El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 16 de febrero de 2010

Un hombre que amaba los animales. Cap. 16


Se sentía intrigado y un tanto sorprendido por lo ocurrido durante el fusilamiento. Aquella mujer desconocida le había provocado una duda nueva en su conciencia y estaba ansioso por saber que pintaba en todo aquello, cuál su razón para exponerse de aquel modo en una situación tan peligrosa. Había tratado de cumplir la orden con la máxima profesionalidad, pero ahora se daba cuenta de que matar, ejercer de verdugo a sangre fría, no era su vocación ni mucho menos. Nunca se le pasó por la imaginación que en su aptitud ante la guerra se le exigiera tal cosa, y estaba de nuevo confuso y aturdido. No podía explicarse por qué, para reparar un mal tuvieran que repetirse los mismos errores.
¿Quien era el bueno y quien el malo, ahora?¿Quienes los verdaderos responsables?¿Se equivocaba la justicia final que la realidad había provocado?¿Cómo admitir sin dudar esa realidad y no sentir remordimientos? Quería conocer a aquella mujer que le dejó impresionado, que ni el sufrimiento y la congoja que sentía en aquel momento trágico logró restar hermosura a su rostro ni fuerza a su carácter.


El sargento Huertas entró solo en la habitación. Berta se abalanzó sobre sus piernas en el acto.


-¡Hola Berta! Perrita buena.

-Hola Sergio - le dijo José volviendo la cabeza hacia él y apartando su mirada de la ventana enrejada -. ¿Has traído a esa mujer?

- Si, la he traído - le dijo Sergio -. Está fuera; tengo dos hombres escoltándola.

- Por favor, hazla pasar.

- Espera un momento José, quiero decirte algo primero. 
Esa mujer se ha quedado sin familia y está desesperada. Tres de los fusilados eran hermanos suyos, que acusaron de traición y consintieron la muerte de otro hermano, el más pequeño. Sus padres habían muerto y debían estar enemistados por cosas de herencia. Sólo quiero decirte que no te dejes llevar por tus sentimientos, estamos en guerra y condenados a cometer más errores y atrocidades que quienes nos mandan y están por encima, que se lavan las manos mientras nosotros nos las manchamos con sangre.

-Gracias Sergio por tu sabio consejo; lo tendré en cuenta. Ahora por favor hazla pasar y déjanos solos por un tiempo. ¡Ah! Y no te vayas hasta que hayamos terminado.

-A sus órdenes mi capitán -. Dijo Sergio mientras José le dirigía una mirada burlona y una pequeña sonrisa de complicidad.


La mujer dio un par de pasos al interior de la habitación empujada un poco por los soldados, que tras de sí cerraron la puerta. Se quedó inmóvil, con la cabeza agachada y la melena sobre sus hombros como un cristo penitente.


-Acérquese por favor y siéntese - José se dirigió hacia ella mientras le alargaba una silla para que se sentase -. La mujer no dijo nada y permaneció pétrea como una estatua.

-Deseo hablar con usted, quiero que comprenda que yo sólo cumplo órdenes y que es muy duro y cruel para mí también. Nadie queremos estas cosas, que sin saber cómo nos salpican. Y eso es precisamente lo que más nos duele y nos destroza, porque para esto nadie está preparado . 

La mujer levantó la mirada y dejó entrever su bellísimo rostro. De sus ojos habían desaparecido las lagrimas, convertidas en furor por el odio que sentía. José, como si le quemara su mirada ahora fija en él, se volvió, y cogiendo otra silla por el respaldo, le dio la vuelta y se sentó frente a ella.


-Me ha sorprendido tanto su valentía como su belleza, señorita...


-Dígame capitán - le interrumpió la mujer -, no se ande por las ramas, ¿qué quiere de mí?¿No pretenderá ahora lavar su conciencia, cuando antes no tuvo dudas?¿O quizás me pretende a mí? Le aseguro que antes me mato que dejarme tocar siquiera por sus sucias manos.


-No señorita, no es eso lo que pretendo - le contestó José con voz firme y serena, tratando de que se calmara -; aunque reconozco que es usted muy atractiva, tal vez demasiado hermosa para un hombre como yo. Siento mucho que ustedes los republicanos nos vean a todos los que luchamos de esta parte como asesinos, pero créame, no es así.


- Se equivoca capitán, pues yo no soy republicana; si no, ¿cómo se explica usted que no me hayan fusilado, o rapado el pelo después de haberme violado? Es la segunda vez que Dios me perdona la vida, aunque desearía haberla perdido yo también.


-¿Por qué dice eso?¿Cuál es el mal que ha cometido para sentirse así?


-Haberme quedado sola; ése es mi mal. El resto ya lo ha hecho usted matando a mis hermanos.


