La llamó "Berta", tal como ponía en la chapa plateada del collar de cuero que llevaba. La perrita había tenido amo, estaba gorda, limpia y bien cuidada. Denotaba raza y buena clase, se la veía siempre inquieta y a la expectativa de todo lo que se movía. José pensó que habría pertenecido a algún cazador de la zona, y aunque él no lo era y no sabía tantear al animal en el arte de la caza, decidió de todos modos llevársela. La perra se hizo bien a su compañía desde el primer momento y no se separaba de su lado. Tampoco se asustaba de los disparos, pero era receptiva a las voces salvajes de algunos hombres.
A pocos metros por delante de José, cruzaba con sus soldados el campo sembrado de cadáveres, parándose a veces para respirar los vientos que le traían nuevas percepciones. Levantaba la cabeza y las orejas, orientando al viento su hocico húmedo, que parecía moverse con autonomía buscando los olores, los aromas que aquel transportaba. Cuando José la observó por primera vez con la cola en tensa posición horizontal y su mano derecha agazapada contra el tórax en una pose inmóvil, comprendió rápidamente lo que había encontrado.
Volverían a Boadilla del Monte, pero sería por poco tiempo. Esta vez no tendría permiso para escaparse y ver a Micaela, la guerra estaba tomando una fuerza que arrastraba los acontecimientos como un torbellino asesino y pronto deberían reincorporarse a la acción que el desarrollo de la contienda imprimía.
En parte la República había conseguido uno de sus objetivos, que Franco distrajera fuerzas del frente del Norte, pero el coste había sido elevadísimo y el cerco sobre Madrid permanecía intacto prácticamente. Tras caer Irún, que cerraba la frontera con Francia, el "Cinturón de acero", así llamado el conjunto de fortificaciones levantadas para defender Bilbao, cedería pronto a la presión de las tropas nacionales, y sólo quedarían Santander y Asturias por sucumbir a sus manos. Para la República era muy importante mantener vivo el frente en el norte y poder atacar por retaguardia el avance nacional, de esta manera trataban de evitar lo que sólo sería cuestión de tiempo, que los sublevados consiguieran romper en dos la zona republicana penetrando hacia el Mediterráneo.
José recibió en aquellos días una carta de Micaela donde le contaba que su padre había muerto y que desde entonces no dejaba de acosarla un mozo de las Juventudes Falangistas llamado José Luis, sobrino del "Chino", que regresado del frente del Norte herido en un hombro, se había encaprichado con ella. No hacía más que hacerle alagos con regalos y acosarla hasta el punto de haber asustado a sus amistades y familiares, que no veían buena la relación con el sobrino de un "carnicero" que intentaba amasar fortuna a través de la extorsión y el asesinato de sus más allegados congéneres.
A José no le faltaban preocupaciones, y aquella carta suponía un motivo más para estar preocupado y medio ausente en una situación que requería el máximo de su concentración y energías. Los últimos acontecimientos de la guerra estaban llegando al paroxismo de la barbarie y los combatientes sufrían secuelas psicológicas. Él también padecía su propia lucha interior, y aunque no era hombre dado a expresar sus sentimientos y emociones, se sentía afectado igualmente. Veía como el destino lo arrastraba inexorablemente sin que él pudiera hacer nada; cómo su vida era manejada por otros hilos que no controlaban sus manos y que lo forzaban como a los demás a ser una simple pieza de ajedrez en el tablero de la muerte.
Por un lado intentaba pensar en positivo, mirando todo aquello que había conseguido mientras otros sucumbieron en la primera oportunidad, pisados tal vez por sus compañeros en su intento por avanzar unos metros más, antes quizás de morir. Él tan sólo había perdido un ojo y buena parte de una de sus orejas, entre un sin fin de posibilidades de perecer. Era un afortunado, seguramente, sin habérselo propuesto había logrado una posición que otros nunca tendrían por mucho que lo planearan meticulosamente, y se estaba empezando a convertir en un héroe. Y aún cuando aquello no venía más que a recordar la importancia de la casualidad, un instinto le empujaba a pensar que también su decisión era importante y que influía en el hecho de sobrevivir. Mas aquel contrasentido le obsesionaba y le deprimía en los momentos de soledad, que a Dios gracias eran pocos, pues la guerra apenas dejaba respiro a quien tenía la responsabilidad de mandar hombres de forma directa. Los generales estaban muy lejos de la realidad del campo de batalla, miraban a distancia suficiente como para no tener que contemplar la individualidad humana, sino la masa que la suma de individualidades forma, la cuál es posible dirigir hasta la misma muerte.
