El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Un hombre que amaba los animales. Cap. 8




























En aquel estado, ensordecido por el ruido, el escenario de la guerra que se movía ante sus ojos a José le parecía ajeno. Inevitablemente, pensaba en Micaela. La sentía cerca y necesaria, y su recuerdo le impulsaba a permanecer vivo. Habían llegado de nuevo a Matabueyes aquel primero de junio de 1937 y esta vez se encontraban en pleno meollo. Los republicanos caían diezmados por el fuego de las ametralladoras y el intenso bombardeo de morteros mientras intentaban metro a metro, hoyo tras hoyo del terreno batido por las bombas, ascender para ganar el cerro. Derrochaban furia y valentía abriéndose paso entre sus compañeros muertos para ganar un palmo más de terreno, vendiendo cara su muerte.



Por encima de las trincheras desde donde José y los suyos defendían el cerro se estrellaban los proyectiles de las baterías enemigas provocando grandes socavones y desprendimientos de tierra en la ladera, que estallaba y en forma de lluvia caía sobre ellos. A su lado izquierdo un soldado era derribado hacia atrás con violencia por una bala que impactaba en su frente. A su derecha otro, que había abandonado su arma, sujetaba el casco fuertemente con sus manos tratando de proteger su cabeza, aterrorizado por la dureza del combate. 
El estruendo de los proyectiles impactando en el terreno, el silbido de los obuses y las cadencias de disparo de las ametralladoras sobresaliendo en el tiroteo incesante y anárquico, se unía al fragor de los hombres en combate produciendo un ruido que embotaba la mente y taponaba los oídos.



Los republicanos comenzaron a atacar a las ocho de la mañana descendiendo desde el cerro Cabeza de Gatos con la brigada XXI para hacerse con el cerro Matabueyes, y controlar desde allí la carretera que une Segovia con La Granja. Pero el empuje republicano fue rápidamente contenido por el apoyo de la aviación nacional, que destruyó sus formaciones y posibilitó el contraataque de los legionarios. Las fuerzas republicanas tuvieron que replegarse entonces a sus posiciones en Cabeza de Gatos mientras la artillería del general Varela bombardeaba intensamente Cabeza Grande, la posición perdida el día anterior.


Hacia allí se dirigieron José y sus hombres tras el repliegue enemigo, envueltos entre varias compañías que atacaban la vertiente norte del cerro. 
El fuego artillero descargaba en lo más alto de las posiciones republicanas y desde abajo las tropas avanzaban contra una lluvia de balas que hacía heroico el momento, pues parecía imposible que nadie fuera capaz de acometer tal desafío si por un instante pensara en ello.
Se avanzaba reptando sobre la ladera, corriendo entre los pinos y ocultándose tras las peñas sin otro objetivo que ascender mientras se estaba vivo. Sin dejar de disparar incluso a lo que no se veía.

Varias veces se estancó el ascenso, pues los nidos de ametralladoras impedían el avance. Los morteros machacaban las posiciones republicanas, pero lo dificultoso del terreno y la espesa vegetación hacían cualquier progreso muy costoso en vidas. Imperativo deshacerse de aquellas dos ametralladoras que cruzaban su fuego, era imposible atravesar su barrido de disparo. 
José pensó que alguien debía arriesgarse y no lo dudó un instante. Habló con sus compañeros y decidió que Daniel, Tomas y él, atacarían la posición del flanco izquierdo mientras que Jacinto y Manuel se situarían lo más cerca posible del nido del otro flanco para ganar esa posición en cuanto se hubiera tomado la primera ametralladora. José y sus compañeros tendrían que dar un rodeo para cogerles por detrás, o de costado, por un terreno dificultoso, lleno de rocas enormes, pinos y encinas centenarias .



Se dirigieron hacia el este hasta que el sonido repetitivo de las ametralladoras les pareció más lejano. Entonces comenzaron a escalar la ladera con mucha precaución, procurando no ser vistos, desplazándose sigilosamente y aprovechando los obstáculos del terreno para camuflarse. Ascendieron lo suficiente para colocarse por encima de las posiciones enemigas y luego emprendieron dirección oeste para encontrarse con ellos.



