus últimas bocanadas de aire, salió para el pasillo. Su mujer le siguió casi al instante, y una vez fuera se abalanzó en sus brazos. Él la apretó contra su pecho y dejó que desahogara el hipo de su llanto. Sintió como buscaba en sus brazos refugio a su desolación, y en su abrazo intentó trasmitirle toda la comprensión que sentía por su dolor y el amor que renacía en su corazón del sufrimiento inevitable; un amor que nunca había sentido; un amor nuevo, adulto y maduro, vivo en la esperanza de permanecer juntos hasta el fin.
Después de un impás de amarga felicidad él la separó de su pecho, y limpiando con las manos sus lágrimas, le preguntó:
-¿Cuales han sido sus últimas palabras?
A lo que ella le respondió:
-Portaros bien, chicos.
Cuando salió a la calle el aire frío golpeó en su rostro con dureza. Subió hasta arriba la cremallera de su cazadora y enroscó alrededor de su cuello la bufanda de lana gruesa; metió sus manos en los bolsos y comenzó a descender con paso lento la rampa de acceso a la entrada principal del hospital. A medio camino se cruzó con unos conocidos que le saludaron y con quienes habló un par de minutos a requerimiento de sus preguntas. Les contestó que le quedaba poco, tal vez horas. Que nunca se sabía lo que podía durar un cuerpo; que sólo Dios, si existía, podía saberlo.
Después de despedirse culminó el descenso de la rampa y cruzó la avenida buscando un mesón que conocía y que disponía de terraza cubierta para fumar. A pesar de estar en pleno diciembre, la temperatura no se correspondía con el frío helado y seco que suele sobrecoger la meseta castellana en esta época del año. Estaba resultando un invierno templado, que prometía ser corto y seco, muy similar al anterior. Aún así, entró en el local agradeciendo la calefacción.
No tenía prisa, no le importaba que los camareros anduviesen distraídos en sus cosas ayudados por la escasez de clientes aquel miércoles por la tarde, ya anochecido. Además de entrar en calor, la contemplación en la espera de sus servicios le ayudaba a apartar la obsesión de sus pensamientos el tiempo que necesitaba para serenar su alma, que parecía gravitar fuera de su cuerpo. Se percató de que, por un momento, sólo él estaba siendo consciente por entero del resto de los presentes en el local; como si estuviera observando desde fuera la escena, igual que el pintor contempla por primera vez el resultado definitivo de su creación plasmada en el lienzo. Respiró aliviado pensando que la vida continuaba pese a todo; que nada era tan fuerte como para detenerla; ni siquiera la muerte. El dolor que ahora sentía era parte de aquel, del que la muerte estaba apunto de liberar a una madre que yacía en la cama de un hospital rodeada de todos sus hijos queridísimos, que no la abandonaban ni de día ni de noche. Ellos no encontrarían consuelo en la resignación, pues es difícil aceptarla cuando se pierde lo más puro y bondadoso que se ha disfrutado, que se ha tenido. Y su madre lo era.
Tras levantar el brazo para hacerse observar por los camareros, que comentaban con un cliente sentado al fondo de la barra los detalles de la última jugada del partido de liga que se disputaba a esas horas, y que estaba siendo transmitido por canal de pago, pidió un vino tinto de la tierra y una tapa de oreja rebozada al primero que se acercó para atenderle. Cuando estuvo servido sacó un billete y pagó. Dio un trago largo que dejó mediado el contenido de la copa, cuyo calor agradeció su estómago encogido, y luego se dedicó a comer masticando despacio, intentando imponer el mismo ritmo a la mente, que no hacía otra cosa que reclamarlo para que volviera a sus pensamientos.
Tomando la copa en su mano salió fuera, a la terraza. Descansó la copa en una mesa alta en la que había un cenicero y sacó su bolsa de tabaco. Con el mismo cartón de la solapa del librillo se fabricó un filtro, y después de añadir sobre el papelillo un poco de tabaco, lío con él un cigarrillo. Lo encendió y aspiró una bocanada de humo que dejó escapar por sus fosas nasales primero, y después lentamente de su boca. Sus pulmones se sintieron aliviados de la opresión que los compungía. Repitió el ejercicio varias veces hasta que sació del todo su ansiedad y luego apagó el cigarrillo. Dio un último trago a la copa y se dispuso a regresar al hospital.
Por el camino recordó la escena de aquella tarde al entrar en la habitación del hospital. Su mujer permanecía de pie junto a la cama con la mano de su madre cogida entre las suyas. Otras hermanas y hermanos la acompañaban en la vigilia por la madre moribunda, rodeando su lecho por completo. Eran una familia numerosa y unida. Él, tras apenas presentarse, permaneció de pie a una cierta distancia de la enferma sin decir nada. Al cabo de un rato en el que sólo se oía en la habitación el sonido de la máquina a la que permanecía entubada y los estertores de sus últimas bocanadas de aire, salió para el pasillo. Su mujer le siguió casi al instante, y una vez fuera se abalanzó en sus brazos. Él la apretó contra su pecho y dejó que desahogara el hipo de su llanto. Sintió como buscaba en sus brazos refugio a su desolación, y en su abrazo intentó trasmitirle toda la comprensión que sentía por su dolor y el amor que renacía en su corazón del sufrimiento inevitable; un amor que nunca había sentido; un amor nuevo, adulto y maduro, vivo en la esperanza de permanecer juntos hasta el fin.
Después de un impás de amarga felicidad él la separó de su pecho, y limpiando con las manos sus lágrimas, le preguntó:
-¿Cuales han sido sus últimas palabras?
A lo que ella le respondió:
-Portaros bien, chicos.