El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 4 de mayo de 2010

Un hombre que amaba los animales. Cap.20































Cuando llegó el mediodía y el sol alcanzó el punto más alto en el cielo estival, las sombras desaparecieron. El verano se resistía como reflejo de los mismos hombres, que atrincherados a pesar del sofocante calor, soportaban las horas centrales del día sin moverse de sus lineas. Era el momento anterior al "rancho", cuando todos se relajaban un poco mientras se repartía. Alineados en la zona menos soleada de la trinchera, buscando la sombra escasa, echaban una cabezada apoyados en sus compañeros. Siempre había algún grupo, más dado al vino y a la tertulia, que al final terminaba en trifulca con el bando enemigo poniendo punto final a la escasa, pero regeneradora siesta.

Sergio y sus hombres fueron apareciendo despacio y por intervalos cortos de tiempo sin hacer el más mínimo ruido, cuando todos estaban apostados comiendo o descansando. Corrían agachados a la orden de quien les precedía, tirándose al suelo de igual modo para camuflarse entre el escaso matorral a la primera señal de peligro. En poco menos de diez minutos todo el pelotón, con Sergio a la cabeza, habían subido a la cima de la foz.

José les esperaba con Berta a su lado mientras entretenía al hambre masticando un trozo duro de cecina de burro.

De nuevo dejó escapar una sonrisa cuando vio aparecer a Sergio y sus hombres. Sergio se acercó al puesto de José después de darles instrucciones, pues habrían de participar de noche en una nueva misión.

-¿Novedades? - Le dijo José.
 

-Acceder es fácil; relativamente, claro. El problema lo tenemos abajo, junto al puente - dijo Sergio -. Existe una cueva bastante grande a escasos metros de donde se asienta su pilar central. Es un nido de ametralladoras que controla el paso hacia cualquier lado. Va a ser muy difícil eliminarlos sin hacer ruido.

-¿Cuántos hombres son? - Preguntó José de nuevo.

-Cuatro: dos tiradores con sus cargadores. Tienen apostadas las ametralladoras orientadas en sentidos opuestos. Desde aquí no se pueden ver, están justo debajo de nosotros. Ese punto es clave si queremos volar el puente. ¿Cuándo lo haremos?

-Estoy esperando información sobre nuestra situación en Belchite. No creo que allí puedan resistir mucho más. Los últimos intentos por sacar a nuestra gente han resultado inútiles - dijo José -. De todos modos lo intentaremos.

-¿Qué tal, Berta, bonita? 


Sergio se dirigió a la perra, le dio una palmada afectuosa en su paletilla derecha, y después la rascó detrás de la oreja, algo que a Berta la encantaba y que hacía que se quedara aletargada, con los ojos casi cerrados.

-Os sintió antes de que pudiera veros. Ha estado todo este tiempo pendiente, desde que descendisteis ladera abajo - comentó José -. Esta noche se vendrá con nosotros a cazar hombres.

-¿Estás seguro de lo que dices? ¿Cómo crees que no nos supondrá un problema? En la guerra no podemos fiarnos de un perro.

-De un perro no, de su instinto - le replicó José -. De quien no podemos fiarnos es de los hombres. Somos torpes, inconscientes y confiados. No tenemos miedo a nada, y hasta una cáscara de nuez puede hacer que perdamos la vida si no pisamos con cuidado. Mira... 


José sacó de su mochila un pañuelo blanco y confeccionó con él una palomita. Al tiempo Berta se olvidó de las caricias de Sergio y se puso derecha, con las orejas levantadas y los ojos expectantes en las manos de José, que con magistral habilidad había hecho parecer al pañuelo lo que no era. Berta lo sabía, pero para ella aquello solamente era un juego, algo aprendido desde que se despertó su instinto.

-¡Joder! -. Dijo Sergio con asombro - ¡Parece de verdad una paloma! ¿De dónde te sacas esos trucos?

José le mostró una sonrisa mientras se levantaba.