-Perdone señorita, pero yo no he fusilado a esas personas sabiendo que eran sus hermanos. No les conocía. Sólo ejecuté una orden contra unos hombres que tenían una deuda importante con la justicia.


-¿Qué justicia capitán? Dígame, ¿la justicia de los hombres?¿La de los fuertes y vencedores?


-No lo se; pero ¿podría usted decirme como imparte Dios su justicia?¿No podría ser, que como yo he sido el instrumento de otra instancia más elevada - quien ha decidido la muerte de sus hermanos - todos de algún modo estemos cumpliendo unos designios superiores que no entendemos?


-Me repugna usted capitán. ¿Quiere decirme acaso que ha sido el ángel redentor? Como todos los de su calaña es usted un hipócrita que trata de lavar su conciencia escondiéndose tras su moral cristiana, poniendo a Dios por delante como escudo para tapar su culpa.


-Creo que está siendo demasiado dura y poco comprensiva conmigo. Sólo pretendo ayudarla, y lo estoy haciendo. Podía haberla dejado a mis hombres como botín y no haberme inmutado siquiera... Según usted. Pero ya ve, ahora está aquí, hablando conmigo. ¿No le parece extraño?



-Es usted el capitán de la plaza; ¿quiere hacerme creer que iba a tirar a los leones un manjar tan exquisito antes de haberlo degustado?

-Creo que está cegada por sus sentimientos señorita - continuó José, que con su mano derecha acariciaba la oreja de su perra Berta mientras hablaba -. Yo amo a otra mujer, a la cuál respeto. Y es cierto que los encantos de usted harían perder a cualquiera la cabeza, pero el motivo fundamental que me ha atraído hacia usted es que reconocí su alma al instante de verla, y la vi más negra que el luto que luce. Por cierto, ¿por quien lo lleva?

-No creo que eso a usted le importe. Como ha dicho no conoce a mi familia, ¿por qué quiere saberlo?


-Quisiera saber cuál es la causa de su dolor. ¿Sus padres quizás, o tal vez su marido?


- Si es eso lo que quiere saber... Pues no, no estoy casada. Hace menos de un año que murió mi madre, después de la muerte de mi hermano pequeño; y a mi padre, van ya cuatro desde que lo enterramos.


-¿ Y cómo murió su hermano? -. Continuó preguntando José.


-No tengo por que confesarle mi vida; no le importa. Usted se irá de aquí para no volver jamás.


-Pero a usted sí le importa, señorita. Creo que le importa demasiado y que algo está ahogando su corazón, por eso quiero ayudarla. Yo me iré sí, pero nunca podré perdonarme haberlo hecho, si antes no comprende que me apena su dolor. El sargento me ha explicado que sus hermanos fueron los responsables de la muerte de cinco hombres meses atrás, y que entre ellos se encontraba su hermano menor. ¿Le importaría explicarme por qué? -. La mujer bajó de nuevo la cabeza ocultando entre su pelo el rostro. 

-Pero vamos, siéntese, aún dispongo de un buen rato.



Se sentó sin levantar la cabeza, recompuso un poco su ropa y echó su pelo para atrás, haciendo con él un moño que sujetó con horquillas. Luego sacó un pañuelo de su mandil negro y limpió su rostro, sucio por las lagrimas secas sobre la piel. Alzó la mirada, que había perdido ya el fuego de sus ojos y que ahora se mostraba serena y dulce, y dijo:

-Nunca fuimos una familia unida. Mi hermano mayor había emigrado a Barcelona, donde hizo carrera como dirigente sindicalista en el movimiento obrero anarquista, en la CNT. Nunca se llevo bien con mi padre, tenía sus propias ideas y pretendía ser independiente sin tener que pasar por el sacrificio que suponía tirar del pequeño capital en tierras de labranza de la familia, que junto a media docena de vacas eran nuestro sustento. Mi segundo hermano quedó al cargo, pero su afición al juego y la bebida hicieron que mi padre abandonara la explotación de las tierras por su cuenta, y las puso en renta. A mis dos hermanas no le gustó nada, pues tras venderse las vacas tuvieron que ponerse a trabajar. Casaron pronto, una con el tendero del pueblo y la otra con el hijo de un tratante de ganados. Mi hermano el pequeño estaba en un seminario del Sagrado Corazón en Pamplona estudiando para fraile, y yo, que era la pequeña de las tres hermanas, me quedé en casa atendiendo a los padres. Después de varios años enfermó mi padre, muriendo al poco tiempo y cediendo en testamento la mayor parte de la herencia a mi hermano menor, que acababa de ordenarse sacerdote, pues no quería que el capital que había logrado con tanto esfuerzo y tesón a lo largo de los años fuera vendido antes de que muriera mi madre. Ella sería usufructuaria mientras viviera ocupando la casa, que pasaría a mi propiedad a su fallecimiento. Yo me comprometí a vivir con mi madre y atenderla hasta su final.