Pero aquella carta de su novia no le había dejado indiferente. Odiaba a los falangistas, y más a toda aquella nueva casta de desalmados oportunistas que amparados en una ideología autoritaria intentaban alcanzar el poder a través de la violencia sin otro propósito que enriquecerse y ser respetables, algo que nunca de otro modo conseguirían pues sólo eran sanguijuelas, parásitos improductivos. Como el tal José Luis, activista de las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalistas) hasta que se alistó para ir al frente. Prepotente y fanfarrón, amparado en su "camarilla" de cómplices secuaces intimidaba a los trabajadores asalariados para que no se afiliasen a las gestoras obreras del campo, tratando de conseguir votos por medio de la extorsión y el terror en los años primeros de la República. Sabía que era un individuo peligroso y que tenía amparo en ciertos estamentos políticos del alzamiento militar.
Las JONS se unificaron en 1934 con Falange Española, el partido fundado por José Antonio Primo de Rivera que terminó apoyando el alzamiento militar planeado por el general Mola contra la II República dentro de un sector del ejército totalmente en desacuerdo con las últimas reformas promovidas por ésta. Las JONS contribuyeron primero a la desestabilización político-social en los años previos a la guerra, ejerciendo contra los grupos sindicales obreros un activismo violento que su ideología promovía para alcanzar el poder y con ello el modelo social que pretendían: un estado autoritario que se organizase a través de un único sindicato vertical que aglutinara de arriba a abajo toda la sociedad. La violencia no era un impedimento, más al contrario, la herramienta fundamental. Por eso, cuando se produjo la rebelión militar fueron implantando el terror en aquellas provincias donde triunfaba, ejerciendo una represión brutal contra la población civil.
José quería estar con Micaela en aquel momento y deseaba que llegara el día de poder echarse a la cara a aquel engreído fanfarrón del "herrero". Nunca tuvo nada que hablar con él, y mucho menos ahora. Estaba encendido por la cobardía que mostraba su oponente, que estando él ausente aprovechaba el momento para cortejar a Micaela. Denotaba que le menospreciaba y eso le ponía rabioso.
-!José¡
Estaba ensimismado, apoyado en el tronco de una encina con la carta de Micaela en la mano y la mirada perdida en el atardecer rojo que dejaba un sol poderoso de finales de Julio. La perra "Berta", sentada junto a sus piernas sin moverse de su lado todo el tiempo, parecía sufrir el mismo impás de su nuevo amo y se mostraba inmóvil, como una estatua clavada al suelo mirando al horizonte que lentamente comenzaba a apagarse.
-¡Ah si! Hola Sergio. Que pasa, ¿alguna novedad, algo importante?
-No, no; nada que realmente corra prisa. Sólo que tenemos reunión dentro de una hora. He aprovechado para dar un paseo fuera del "fregao" de la compañía; sabía que estarías por aquí.
-Si, me gusta estar solo un rato y a veces no se encuentra el momento. Hace bueno ahora aquí, a la sombra. Seguro que en tu tierra estarías apoyado sobre una palmera mirando el mar azul.
-También tenemos limoneros y naranjos, y un hermoso puerto pesquero con un mercado de casetas y tiendas donde comprar de todo, beber y fumar. Comemos pescado frito, bebemos Whisky, vinos de solera y fumamos kif. Nos llaman "caballas" y somos comerciantes de toda la vida, pero también somos soldados.
Sí, supongo que si pudiera estaría en el Paseo de la Marina viendo desfilar a las hijas de los oficiales al atardecer, y las "moritas", con esos grandes y hermosos ojos negros que destacan entre el arco iris de sus "sarees" y "chilabas", de los uniformes y galas militares de los soldados de paseo. Siempre mirando al mar, hacia la amada España, a quien consideramos nuestra madre.