- Mantenla sujeta a tu lado, no dejes que se suelte. Vendré enseguida, atento.


Marchó hacía el punte pasando al lado de los hombres que aún seguían comiendo, y entre un grupo que se encontraba más próximo a su entrada escondió la pequeña paloma de trapo, advirtiendo a los soldados de que su perra pasaría a recogerla, por lo que no debían entretenerla ni molestarla. Después volvió de nuevo donde Sergio y Berta se encontraban.

-Suéltala y observa - ordenó José a Sergio. 


La perra, que había estado impaciente todo el rato que desapareciera José, salió directa a por su objetivo olisqueando toda la linea de trincheras mientras buscaba entre los soldados. Por fin llegó donde José había escondido el pañuelo, y no sin antes observar a los hombres que lo ocultaban tras ellos y comprobar su aprobación, cogió en su boca con mucha suavidad la palomita que había hecho José y volvió directamente a entregársela. Sergio se quedó boquiabierto, pues no sabía de las habilidades del animal, ni que José supiera como sacárselas.

-¿Lo ves? Ella nos ayudará ahí abajo tanto como nuestras armas. Se trata de apoderarse de las suyas sin ruido. De ello depende nuestro éxito.

-Ese pilar que sostiene el puente resultará difícil tirarlo al suelo - precisó Sergio -. Es un monolito gigante construido con enormes bloques de piedra.

-Utilizaremos todas las cargas disponibles si es preciso - observó José -. Pero bueno, ahora debes comer algo y descansar un rato.

-Sí, iré donde el ranchero y le pediré algo. Seguiremos hablando después. ¡Adiós Berta! Nos veremos luego.



 
José y Berta quedaron solos de nuevo. De su mochila extrajo un cuaderno con una pluma estilográfica - obsequio del curso de acceso para alférez - y comenzó a escribir una carta a Micaela, su novia:











Querida Micaela:

Me gustaría estar ahí, entre tus manos, en lugar de ésta que te escribo con la esperanza de que termine pronto la lucha y no tarde mucho en estar a tu lado.

En todo pienso en ti, y cada hora, cada día que me mantiene alejado me trae más recuerdos tuyos. Aquí la guerra trata a los hombres como a bestias, sin consideración a sus sentimientos, a su sensibilidad humana, y éstos reaccionan instintivamente impulsados por el miedo y el deseo de sobrevivir. A pesar de tantas atrocidades que se cometen a diario, tal vez, como reacción necesaria de los hombres ante el horror y la sinrazón, surgen también sus mejores cualidades; las más comprometidas y audaces, compasivas y conmovedoras muestras de solidaridad y afecto entre ellos.
Yo te llevo siempre dentro de mí. Eres mi talismán, mi amuleto de la suerte. No se por qué, pero creo que Dios me ha destinado a ti y no permitirá que nada me pase. A veces me revuelvo por ganas de verte y me reniego, pero cada vez que supero otro día y sigo vivo, te recuerdo; y eso, precisamente, es lo que me hace mirar con confianza al futuro inmediato.

Escríbeme, no olvides poner bien todos los datos que te mando y cuéntame como va todo por ahí; cómo están tus padres y los míos, y que tal Alfredo y el resto de la cuadrilla.

En tu última carta me hablaste de José Luis, el hijo del herrero. Espero que no siga acosándote. Me he enterado por aquí de algunas cosas sobre él y no son agradables. Estoy casi convencido de que no ha regresado al pueblo herido de Santander, sino de aquí, del frente de Aragón, donde ha estado combatiendo de parte de los anarquistas. Quisiera que fueras precavida y que si de algo te enterarás me mantuvieses informado, estoy detrás de una pista sobre un asunto muy feo del que ahora no puedo referirte más. Espero poder estar contigo pronto y contártelo todo.

Dale recuerdos de mi parte a mis padres y a los tuyos, también a Alfredo. Dile que tengo muchas ganas de verle y de echar un trago con él en la bodega.

