El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 3 de agosto de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 5












































La carretera de Zamarramala que baja hacia Segovia, igual que la de Arévalo, que serpenteando sube a la ciudad, eran un devenir constante de camiones, animales cargados y tropas marchando hacia ella, que producía un ruido que se escuchaba a varios kilómetros de distancia. A la altura de la iglesia templaria de La Vera Cruz, con el imponente Alcázar al fondo, la soberbia catedral que se erige como un monolito impresionante y la iglesia de San Esteban, con su preciosa torre románico bizantina elevándose por encima de los tejados, producían a la vista un esplendido fresco al atardecer que quedó grabado para siempre en la memoria de José. 

El intenso tráfico de aviones que cruzaba la ciudad ensordecía aún más el ambiente, que se hacía agobiante para los hombres cansados tras varios días de marcha, y que esperaban un descanso merecido. Aún deberían cruzar la ciudad dejando a un lado el titánico acueducto romano para dirigirse a Palazuelos de Eresma, donde se encontraba su destino de acampada.


Las noticias sobre la inminente ofensiva republicana se extendieron como la pólvora entre los soldados. En la mayoría de los rostros se apreciaba el temor y el pánico a entrar en combate, y en otros el ardor guerrero y aventurero que propiciaba su carácter impaciente.
José no mostraba el más mínimo recelo, pero en su corazón y en su mente no dejaba de habitar el recuerdo de Micaela, su novia, de quien no pudo despedirse.


Era ya de noche cuando llegaron al campamento. Descargaron las mulas y las metieron en un cercado habilitado a orillas del río Eresma. Les dieron de comer un poco de grano y heno seco, y después subieron a la tienda de cocina donde se repartía el rancho de la cena. Estaban hambrientos y muy cansados, todavía tendrían que montar la tienda de campaña antes de acostarse para dormir, algo que les fastidiaba, pues parecía como si la jornada se resistiese a concluir haciendo que el cansancio acumulado fuera insoportable. A lo lejos, en lo alto de la sierra, como un murmullo lejano se oía el movimiento incesante de las tropas con su maquinaria bélica.


-José, ¿cuando crees que nos mandarán ahí arriba? - Le preguntó Daniel.


-No lo se - contestó -, pero no creo que se demore mucho. El movimiento que traemos y lo que parece suceder ahí arriba, me hacen pensar que no estaremos mucho tiempo de descanso. De todas las formas, tal vez ni los mandos lo sepan. Estamos aquí para defender Segovia. No creo que seamos nosotros quienes empecemos el fregado.


-Ya podían irse por donde han venido! - Soltó Manuel - 
¡Maldita la hora que se me ocurrió alistarme! Deberían ser ellos, los mandos, quienes decidieran la guerra en vez de obligarnos a nosotros a matarnos sin sentido. Al fin y al cabo son los que cobran y viven de ello. Yo no tengo nada contra esos hombres de ahí arriba, nada me han hecho. 
¿Por qué me obligan a enfrentarme con quienes nada me deben, que en nada me han ofendido? ¿Debemos morir nosotros para que ellos vivan de puta madre? ¡Me cago en su estampa y en todos sus putos muertos!


-Las cosas se han puesto demasiado feas, Manuel. No luchamos contra ningún invasor, luchamos contra nosotros mismos. A mí si me han hecho cosas. A mí y a mi familia, y nosotros no nos hemos metido nunca con nadie. Es justo que ahora defendamos lo que quieren quitarnos: ser como somos. A eso no estamos dispuestos a renunciar -. Dijo Tomas.


-¿Y yo qué? - contestó Jacinto - ¿Tengo yo la culpa de ser quien soy, de ser como soy? No me avergüenzo de nada. Soy maricón, ¿y qué? Tengo dos cojones igual que cualquier otro, es posible que mejor que muchos de esos "señores" a los que estoy cansado de ver frecuentar sitios que después censuran para limpiar su reputación, y a quienes les da igual una almeja que un mejillón. ¡Malditos bastardos! Por su culpa me veo aquí. Si de algo me arrepiento es de haber nacido en esa mierda de ciudad donde he nacido, llena de pueblerinos incultos, gobernados por caciques sádicos y pervertidos hasta la médula. ¡Menuda casta de degenerados!


-Pues yo creo - intervino  Daniel - que la incultura nos hace más manejables, y que nuestros dirigentes están aprovechándose de ello para conseguir sus fines particulares sin el más mínimo respeto por las individualidades. En eso estoy contigo, Jacinto. Pero eso no les da derecho a destruir nuestras tradiciones, nuestra convivencia. Mi familia ha vivido siempre de la misma manera, sin meterse con nadie, sin ofender. ¿Por qué debemos ser todos iguales, si realmente no lo somos? Yo tenía una profesión, algo que sabía hacer bien y con lo que estaba satisfecho, ¿quienes son ellos para decirme a mí lo que debo, o no, hacer? Envenenaron mis mulas porque no pudieron tenerme de su lado y me dejaron sin sustento; a mi y a toda mi familia. ¿A santo de qué? No se cuando empezará esto y si sobreviviré a ello, pero estoy dispuesto a luchar hasta el final contra todos aquellos que representan esos valores por los cuales yo me quedé sin los míos.