-¡Quietos! - dijo José - Los tenemos a tiro. 


Se habían situado en su costado derecho, a un nivel superior. Sobre unas rocas desde donde podían ver a los cuatro hombres que componían el puesto de ametralladoras.

-Subiréis un poco más para poder atacarles por detrás mientras yo disparo desde aquí - les dijo a Tomás y a Daniel -. Empezaré el primero para quitar del medio al tirador y si puedo al que le carga. Vosotros os ocuparéis del resto.

Daniel y Tomás ascendieron entre las rocas hasta situarse por encima del puesto de ametralladora, a tiro de sus granadas. José ajustó su ojo a la mira del fusil concentrando la visión en el casco del soldado que disparaba la máquina, mientras enfrente y por debajo de ellos Manuel y Jacinto ganaban las posiciones más cercanas al otro nido de ametralladoras. Con suavidad tiró hacia atrás de la palanca y cargó el arma, afinó la puntería y acarició el gatillo mientras contuvo el aliento. Después dejó salir el aire suavemente entre sus labios, y en el momento preciso en que el arma se mostró inerte en sus brazos, disparó. La bala atravesó el casco del soldado, que quedó paralizado un momento para desplomarse después sobre su acompañante. Disparó de nuevo sobre éste y lo alcanzó en un hombro. Casi al instante Daniel y Tomas lanzaron granadas en el hoyo y entraron disparando a quemarropa. Cuando todo estuvo controlado, José se hizo cargo de la ametralladora dirigiendo su fuego contra la otra, que mantenía a raya la escalada por el flanco derecho. Manuel y Jacinto ocuparon el puesto en cuanto cesaron los disparos.






Una extraña alegría mezclada con el pavor de la refriega y una enorme excitación invadió a José y a sus compañeros, que se miraron con una sonrisa que la emoción impedía contener. Daniel abrazó por un momento emocionado a Tomás y todos se felicitaron mutuamente por haberlo conseguido. José pensaba - lo que le permitía la situación del momento - que no era necesario querer ni planear ser un héroe, pues cuando las circunstancias aprietan empujan hacia una salida, un cambio de las cosas. Que no hay que esperar que la suerte cambie las circunstancias, sino que hay que burlarla tratando de variar la condiciones para aprovecharlas en favor propio. Pensaba que las circunstancias cambian por el efecto de la acción, no del pensamiento, aunque éste sea su motor.



Pero allí no acababa nada, aún seguirían intensas horas de combates. Habían ganado solamente una posición más y quedaban muchos metros para coronar la cumbre del cerro. La defensa era férrea y sería necesario sacrificar un gran número de hombres para conseguirlo.

Gracias a la subida de moral que les proporcionó el poder superar la primera fila de ametralladoras, el coraje se instaló en los corazones de los soldados, que atacaron con furia y decisión convirtiendo la subida del cerro en un verdadero infierno de fuego, donde las bajas por ambos bandos fueron enormes. Cada intento de avanzar en la escalada significaba una carnicería. Los combatientes se atrincheraban en las rocas y tras los árboles, pero los proyectiles de los morteros y las granadas republicanas hacían estragos en las formaciones. Fue la experiencia militar de las fuerzas legionarias la que proporcionó a los nacionales un empuje superior que les permitió ir poco apoco ganando el cerro. Además, la artillería de Varela estuvo machacando la cumbre durante todo el día, debilitando la resistencia republicana.

Sobre las once de la noche se replegaban los republicanos dado por perdido el cerro de Cabeza Grande. Aún lo tratarían de recuperar al día siguiente, pero el empuje de los nacionales les haría retroceder a sus posiciones iniciales.


La batalla había acabado sin haber conseguido el objetivo por el que se inició: conseguir un éxito propagandístico para la República, y hacer que Franco desplazase fuerzas desde el frente del Norte. Pero supuso la muerte de más de dos mil quinientos hombres, que con heroísmo sin igual lucharon por cada palmo de terreno escarpado.