Para ti un beso. 


Siempre tuyo:
José.

Introdujo la carta doblada en un sobre algo amarillento y sucio y escribió la dirección. Mientras humedecía la goma del sobre para pegarlo, se presentó a él un soldado recién llegado de Zaragoza con un correo urgente. Después de hacer el saludo marcial, el soldado entregó a José el sobre con las instrucciones que portaba desde el mismo cuartel general de Franco. Abrió el sobre, leyó el comunicado, y tras darse por enterado al soldado que hacía de correo, entregó a éste su carta dándole instrucciones claras para que llegara a su destino. Después le preguntó su nombre y la compañía a la que pertenecía, y le dijo:

-Cabo primera: en esa carta va mi vida y espero que ésta llegue a su final como la carta a su destino. Si muero primero, de nada habrá servido; mas si sobrevivo y de ella no obtengo respuesta, le haré a usted responsable. Y le juro que no pararé hasta que pague por ello.

-Sí, señor; cumpliré sus órdenes con el mismo tesón que me ha traído hasta aquí. No se preocupe, la carta no se perderá en Zaragoza. Me encargaré personalmente de enviarla desde allí.

-Gracias cabo. Supongo que no habrá comido por el camino. Pásese por ranchería y pida de mi parte que le den de comer y beber, y un buen café con aguardiente. Le vendrá bien para el viaje.

-A sus órdenes mi capitán.

Se iba al tiempo de llegar Sergio de nuevo, que fue a sentarse junto a José y Berta para descansar en tanto durara la tranquilidad, nunca entera, pues a lo lejos no dejaba de oírse el estrepitoso fragor de los combates que se daban en Belchite. Pero el sol plomizo que comenzaba a declinar permitiendo a las sombras ensanchar sus mantos, otorgaba a los hombres un momento de paz que sólo un loco rompería.


-Te he traído café y un poco de brandy.

-Gracias, te lo agradezco - le dijo José, que se estaba liando un pitillo -. Hoy no he comido y me vendrá bien.

-Podías haberme pedido que te trajera algo para comer.

-No, no tengo hambre. Creo que es el calor, que me quita el apetito. Después por las noches como mejor.

-Bueno y qué, ¿tienes ya noticias sobre la situación? He visto llegar al correo. Espero que sean buenas noticias.

-No tan buenas Sergio. Los refuerzos necesarios para lanzar una contraofensiva en toda linea no llegarán, no se mandarán más divisiones. Se nos pide aguantar nuestras posiciones sin movernos un ápice, y en la medida de nuestras posibilidades, darles cobertura a los que puedan escapar de Belchite.



-¿Pero, cómo José? Estaremos a unos quince kilómetros de allí. La puebla de Albortón está en sus manos y nosotros limitamos su perímetro de maniobras. Con nuestros efectivos...

-Con nuestros efectivos - replicó José - cortaremos por este lado su avance, echaremos abajo el maldito puente cueste lo que cueste, e intentaremos facilitar la salida de quienes consigan romper el cerco. Esas son las órdenes.

-¿Sabes que estamos metidos en una ratonera? - dijo Sergio -. Si se derrumba Belchite vamos a tener que salir de aquí cagando ostias.

-Ya lo se, pero mientras aguanten allí, nosotros haremos lo mismo. No tenemos elección, como ellos tampoco la tienen.
Hoy intentarán romper el cerco de nuevo. Tomarán esta dirección. Están informados de nuestra presencia aquí y esperan que les abramos paso. Si somos capaces de hacernos con esas ametralladoras que controlan desde abajo el desfiladero, es posible que podamos llegar al final de él y abrir un corredor seguro desde allí hasta nuestras posiciones. Primero tendrán que atravesar los campos de cultivo y las viñas que rodean La Puebla, después les será fácil llegar hasta nosotros.