José les escuchaba recostado en su petate a la puerta de la tienda de campaña y al calor de la pequeña fogata que habían encendido, donde se calentaba un pote menudo con café y achicoria mezclados.


- ¿Y tú que dices José? - le increpó Manuel -. Parece que contigo no va la cosa.

José meditó por un momento lo que debía decir y después respondió:


-Todos estamos aquí por lo mismo y de nada servirán nuestros pensamientos, nuestras motivaciones. Ahora tendremos que preocuparnos por sobrevivir, nada más. No podemos hacer nada para detener esta locura a la que nos vemos arrastrados y debemos tener muy claro y no olvidar en que parte estamos. Yo tampoco he querido venir aquí, pero nadie es dueño de su destino. Lo que se es que la vida nos ha puesto en este lugar, en esta hora maldita, y que debemos afrontarlo como hombres; hombres que no han dudar, ya que en frente encontrarán a otros que no dudarán, pues también desearán sobrevivir por encima de todo, de cualquier idea. Estamos en el campo de batalla y no existe marcha atrás: o ellos, o nosotros.


-La verdad es que te explicas de maravilla, José. Pero no me convences - dijo Manuel -. Sigo pensando que deberían ir ellos. Nosotros tiramos con pólvora ajena. Como aquel canalla de mi pueblo, a quien quité la escopeta de las manos la pasada víspera del "Pilar" cuando iba en busca de un compañero de trabajo para matarlo, pues el amo le había hecho capataz y se lo había mandado. El compañero se había afiliado al sindicato exigiendo mejores condiciones laborales, por lo que el amo le echó del trabajo sin pagarle. Aprovechando que en la fiesta del pueblo estaban todos en el baile por la noche, el jornalero entró en la cuadra donde su antiguo amo criaba los cerdos, y con la ayuda de varios amigos le robó todos los lechones de la última paridera dejando sólo uno junto a las madres; el sobrero, el más raquítico y diminuto de todos, al que le colgó un cartel que ponía: "Dile a tu amo que a ti no te llevamos porque no nos da la gana". Para vengarse, el señorito puso de capataz al más gandul y lameculos de sus criados, y metiendo unos duros en su bolso le dio una de sus escopetas de caza para que fuera a matarlo. Yo me lo encontré camino de las viñas y el muy iluso me contó lo que había pasado y cuales eran sus intenciones, por lo que, en un arrebato de cólera le quité la escopeta de las manos y lo sopapeé.

-Estúpido - le dije -, ¿por qué vas contra quien es como tú y defiende sus derechos y los tuyos? Lloró como una "María" y arrepentido volvió a su casa. Esto mismo creo que nos está pasando a nosotros, y que también deberíamos revelarnos contra ello.


-Bueno - dijo José - dejemos el tema ya. Es prioritario descansar. Mañana puede que sea un día muy largo y no tengamos otra posibilidad. Debemos estar preparados, con las cabezas despejadas. No sabemos todavía cuál será nuestra misión, ni qué nos tocará pasar. Aprovechemos bien la noche y mañana ya veremos que pasa.




Arriba, en lo alto de la sierra, como relámpagos de una tormenta destellaban las luces de los convoyes, mientras el rugir de los motores amortiguado por la distancia presagiaba el nuevo escenario.
El primer cuerpo de ejército republicano fue desplegado desde el puerto de Guadarrama hasta el puerto de Somosierra. El sector del Alto del León se reforzó con una brigada y el de La Granja con una selecta división, la 35 del coronel Walter (General polaco que lucharía posteriormente contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial), que estaba compuesta por dos brigadas internacionales (la XXXI y la XIV) controlando las alturas que dominan Valsaín y La Granja.


A las 3 horas de la madrugada cesó el tráfico arriba en la sierra, y con ello se impuso el silencio sobre la planicie inundada de estrellas. Las tropas nacionales fueron alertadas entonces a toques de cornetín, dispuestas en formación de combate a la espera del ataque inminente. 
En el cerro de Cabeza Grande, con sus 1428 metros de pendientes pronunciadas, pobladas de encinas y pinos, entre enormes rocas que hay que sortear para acceder hasta su cima, se encontraban destacados poco más de trescientos hombres del ejército nacional, que deberían contener el embate republicano en su descenso hacia La Granja y Valsaín. Preparados en sus trincheras, nidos de ametralladora y morteros, esperaban con expectación el momento en que entrarían en combate. Y ese momento llegó el mismo día treinta de Mayo a las cinco horas y cuarenta minutos de la mañana, precedido por un impresionante fuego artillero que pronto cedería el paso a la aviación para que, adelantándose sobre las bases "nacionales", apoyara el avance de la infantería.