-Tu Sergio, al menos sabes por qué luchas. Tienes una causa, vives de ello, eres un profesional y tu sangre es española, razón de más para intentar defender la patria con la que soñáis. Pero no es así para mí. Creo que esta guerra es absurda y una locura estúpida. Yo tenía mi vida en el pueblo, comenzaba a caminar por mi pie y ser independiente, y la guerra partió por la mitad todas mis expectativas. Todos esos ideales de patria, de nación por los que luchamos, no han conseguido otra cosa que llevarnos a nuestra propia ruina. Nos han jodido la vida. Pero dime Sergio, siento curiosidad; ¿tu crees en Dios?
-Bonita pregunta a esta hora, que casi nos tenemos que ir. Bueno, pues creer, lo que se dice creer... Pienso que hay un algo, sí; algo que no podremos nunca entender ya que está sobre todas las cosas, que no podemos ver. Tal vez su grandeza sea lo que nos lo imposibilita.
- ¿Y por qué ahora no se manifiesta, si es cuando más lo necesitamos ? - siguió José - ¿Por qué no para esta masacre? Es injusto un Dios que existe para dejarse manejar por los destinos de los hombres.
-No creo que Dios deba estar para resolver los problemas de los hombres, porque entonces no sería un Dios verdadero, sino una herramienta en nuestras manos, manos siempre inexpertas. Dios debe ser una guía segura en la que encontremos confianza para nuestras decisiones, pues son importantes y trascienden al tiempo.
-Entonces Dios no tiene nada que ver en esta guerra. Es curioso que se hayan quemado tantas iglesias y saqueado conventos como nunca en la historia, y Dios no haya estado presente. Sólo cuestión de los hombres, seres tontos que no saben porqué se matan. Unos luchan para abolir un Dios que según ellos no existe y los otros para defender unas tradiciones basadas en la creencia de un Dios imperceptible, sólo presente en sus mentes. Que les enseña a ser resignados con su suerte aunque para la mayoría sea la miseria y los padecimientos el destino reservado, mientras desde fuera contemplan la opulencia y los excesos de una minoría casi divina para ellos.
-Los hombres debemos controlar nuestros propios excesos, somos libres y responsables realmente de nuestro destino. Los desordenes y la violencia han superado al hambre y las penurias y los jinetes de la muerte desbocaron sus caballos, que corren furiosos aplastando todo a su paso. Es muy difícil comprender cuando no se tiene fe. No es fácil abrir el corazón a sentimientos incomprensibles.
-Sí, - dijo José - creo que tenías razón en que era un tema poco apto para debatir en un tiempo tan escaso. ¿Que hora es? - José sacó del bolsillo junto a la cintura de su pantalón un viejo reloj de bolsillo que sólo tenía la aguja que marcaba las horas, cuyo metal estaba tan sobado que había perdido la capa de baño plateado -.
- Vaya, son casi las nueve, debemos regresar; quiero pasar primero por la compañía y reponerme un poco.
-Regresemos - dijo Sergio -. Yo también tengo cosas que hacer antes de presentarme en el puesto de mando. Encargaré a los "cabos primera" que organicen las guardias de la noche y dispongan las "imaginarias". Nos veremos de nuevo en el puesto de mando.
Ambos se dirigieron de nuevo al pueblo dando la espalda al atardecer rojizo con Berta a su lado. Regresarían pronto a la acción. Tras varios días más de descanso merecido serían transportados en tren al frente del Este, en Zaragoza, donde se observaban maniobras de las tropas republicanas y se esperaba un ataque inminente. Franco quiso reforzar sus fuerzas con la 13 División de Barrón - División en la que estaba agregado el batallón al que José pertenecía - y la 150 de Sáenz de Buruaga.
Por la noche Sergio y José fueron al viejo salón de baile, donde una pequeña compañía de teatro y variedades daba una función para la tropa. Llevaban una "cupletista" joven y atractiva, que aunque no destacaba por la interpretación, exaltaba a los hombres con sus curvas sinuosas y sus escotes más que llamativos. Era morena, de piel clara y ojos oscuros. Sus carrillos sonrosados aportaban calor y sensualidad a su rostro igual que sus labios rojos, que guardaban la sonrisa de unos dientes blanquísimos. Esbelta, con un cuerpo como no habría soñado ningún soldado presente y unas piernas por las que cualquiera perdería el sentido.