-No sabemos que movimientos hay más allá del puente, ahí abajo. 
Lo veo complicado con tan escaso número de hombres -. Observó Sergio, que no tenía nada claro el éxito de la misión, teniendo en cuenta que sería una incursión peligrosa, con los milicianos controlando la salida sur de la foz desde La puebla de Albortón. 

-Demasiados hombres meten mucho ruido de noche y son más difíciles de manejar. No necesitamos muchos, sino hombres capaces, que nos sigan a la primera orden.
 Una docena serán suficientes. Bajaremos esta noche. Tenemos que alcanzar la salida del barranco antes de las doce, hora en que intentarán romper el cerco en Belchite.


Ya no era un pueblo de vivos, sino de muertos y fantasmas. Las calles, desiertas de vivos, repletas de muertos que se descomponían al sol y que producían un hedor nauseabundo, habitadas por un interminable "balanceo" que surgía de todas partes llevando la muerte a quien trataba de salir de las casas, conquistadas una a una atravesando sus muros, abiertos para comunicarlas, y disputando a sangre y fuego cada dependencia, cada habitación.

A veces un niño moría protegiendo con su cuerpo a la madre cuando ésta lo transportaba en brazos. Otras veces era la madre quien caía fulminada al suelo, y el niño, entre su madre muerta y el sin par número de cadáveres que se amontonaban, lloraba totalmente consternado, horrorizado por la barbarie y la sinrazón entre los interminables disparos y el fuego que a cada poco llegaba del cielo, de aquellas modernas y diabólicas 
máquinas de destrucción.

Era cruel, terriblemente absurdo, irracional. Padres luchando dentro contra hijos que venían de fuera, y viceversa. Hubo quienes fueron víctimas de sus mismos congéneres, y otros ejercieron de verdugos de sus vástagos.

El alzamiento militar del 36 provocó en Belchite una purga de dirigentes y simpatizantes de los partidos de izquierdas por parte de grupos de Falange que ascendió a cien muertos, empezando por el alcalde, que era socialista. Los "paseos de la muerte" se repetían todas las noches y los cuerpos aparecían sin enterrar entre los olivares y los trigos, en las viñas y en las cunetas de las carreteras.

Ahora, después de doce días de intensos combates, los milicianos soñaban con conquistar el pueblo definitivamente para vengarse de sus muertos, y los vivos que aún combatían defendiendo lo hacían con heroísmo, pues preferían morir luchando que ser apresados.

El plan para romper el cerco era un plan suicida, pero como todos los intentos frustrados hasta entonces, había sido el resultado de la desesperación y del horror que producía la batalla. Mas esta vez, alentados por la noticia de que serían apoyados por las fuerzas que defendían el puente minero de Utrillas, se decidieron por romper el sitio en dirección a la Puebla de Albortón, donde a través de la Foz de Zafrané pretendían acceder a la zona nacional.

Berta iba delante. José, Sergio y sus hombres, la seguían unos metros por detrás. Todos desaparecieron en la boca negra del abismo, que resultaba más tenebroso aún en la noche oscura, sin luna. José ordenaba a sus hombres avanzar o detenerse al mismo tiempo que su perra, con el mismo cuidado y sigilo con que ella lo hacía: la vista fija al frente y los oídos bien abiertos, suspicaces de sus mismos pasos.

La perra parecía conocer el terreno y avanzaba en el mismo sentido que lo hicieran Sergio y el pequeño grupo de hombres. La mitad de los que iban, con Sergio a la cabeza, cruzaron el sendero del barranco ocultándose en las sombras más oscuras de la ladera. José y el resto de hombres se deslizaban sobre el otro costado mientras seguían a Berta, que adelantada por el centro les marcaba con su cuerpo hasta el más mínimo de los movimientos que se producían a su alrededor.



