El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 7



José reflexionaba en silencio de camino a Segovia. Mientras, Manuel alardeaba ante sus compañeros sobre la forma de cortar el cuello y derribar al miliciano, y de como lo remató acuchillándolo en los riñones mientras se tapaba con su cuerpo. Embriagado por el aguardiente y la adrenalina liberada, no paraba de cuchichear en voz baja, dándose importancia y jactándose de su habilidad para matar. Ponía gestos de torero al expresarse, que en nada pegaban con aquel bigote gordo y negro como su pelo, que llegaba hasta las comisuras de sus labios carnosos en una cara de ojos achinados y nariz afilada. Era corpulento y un poco barrigudo, descuidado en su vestimenta y desgarbado en los andares; caminaba como si fuera tirado para atrás, con mucha decisión y movimiento.

Y los pensamientos, los sentimientos contradictorios, las sensaciones recientes y excitantes pasaban por la cabeza de José como había pasado la muerte por sus manos. Aquel escalofrío que había sentido al comenzar la refriega, en el instante preciso de disparar, había sido algo más que una sensación, mucho más; una especie de frenesí, de orgasmo mental que aún no le había abandonado del todo. Había matado sin pretender hacerlo, pero había organizado y decidido la matanza, aunque lo justificara la seguridad. Acostumbrado a no ser dueño de su destino, siempre pensó que todo tenía límites, pero sentía ahora como esos límites se expandían sin control llevados por la acción, por la fuerza que la acción ejerce en los hombres.
Trataba de acordarse de Micaela y volver a otra realidad, pero su mente seguía atrapada en el tiroteo. La guerra, la maldita guerra le había tocado a él, le había explotado en la cara con toda su mierda para no perderse nada desde el primer momento.
Había matado a cinco hombres que no conocía, sin más; hombres que no pudieron defenderse, que no tuvieron esa oportunidad. Y a pesar de todo debía sentirse bien, había sido un héroe. Eso dirían sus hijos - si los tuviera - y los hijos de sus hijos. Pero aquel seco escalofrío, que había recorrido toda su columna vertebral al verse de cara con la muerte, sentía que lo acompañaría siempre. Ni siquiera tendría el deseo de contárselo a sus nietos.

-¡Ahora si que nos darán una medalla, Manuel! - Le comunicó Jacinto -. Verás cuando lleguemos con la dinamita, los caballos y esos documentos. Tal vez este encuentro cambie mucho las cosas. Hemos desbaratado sus planes sin que puedan enterarse. No hemos quedado ni uno vivo.

-¿Pero tu viste, niño, como le rebané el pescuezo a ese mamón? ¡Fizs! De una pasada. Se confió demasiado "el pavo". No hay que fiarse ni del cuello de la camisa, ni de la madre que parió a uno.

-Sí Manuel, de ésta te hacen general -. Bromeó Daniel.

- Ríete si quieres y piensa lo que te de la gana, pero tu no habrías sido capaz de hacerlo. Es muy bonito disparar al cubierto de la noche y por sorpresa. Yo sólo me aproveché de las sombras y de la proximidad que me proporcionó la confianza que les inspiré.

-Sí, fuiste muy convincente con tus patrañas. Toda esa historia de tu padre estuvo muy bien, se la tragaron. Era algo así lo que querían oír y tú lo bordaste. Tengo que reconocer que eso es lo que más me ha gustado. Pero deja ya de alardear de tu sangre fría para asesinar, me aburren tus fanfarronadas. Has ido delante por pura seguridad del grupo, y me alegro de que todo haya salido bien, pero no resulta precisamente agradable ver como un hombre degüella a otro y le saca las tripas por un costado.

-Me pareces un poco impresionable Daniel. Esto es la guerra, o sea, una carnicería. No se puede ser escrupuloso, porque si no, en vez de elegir resultarás elegido -. Terminó Manuel.




José pensaba en aquella disyuntiva: "matar por necesidad puede merecer disculpa, pues es algo que no es totalmente voluntario, sino, muy al contrario, condicionado en grado sumo. No resulta digno de orgullo disparar por la espalda, pero la necesidad imperiosa de sobrevivir manda. Pero entender la necesidad de matar como algo más que puede exceder el límite de la autodefensa, significa un crimen mayor, un pecado imperdonable."



