En la conspiración contra la República todos los sectores monárquicos tuvieron una gran relevancia. Así, el bando "carlista" ( Comunión Tradicionalista) vería en la sublevación militar una posibilidad real para sus aspiraciones dinásticas a la corona de España, de ser restaurada la monarquía tras el enfrentamiento inevitable. Una monarquía de tradición católica y corte absolutista, en la que Dios, patria y Rey se mostraban como estandartes en su ideario.
Por su parte, los partidarios del rey exiliado Alfonso XIII ( Renovación Española.), querían aprovechar la situación para retornar a la monarquía parlamentaria de corte liberal, lo que en principio entraba en los planes iniciales de los sublevados, que a su vez recibían el apoyo de la Iglesia, miedosa de perder un poder que durante siglos permaneció intacto.
La Falange contenía en su ideario, como todos los regímenes autoritarios de la época, un objetivo expansionista, imperialista, que conectaba perfectamente en sus métodos con el nacionalsocialismo alemán y el fascismo italiano, pretendientes del nuevo orden mundial que intentarían capitanear en los siguientes años. Franco sabía que el apoyo exterior sería un factor decisivo en la contienda, y aunque considerara a los falangistas meros gerifaltes excitados deseosos de poder, valoraba su fuerza combativa y desestabilizadora durante los primeros años de la República, sus métodos represivos y la estética moderna de su propaganda, de los cuales se serviría en adelante para perpetuarse en el poder.
Con este contingente de fuerzas dispares se encontró Franco al principio de la rebelión militar del 18 de Julio de 1936 contra la República. Después de que sus principales rivales en el control del alzamiento militar - Sanjurjo, Mola y Jose Antonio Primo de Rivera - sucumbieran en plena conflagración, y estando al frente de tendencias en algunos casos tan antagónicas, supo manejar hábilmente las diferencias canalizándolas en su persona tras el Decreto de Unificación del 19 de abril de 1937, cuando se auto-proclamó Jefe de Estado de la nueva España levantada en armas, y "Generalísimo" del ejército sublevado. Una maniobra que resultaría clave para en el desarrollo bélico de la contienda. Se ofrecía una España nueva al mundo, y las nuevas potencias militares, Alemania e Italia, reconociendo un régimen engendrado en la guerra, le abrían las puertas.
El tren se detenía despacio mientras chirriaban los frenos, y una nube de vapor inundaba sus bajos al entrar en la estación de ferrocarril en Logroño. José y Sergio organizaron la formación completa de la compañía en la explanada de hangares, recontando hombres y material.
Harían trasbordo para ir directamente a Zaragoza sin tener que pasar por Pamplona. A ellos se unirían compañías requetés de reciente formación que reforzarían el frente del Este. Sólo disponían de unas cuantas horas antes de ser embarcados de nuevo, por lo que José mantuvo entre tanto su compañía en estricta formación mientras el resto de fuerzas iban acoplándose a su lado. Tardaron algo más de tres horas en completar la formación de tropas, alineadas frente al anden en espera del tren que las llevaría a Zaragoza. José con sus tenientes, brigadas y demás mandos inferiores, junto a Sergio y su perra Berta, esperaban la orden de embarque.
-Dicen que en Belchite han encontrado los republicanos la horma de su zapato - comentó uno de los tenientes - y han concentrado fuerzas de todo tipo para tomar el pueblo. Por lo visto, Franco ha mandado resistir hasta la muerte, quiere convertir Belchite en un nuevo símbolo de resistencia. No le importan los muertos, él los convertirá en mártires. Se combate calle por calle, casa por casa, y la aviación y la artillería enemiga bombardean sin cesar la población. Creo que nos mandan allí a otra carnicería. ¿Qué opina usted Capitán?
-No es el momento Vázquez, pero le diré que raramente podremos saber las verdaderas intenciones de quien nos manda. La guerra es muy perra, y los mártires tal vez no serían tales si supieran que van a ser sacrificados premeditadamente. Pero a veces una victoria sólo es una distracción en la batalla si la resistencia es larga y enconada, y puede que sea eso lo que buscan los nuestros, pues saben que Zaragoza es el objetivo. Los republicanos han picado el anzuelo. Es difícil entender de otro modo que empleen tantas fuerzas para un objetivo sin demasiada importancia. Cuanto más resistan los nuestros en Belchite mejor podremos rearmar el frente. Ésa es precisamente nuestra misión. Pero no te preocupes, Vázquez, entraremos pronto en acción, y como tu dices, será otra carnicería.