Iba acompañada al piano por un maestro que hacía las veces de compositor, relaciones públicas y bufón de la función, y que trataba de levantar la voz entre los silbidos y el murmullo intenso de los soldados, que excitados por el alcohol y el deseo exhibían sus peores perlas y groserías voceando, haciendo prácticamente imposible oírla desde fuera de las primeras filas junto al escenario.
Los dos amigos intentaron abrirse paso para llegar hasta la barra de bar, cerca de la cuál se encontraba montado el pequeño "tablao" de la farándula. No sin esfuerzo consiguieron introducirse en el ambiente y pedir una jarra de vino y dos vasos, que la hija del mesonero les sirvió sin demorarse. No habían empezado a beber todavía cuando una trifulca comenzó por delante de ellos, más allá del escenario. Los hombres se expandieron en corro mientras las sillas volaban por el aire. Trataron de adelantarse y ver que estaba pasando, pero la masa de hombres se lo impedía. José desenfundó su pistola y disparó al aire. Cesaron las voces y los hombres se contuvieron un momento. Se abrieron paso pistola en mano hasta el centro del corro donde yacía muerto un legionario. Un moro de regulares le había segado el cuello. Parecía que la disputa había comenzado porque el moro había pisado al legionario en su afán por ver a la cantante, y éste había reaccionado "cagándose en Dios y en toda su puta raza". El africano tomó el asunto más como blasfemia que como ofensa personal, y contestándole con respeto le dijo: - Deberías rezar por los pecados de tu boca, en vez de estar aquí. ¡Alá es grande y misericordioso!
-Yo sólo rezo cuando estoy cagando - le gritó el legionario -; el resto del día es para mí, y no para que me lo joda un hijo de la gran puta de Alá.
En ese momento, sin darle tiempo a reaccionar, el moro sacó su cuchillo de media luna y le seccionó el cuello de un tajo. Se creo un gran charco de sangre y el hombre cayó al suelo. Todos se apartaron con violencia. Cuando Sergio y José llegaron al centro del corro el moro aún tenía su cuchillo en la mano.
-¡Tíralo al suelo! -. Le ordenó José al soldado, que aún respiraba con violencia ante la situación que acababa de protagonizar.
-¡Tíralo al suelo te digo!
Nadie se movió ni dijo nada en ese momento. El soldado mantenía en su mano el arma y en sus ojos se apreciaba un brillo asesino. José dio un paso hacia él sin dejar de apuntar con la pistola, y como el moro no obedecía, le dijo:
-Tu Dios no será responsable si ahora te mato; igual que no responderá por la muerte de este compañero. Entrégame el arma y tendrás tu juicio justo; pero no me temblará la mano si tengo que quitártela.
El moro tiró al suelo el cuchillo y se limpió las manos en sus ropas antes de levantar los brazos en alto.
- ¡Alá es grande y misericordioso! - Dijo.
En ese momento otro soldado disparó a quemarropa sobre la cabeza del africano saltándole la tapa de los sesos. José tuvo que emplear su arma disparando sobre el otro soldado, que cayo al suelo muerto por la bala que atravesó sus pulmones.
-¡Sáquenlos, inmediatamente! - Gritó José -. Huertas, asegúrese de que los compañeros de escuadra de estos hombres se encargan de enterrarlos. Yo daré parte en el puesto de mando del incidente. Retengan, si tienen, sus acreditaciones. Tendremos que informar de ello a sus familiares.
-A sus órdenes mi alférez.
José trataba de ordenar en su cabeza el sin fin de pensamientos que afluían a su mente mientras caminaba con paso lento hacia el puesto de mando. Sentía por momentos como si todas las contradicciones se unificaran en una sola dirección para convertirse en respuestas claras, donde la lógica de lo natural lo explicaba todo. Y todo partía del hombre y a él volvía. La misma idea de Dios en el hombre era un hecho natural, y como tal existía. El preguntarse porqué era absurdo, pues ninguna sociedad sobrevivía sin la esperanza de perdurar. José empezaba a entender por qué Dios estaba sobre todas las cosas y por qué no podía verse.
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