-Déjalo Daniel - dijo Tomas -. No comprende que para la mayoría de las personas esto es un trauma, no una veda abierta. Hay ciertos hombres que encuentran ahora su oportunidad para ser ellos mismos con impunidad, sin responsabilidad moral, sólo por el deseo de ser más, de poder tener más y vivir mejor y más que los otros. Aunque no quiere reconocerlo, Manuel está a sus anchas. Es la aventura lo que le pierde.

A Tomás nunca le habían gustado los gitanos. Recordaba verlos venir todos los años con sus carretas y toda la retahíla detrás. Las mujeres con los churumbeles en los brazos a la sombra de los carros, y los más mayores caminando escoltados por un rebaño de perros, patos, gallinas y alguna que otra cabra. El patriarca siempre al bocado de las mulas, mientras el hijo mayor se hacía cargo de las riendas desde la carreta, cubierta por una lona vieja y destartalada, mantenida por mil parches.
Se asentaban siempre en las eras del pueblo, donde se trillaban las mieses, o más allá, bajo los olmos del arroyo. Y su fogata permanecía siempre encendida, humeante, con un olor característico y único. La mayoría eran quincalleros que vivían de la venta de quincalla y la reparación de potes y cazuelas. Otros se dedicaban al espectáculo cantando por flamenco o haciendo un circo con algún mono, un loro y cuatro perros saltando entre arcos de fuego y adoptando posturas curiosas a las órdenes de su amo. Eran considerados por el vecindario como amigos de lo ajeno, de los montones de trigo que se secaban al sol y de los pollos y las gallinas que se acercaban demasiado a los límites en sus corrales; de la vendimia anticipada y el robo de fruta en otoño, o la leña en invierno. Cuando llamaban a las puertas pidiendo limosna, comprando hojalata o arreglando quincalla, apenas se les entreabría la puerta mientras se hablaba con ellos, y permanecían fuera con la puerta cerrada esperando el pote viejo de hojalata para reparar, o el cacho de pan con que se pagaba la limosna.
Eran como gatos callejeros, esquivos y fieros, debido al racismo que la gente adoptaba con ellos.

-¡Hay que ver Manuel. Lo que es tener mala fama! - Continuó Jacinto -. De eso a vosotros os sobra. No comprendo como aún os dejan vivir en este país, con lo racistas que son.

-No somos racistas - contestó Tomas -. Ellos no se atienen a las normas, a lo que ampara la ley. Llevan siglos así y no han cambiado. Nosotros hemos evolucionado, hemos ido cambiando con el paso de los tiempos, somos más civilizados.

-Sí, mira lo civilizados que estamos siendo ahora con esta puta guerra - replicó Jacinto -, que nos estamos matando unos a otros. Es la pobreza la base del conflicto, la falta de oportunidades que nos permitan progresar, y el tener menos derechos que otros por ser más pobres y no poder defendernos. Los pobres debemos ser sumisos y soportar la carga de suponer un estorbo para las clases pudientes, pero nos necesitan para no hacer lo que a nosotros nos lleva la vida. El racismo viene después, para mantenernos separados.

-No deberíamos estar concentrados en ésto ahora - intervino José -. Segovia está a un paso y vamos retrasados. Tenemos que controlarnos más, las diferencias entre nosotros no van a cambiar las cosas. Necesitamos descansar y a la vez llegar a tiempo para realizar otra misión. Sería mejor que nos concentráramos en ello.

Segovía se divisaba apenas por la claridad del alba, pues permanecía a oscuras y con un halo de brumas alrededor. Desde arriba de la sierra parecía una ciudad fantasma que se descubría según bajaban. La catedral y el Alcázar competían con sus sombras para mostrarse reconocibles en el momento exacto en que la noche moría.
Entraron en la ciudad desde la carretera de San Rafael después de parar en el primer control de acceso. José se adelantó para presentar el convoy, que se había hecho muy voluminoso con la incorporación de los cinco caballos de los milicianos, y que significaba un bulto y un movimiento que podrían ser susceptibles de incidentes a la entrada. Directamente se dirigieron al Alcázar por la calle de Juan Bravo dejando a sus espaldas el gigantesco acueducto, reliquia del conocimiento humano y sus capacidades creativas.