Vázquez apreció el cambio en el trato, pero calló. Berta comenzó a ladrar cuando sintió el silbido de la locomotora entrando en la estación. José puso firmes a sus hombres mientras el coronel del regimiento bajaba del tren para pasar revista a las tropas, antes de dar la orden de embarque. Después de entregar órdenes a los oficiales sonó el cornetín y las compañías fueron disolviéndose en formación de fila india en los vagones, desde donde los mandos controlaban el orden y distribuían las secciones. Estaba prácticamente oscureciendo cuando el tren echó a andar de nuevo. El paisaje fue difuminándose en la oscuridad de la noche sin que los hombres lo percibieran, más preocupados por comer un poco y acomodarse para dormir, pues el trasbordo tan sólo les había servido para estirar las piernas.
Zaragoza se había convertido, como en otros momentos dramáticos y decisivos de nuestra historia, en una capital de primer orden para el desarrollo táctico de la guerra, pues disponía de fabricas de armamento y munición y significaba además el eje motriz sobre el que giraban los frentes del Norte y del Este.
Como en el resto de España, las sucesivas elecciones durante el periodo republicano reflejaron la profunda división de la sociedad española. Mas, al contrario que en otras capitales españolas importantes, en Zaragoza triunfó la conspiración contra la República gracias a la ambigüedad que en un principio mostró el jefe de su plaza militar, Miguel Cabanellas Ferrer, que primero admitió "actuar para preservar la forma de la República", evitando así que las fuerzas anarquistas rearmasen a la población civil contra el golpe militar, y después arrestó al general Nuñez del Prado tras convencerlo para que abandonara el Gobierno Civil y se trasladara a la Capitanía General. Había llegado en vuelo desde Madrid para tomar el mando de la División Orgánica de Aragón.
Cuando José apareció con su compañía en Zaragoza, ésta era una ciudad pintada de "Requeté". La vida transcurría activa y bulliciosa como siempre, a pesar de esconder una brutal represión impuesta por los sublevados, que a los dos días de la rebelión habían encarcelado a más de doscientos cincuenta activistas de la CNT.
El revanchismo político alentó las venganzas y propició las sentencias de muerte y los fusilamientos diarios, aunque aparentemente, la vida en la ciudad fuera la misma. En los pueblos se vivía de una forma más desgarradora el conflicto, pues en muchos casos eran las rivalidades familiares las que terminaban trasladándose a la política local explotando en auténticas vendettas, revestidas de un manto ideológico por el que quedarían tapadas en el fondo de la contienda.
Al poco tiempo de incorporase a la contraofensiva para apoyar la resistencia en Belchite, el regimiento al que pertenecía la compañía de José tomó un pequeño pueblo del Bajo Aragón que permanecía anclado en un cerro desde el cual se dominaba la linea de trincheras que a lo largo de trescientos kilómetros sostenía el frente del Este. Los defensores apenas ofrecieron resistencia y se entregaron a la nueva autoridad militar. Pero al día siguiente José recibió la orden de formar un pelotón de fusilamiento. Deberían ejecutar a cinco dirigentes anarquistas que formaron gobierno en el municipio tras las últimas elecciones de junio de 1936. Estaban acusados de mandar fusilar a otros tantos concejales de la CEDA tras la sublevación militar.
-Oye Sergio, tengo un asunto feo entre las manos -. Le dijo José mientras miraba la orden donde se disponían las ejecuciones.
-Dime, ¿qué pasa? - Contestó Sergio, que acababa de entrar en la lúgubre habitación de la casa donde José había buscado su aposento con su perra Berta. José le pasó la carta que estaba leyendo.
-¡Joder! - Dijo -. Podían irse todos a tomar por el culo. ¿Es que no se cansan? Este trabajo no me gusta, es una mierda. Una cosa es luchar en el frente, cara a cara, cuerpo a cuerpo para defenderse. Pero esto no, esto es otra cosa. Matar a quien no puede defenderse, por muchos honores con que se haga no deja de ser un crimen.