-¿Y qué pasó con sus hermanos? - preguntó José -.


-Mi hermano mayor nunca fue del mismo sentir que mi padre, y su acercamiento al anarco-sindicalismo los separó definitivamente. El segundo se había convertido en un borracho que se pasaba en el bar todo el día jugando a las cartas y fumando sin parar un cigarro tras otro. Mis dos hermanas, tras casarse, se alejaron demasiado de la relación con sus padres, tal vez influenciadas por los caracteres especuladores y egoístas de sus maridos, siempre interesados en hacer dinero a costa de lo que fuera. Aquellas diferencias se hicieron más grandes cuando mi padre enfermó y durante el tiempo que transcurrió hasta su muerte. Mis dos hermanas y mis dos hermanos mayores se mantuvieron alejados de su atención y cuidados. Mi hermano mayor vino a verlo desde Barcelona apenas unos días antes de que muriera; el segundo ni eso, fue al entierro sólo para no dar que hablar y para insultar a mi hermano el pequeño, que oficiaba el entierro junto al cura del pueblo.
Tras levantarse el testamento de mi padre, mis hermanos pidieron" la legítima"- parte mínima de los bienes que por ley le correspondían -, pero la casa y las tierras habían sido otorgadas en cesión pública a mí y a mi hermano, y únicamente había quedado una pequeña cantidad de dinero que todos quisimos fuera para el sustento de mi madre. Mas, desde entonces se produjo una ruptura en la familia que nos ha conducido a la autodestrucción y que ha culminado hoy.


-Es muy grave lo que me está contando, pero de ahí a lo que ha pasado hay un trecho muy grande.


-Todo se complicó con la guerra - continuó con su relato mientras se secaba las lágrimas que de nuevo afluían a sus ojos -. Pocos meses antes del levantamiento militar había muerto mi segundo hermano, que durante los primeros años de la república participó en la quema de iglesias y conventos en Zaragoza, pues estuvo trabajando allí de mecánico y se afilió a la UGT. Para entonces, mi madre padecía ya una demencia senil que apenas le permitía reconocerse a sí misma, pues no sabía si iba o venía, que edad tenía, ni que día era si se le preguntaba. No se enteró de que su hijo había muerto. Pero mi cuñada solicitó poder enterrarlo en la sepultura que mis padres habían comprado, donde estaba enterrado mi padre, para darle cristiana sepultura y un entierro digno, a lo que mi hermano pequeño se opuso. Era entonces el párroco del pueblo y no quiso transigir con la hipocresía de sus hermanos, que se unieron en su contra para calumniarlo. Se enemistaron con él y desde entonces dejaron de hablarle. Cuando comenzó la guerra y llegaron las columnas anarquistas para hacerse con el control, también regresó mi hermano el mayor, que como dirigente sindical fue uno de los impulsores de la colectividad agraria que se formó en el pueblo. El pequeño de nuevo se opuso, no estaba dispuesto a cerrar su iglesia y a perder las rentas que nuestro padre le dejara. Mi hermano mayor le acusó de contrarrevolucionario, y tras formarse un comité en el que también participaron mis hermanas y cuñados, decidieron el fusilamiento de mi otro hermano y otros cuatro paisanos. Ahora usted ha acabado el trabajo.

José se quedó mudo. Nunca había oído nada igual, era abrumador. Ahora comprendía mejor el proceso de descomposición que había llevado al país a aquella sangría, pues era la misma familia la que se desgarraba regando la tierra con su sangre.

-Y ahora, dígame capitán - dijo la mujer con algo de sorna -: 

¿Cree de verdad que ha hecho lo correcto?

José le contestó convencido de que no lograría consolarla, pero intentó ser firme en su respuesta:





-Aunque sus hermanos hubiesen sido inocentes - replicó José -  habría tenido que hacerlo, no tenía elección; y eso es lo que quiero que entienda. No soy ni juez ni parte, he sido en este caso el brazo ejecutor, y no por que yo lo quisiera. A veces la vida nos pone en situaciones, que de manera distinta a otras que sí podemos evitar, nos obligan a tomar decisiones que quisiéramos para otros.
Ahora es usted la heredera legal de todo aquello por lo que luchó y murió su familia, no desperdicie la oportunidad de continuarla. Es usted joven y hermosa, y le sobrarán pretendientes. Déjese amar por alguien que de verdad la respete y procure olvidar todo esto. Quizás un día, si tiene hijos, estos podrán compensarla del gran dolor que ahora sufre y que no se irá en mucho tiempo. Por cierto señorita, ¿le importaría decirme su nombre? Yo me llamo José.


- Piedad; me llamo Piedad capitán.      

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