-Sí mi teniente. Regresamos de Valsaín tras dejar material en Matabueyes. En el camino de vuelta interceptamos un comando de milicianos que trataban de volar un túnel de ferrocarril. Traemos sus caballos y la dinamita. También estos papeles -. El teniente los tomó de la mano y los examinó: eran las instrucciones para una voladura y un plan de horarios.

-Bien cabo; han hecho un buen trabajo. Descansarán un par de horas mientras reponen sus estómagos y estiran las piernas. Nos ocuparemos de las mulas y las cargaremos mientras tanto. Deberán estar en San Ildefonso a mediodía. El corredor es seguro, no tendrán ningún problema para llegar a La Granja. Intenten recuperarse, lo necesitan. Dejen sus identificaciones en el cuerpo de guardia, valoraremos su audacia y comportamiento.

-Gracias señor, a sus órdenes.

-Ahí tienes la medalla, Manuel. - Le musitó con ironía Joaquín.
-¡Que se vayan al carajo con tos sus putos muertos! No quiero nada que a lo mejor no vaya a disfrutar - contestó Manuel -. Ni quiero ser como Moises, que dicen que pudo ver la tierra prometida pero Dios no le dejó entrar. Espero aprovecharme de ésta lo que pueda, si no palmo en el intento. Y no pienso sentirme culpable por nada.

Tras el descanso reiniciaron la marcha en dirección a La Granja. Llevaban un cargamento de munición y dos antiguas piezas de artillería con las que Varela pretendía defender la plaza. Iban enganchadas a las mulas por un tiro de hierro grueso y pesado, y se desplazaban sobre dos enormes ruedas metálicas fuertemente remachadas.
A pocos kilómetros de Segovia los sonidos de la batalla comenzaban a sentirse cercanos, y más allá de Palazuelos de Eresma las explosiones y el silbido de los obuses, el intenso tiroteo y el rugido de los aviones, cerraban un círculo de guerra total que partiendo del este se extendía por todos los lados.

Llegaron en plena refriega a la Granja, en la hora de más calor. Llenos de polvo y sed sus cuerpos, engarrotados por la tensión. Las calles cortadas por doquier con trincheras de sacos, muebles viejos y antiguos carruajes sellaban las entradas a la ciudad, que defendida por paisanos con escopetas de caza y alguna ayuda militar, mantenían a raya las envestidas republicanas. Llevaron las dos piezas artilleras, una a la fábrica de vidrio y la otra hasta los jardines de palacio, desde donde se mantenía una dura resistencia en la que se mascaba el sabor a pólvora y el estruendo taponaba los oídos. Las balas bailaban por encima de las cabezas y los muertos se usaban para rellenar huecos y cubrirse del fuego enemigo. Allí se enteraron de que Cabeza Grande se había perdido sobre las doce del mediodía. Las tropas nacionales abandonaron su cima al no poder contener por más tiempo el impulso de la ofensiva republicana, pasando a reforzar la retaguardia y combatiendo ahora para mantener las posiciones en la base del cerro. Unas posiciones que no se podían perder, sino ganar, pues su pérdida significaría la invasión de La Granja con el consiguiente acoso sobre Segovia.



Recibieron órdenes de regresar con las mulas a Palazuelos, donde tenía su asentamiento el batallón al que pertenecían. Se librarían de nuevo de entrar en combate, aunque esta vez no sabían que les depararía las nuevas órdenes. La situación no permitía ningún respiro.
A su regreso presenciaron una ejecución, un fusilamiento de tres pisanos que supuestamente habían colaborado con los milicianos. Sus cuerpos quedaron tirados en la cuneta de la carretera; ensangrentados, con sus ropas abrasadas por los disparos a quemarropa.
José y sus compañeros se miraron con complicidad pero no dijeron nada. Cada uno mascaba por dentro su idea, aunque para todos resultara igual de frío, de terrible.

"No había sido muy digno matarlos así, con los ojos vendados y las manos atadas por detrás, empujados a golpes y patadas desde el camión hasta caer en la cuneta y cosidos a tiros allí mismo. La ley queda fuera en cualquier guerra y muchos hombres sólo tienen su juicio justo en el cielo" -. Pensaba José.
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