-Bueno - dijo José -; así que no te gusta demasiado la idea de ser tú quien dirija el pelotón.
-Hombre, la verdad es que no esperaba que me lo pidieses - respondió Sergio -, pero sabes que en cualquier cosa que necesites, si puedo ayudarte, lo haré.
-No es una decisión mía, ni algo que pueda eludir - continuó José, por eso quiero que seas tu quien te encargues. Busca los mejores tiradores que tengamos, evitemos toda la crueldad posible. Mañana a las 11 de la mañana tendrá que estar preparado.
-De acuerdo José, todo se hará como dispones.
-Quiero preguntarte algo Sergio: ¿es la primera vez?
-No José, no es la primera; y tal vez no será la última. Pero a mí no me gusta tener que rematar a nadie. Todo el mundo apunta con su mirada al último que aprieta el gatillo.
-Si no estás seguro mandaré a otro - dijo José - no habrá problemas.
-No, no te preocupes - le respondió Sergio -. Se que no tendrías confianza para pedírselo a otro y eso me importa mucho. Estamos en esto juntos hasta el final.
El día siguiente por la mañana se formó en la plaza del pueblo el pelotón de fusilamiento. Sergio mandaba al grupo que esperaba la llegada de la guardia con los reos. José detrás, con su compañía en formación, se mantenía en posición de firmes. Al poco trajeron los reos, que colocaron de espaldas sobre la pared del ayuntamiento. Mientras un cura trataba de impartir el último oficio a los que iban a morir, una mujer se abrió paso entre los soldados y paisanos que contemplaban el acto. Gritaba y lloraba implorando piedad por quienes esperaban para morir. Un soldado la detuvo y trató de sacarla de la plaza, pero se soltó de sus brazos y fue corriendo para echarse de rodillas a los pies del capitán, a los pies de José.
-¡Por favor, por favor, piedad! ¡No matéis a esos hombres! - Dijo. José se quedó mirándola un tiempo, en un "impás" de silencio. Era una mujer guapísima de tez morena clara, con grandes ojos castaños inundados por las lágrimas, igual que sus labios sensuales y delicados, como pétalos de rosa. Su cabellera larga, dorada y finísima, revuelta por el viento, le aportaba una belleza especialmente bucólica, dadas las circunstancias. Era alta y delgada y vestía de luto.
-Por favor señorita, levántese - le dijo José -; no complique más las cosas -. Pero la mujer se revolvió desde el suelo tratando de coger su pistola. José, más rápido, la atrapó por sus muñecas y la obligó de nuevo a arrodillarse.
-¡Vázquez! Llévese de aquí a esta mujer, rápidamente -. El teniente y dos hombres más se llevaron a la mujer entre gritos y sollozos, a la fuerza, pues su bravura le impelía a enfrentarse con ellos con todas sus energías.
De nuevo la plaza quedó en silencio por un instante, que fue roto por el tambor con su redoble de muerte, y que al primer aviso del cornetín enmudeció :
-¡Carguen....Armas! - Voceó Sergio al pelotón. Los cerrojos de los fusiles corrieron al unísono, como en un intento por no desentonar, por no captar una mirada.
-¡Apunten....Armas! - Continuó, mientras el silencio se transformaba en agobio, en claustrofobia.
-¡Fuego!
Sonó como un sólo disparo, pero los cuerpos fueron cayendo por su peso, muertos uno tras otro. Eran tres hombres y dos mujeres, a quienes Sergio repasó con un tiro de gracia.
José sacó de la plaza su compañía para situarla de nuevo en sus posiciones, pero antes ordenó a Sergio que retiraran los cuerpos a la iglesia para que sus familiares pudieran darle sepultura.
-Oye Sergio, ocúpate personalmente de que a esa mujer que ha venido no le ocurra nada. Quiero hablar con ella. Quiero saber que sentido tiene todo esto.
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1 comentario:
Es contradictoria la afirmación de que los carlistas querían una monarquía absolutista y al mismo tiempo que los cuerpos sociales se gobernasen por sus propios fueros.
Y es que el mote de "absolutistas" se lo impusieron sus enemigos.
Los carlistas querían simplemente una monarquía tradicional.
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