Pero el ataque inicial tuvo un desigual resultado, pues la XIV brigada del ejercito republicano que descendía por el centro apenas pudo salir de su posición, y tras dejar a su espalda las masas de pinos en su descenso fue contenida por los nacionales desplegados desde Valsaín hasta el Cerro el Puerco. En el ala izquierda se hicieron fuertes los hombres destacados en Cabeza Grande, resistiendo las envestidas de la LXIX brigada. Mejor suerte corrió la XXXI brigada internacional del "general Walter" por el sector derecho, que logró descender hasta La Granja desbordando las fuerzas que la defendían y cortando las carreteras que conducen a Segovia y Torrecaballeros.


La situación en La Granja, a pesar de la férrea defensa organizada por el general Varela, se complicó en tal medida por el acoso republicano, que el general regresó a Segovia para ordenar al V Tabor de regulares de Melilla ( unidad cedida por el general Franco, más otra de legionarios ) que entrase en acción en los combates de La Granja de San Ildefonso.


La compañía a la que pertenecía José, como todo su regimiento, esperaban el momento oportuno para entrar en la batalla que se desarrollaba frente a sus ojos, con la sierra de telón de fondo y la montaña de "La mujer muerta" como símbolo de presagio fatal .
Entonces el sargento primero de la compañía, con órdenes imperativas de su capitán, se dirigió a José:


-Cabo, prepare las mulas con su material, nos vamos a San Ildefonso. Inmediatamente. Debemos llegar antes de que caiga la tarde. Salimos dentro de media hora.


José alertó a los muchachos para que cargasen las mulas, y mientras lo hacían apreciaron un fuerte olor a sus espaldas transportado por la suave brisa que soplaba desde el oeste. Miraron atrás y vieron llegar, envueltos en una nube de polvo, al Tabor de regulares moros que se dirigía a combatir en La Granja.


-¡Maldita su estampa! - Dijo Manuel -. Huelen a rayos y demonios. Sólo con el olor matan.

-¿Seguro que estos sabrán luchar? - Contestó Daniel. - Vaya mierda que nos ha prestado el "Generalísimo".

-¿Y vamos a marchar tras ellos? Menuda peste. Estoy por asegurar que cargan con un regimiento de chinches. Esperemos que no se los peguen a las mulas -. Continuó Tomás.


Pasaron delante de ellos desfilando ordenadamente y al unísono, en doble fila. Sin hablar, sin prestar atención a otra cosa que no fuera la vista al frente y las órdenes de sus mandos.
Parecían hombres curtidos durante largo tiempo en el ejercicio de las armas y que habían sobrevivido a otras campañas adquiriendo una experiencia que les aportaba un halo de superioridad. En sus rostros morenos, oscurecidos aún más por el sol estival y sus barbas largas, mal cuidadas, destacaban ojos fieros y expectantes, lo cual causó una profunda y extraña impresión en el grupo de José, que quedó paralizado el tiempo que desfilaron ante ellos.


-Cabo - le sorprendió el sargento -; cambio de órdenes.

Le entregó un mapa topográfico con una ruta marcada en rojo.


-Deberá dirigirse con las mulas en dirección Valsaín al cerro de Matabueyes, para entregar todo el material en el puesto de mando. Lo siento, es la posición más castigada por el combate. Necesitamos a toda costa mantenerla durante el mayor tiempo posible para evitar la maniobra de envolvimiento de La Granja. Allí también se combate a las puertas de la ciudad. Por ninguna razón se puede perder el abastecimiento. Allí arriba nuestros hombres dependen de lo que ustedes hagan. ¿Comprende bien lo que le digo, cabo?

-Perfectamente señor. Cumpliremos con nuestro deber.


-Preguntará por el teniente Santos. Él es el responsable de recoger el armamento. Adjunto al plano vienen todas las indicaciones además de la contraseña, por si fuera necesaria. Empléense pronto en la tarea, es demasiado urgente para demorarla un minuto más.


La intensidad de los combates se descubría por encima de su vista a pocos kilómetros sobre las estribaciones de la sierra mientras desaparecían en el bosque poblado de robles y encinas, de pinos y matorrales que ocultaban el escenario, más cercano a sus oídos cuanto más se adentraban. Sintiendo más potentes el silbido de los obuses de la artillería y las deflagraciones de los morteros, los incesantes carraspeos de los nidos de ametralladoras y el interminable vocerío, que en cada diminuta pausa de la maquinaria se oía como una marea en un día tormentoso.






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