José regresaba a casa con una semana de permiso y la medalla al valor recibida, al igual que sus cuatro compañeros. Deseaba ver a su familia y a su novia Micaela, de quien no había podido apartar el pensamiento todo aquel tiempo. Quería respirar de nuevo el aire del campo de su pueblo, la tranquilidad de lo propio, de lo cercano. Podría ver otra vez a sus amigos, a su antiguo amo y el ganado. Dar un paseo y comprobar el estado de los cultivos, o echar una parlada al sol en el campo con cualquiera que trabajara. Todas aquellas pequeñas cosas que hasta entonces habían sido su vida. Pero aquella manera de vivir ya formaba parte del recuerdo para siempre, nunca volvería a ser lo mismo. Se vivía en un permanente estado de terror que había cambiado las relaciones entre el vecindario. Los grupos falangistas más activos asesinaban a diario, manteniendo un régimen de represión total contra la población obrera. Días antes a su llegada, en el puente del río y delante de su mujer y un crío pequeño, mataron a un vecino junto con su hijo mayor de dieciséis años. Era un pequeño propietario, campesino y arrendatario de fincas, miembro de la gestora del sindicato del campo. Tiraron sus cuerpos muertos al río desde el puente, mientras la mujer se retorcía de horror entre gritos y exclamaciones y su hijo, abrazado con fuerza a su falda, lloraba sin comprender nada. Además - todo relatado por sus padres -, un par de hombres habían desaparecido del pueblo. Sus familiares afirmaban que no sabían nada de ellos, pero muchos creían que estaban escondidos, que no habían querido o no habían tenido valor para luchar. Los conocían y sabían que nunca estarían seguros mientras durara la impunidad de los paramilitares. A su familia no la habían tocado, ni a la de Micaela, su novia, a quien sin perder más tiempo fue a ver después de pasar por casa de sus padres.

Micaela lavaba la ropa en el arroyo en compañía de varias mujeres. Arrodillada en la orilla hundía sus manos en el agua para mojar la pastilla de jabón y frotar con energía las sábanas sobre su tabla de lavar. Al frotar la ropa giraba sus caderas haciendo que su trasero generoso y redondo se moviese de una forma insinuante. A José le resultaba irresistible la sugerente insinuación de las carnes trémulas de su culo en movimiento, no era la primera vez que la había sorprendido por detrás mientras fregaba en casa los cacharros. Por eso, cuando las primeras mujeres que lo vieron fueron a poner el grito en el cielo para informar a Micaela, José levantó el dedo índice hasta sus labios para pedirles silencio. Corriendo de puntillas se acercó a ella, le dio un azote que resonó en todo el lavadero y la cogió por la cintura tapándole los ojos mientras besaba su cuello y le decía hola al oído.

-¡Quita bruto, que me haces daño! - Pero José seguía apretándola contra su cuerpo.

-Déjala José, si no quieres que te tiremos entre todas al arroyo -. Dijo una moza amiga de Micaela.

-Bueno, vale. Sólo vengo a traerle a mi novia un regalo.

-¿Y qué regalo es, se puede saber? - Comento otra.

-Un perfume -. Le contestó José.

-¿Un perfume? Eso es algo muy caro.

-Nada más barato si su culo deja de oler a rayos.

- ¡Oye tu chaval - le increpó Micaela -, que tengo yo el culo más limpio que tu la cara! - Le tiró con la pastilla de jabón y todas se echaron a reír.

-Éso es lo que tu quisieras, poder meter ahí la nariz para saber como huele -. Dijo otra que se echó a reír después con descaro.

Micaela lo miraba enojada por haberla sorprendido de aquella manera, poniendo a la vista de todas la confianza que se tenían. Pero José, burlándose de Micaela, consiguió que su enojo se transformara en una sonrisa emocionada, que cesó cuando ella se colgó de su cuello y le besó en la boca.



































































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