Al poco se dieron de bruces con el pilar del puente, que como un titán surgía del fondo oscuro de la foz revelándose contra las sombras. Una débil luz se apreciaba casi enfrente, sobre el lado en que José y los suyos se encontraban. Berta se detuvo al instante. La luz provenía de una pequeña fogata que ardía dentro de la cueva que describiera Sergio a José, y que protegía del fresco de la noche a los hombres allí emboscados. José simuló el canto de una perdiz golpeando con el envés de uno de sus puños sus carrillos llenos de aire, mientras que con el otro, apoyado en sus labios a modo de trompeta, efectuaba el sonido. La perra, tras volver su cabeza con energía, hizo volar sus orejas en dirección a José, esperó el segundo aviso de su amo y después salió despacio hacia él. José extrajo de uno de los bolsos del pantalón la palomita que había fabricado con el pañuelo, la rehízo y se la dio a olisquear a Berta, después volvió a guardársela en el bolsillo. Acarició a Berta mientras que con el otro brazo trataba de dar instrucciones a los hombres apostados en el otro lado para que no avanzasen más. Sergio consiguió verlo y detuvo a sus hombres. Entonces José soltó de nuevo a Berta, quien avanzaba a escasos metros de su amo pendiente a cada momento de su decisión y sin perder ojo al objetivo, el nido de ametralladoras que les cerraba el paso. Se detuvieron a escasos metros de la cueva, y gracias al resplandor de la lumbre, que iluminaba sus siluetas, pudieron distinguir a los hombres que controlaban las ametralladoras. Berta permanecía expectante, sin moverse del sitio miraba a veces para atrás esperando la primera orden de José.
Éste, tras dar instrucciones a Sergio con sus brazos para que, aprovechando el momento oportuno de confusión, pasara con sus hombres hasta alcanzar el pilar del puente, sacó el pañuelo convertido en paloma e introdujo cuidadosamente dentro de él una pequeña piedra para que le aportara peso, luego lo lanzó a la entrada de la cueva, defendida por una pequeña barricada en semicírculo hecha de pedruscos y sacos de tierra.

Berta se fue acercado sigilosa, estirando su abdomen hasta doblar la columna para sentir el roce del suelo en su vientre y agazaparse sin hacer ruido. Los hombres hacían lo mismo, pendientes de cada movimiento, de cada postura del animal, que se acercaba lentamente a la boca de la cueva. Así llegaron unos a una esquina de la cueva y los otros más allá del camino, a la altura frontal de la misma. Berta se detuvo a unos tres metros del pañuelo, e impelida por José para que lo recogiera, comenzó a ladrar a los hombres del interior de la cueva buscando su aprobación para no ser sorprendida. Uno de ellos, que hacía guardia empuñando una de las ametralladoras, levantó su cabeza por encima de los sacos y vio a la perra, que dejó de ladrar nada más sentirse reconocida.

-¡Eh! - dijo a los de dentro - no os lo vais a creer. Un perro, de caza al amparo de la noche.

-¡No jodas! - le contestó otro - ¿Qué coños pinta un perro por aquí?

-Es un perro de caza. Quizás se haya escapado para cazar, antes he sentido por ahí perdices. Creo que anda tras su olor.

-Llámalo, a ver si viene.

-Ven aquí bonito, mira, mira lo que tengo. Ven -. Le enseñó un trozo de tocino mientras la llamaba, pero Berta permaneció inmóvil. Sergio aprovechó la ocasión para pasar con sus hombres al otro lado del pilar del puente.

-¡Vamos bonito, ven! Te daremos un buen trozo. 


Los otros milicianos se levantaron para ver también a la perra, alejándose de la claridad de la lumbre y olvidando por un momento el café caliente que estaban tomando para mantenerse despejados y alertas durante la noche.

Berta los miraba a ellos mientras movía su cola de un lado para el otro, retorciendo nerviosa el cuerpo y girando la cabeza mientras les ladraba de forma lastimera desde fuera, ansiosa por coger el pañuelo que tenían debajo.

-¡Psss! No ladres bonito - dijo uno - ven, ven aquí. Te trataremos bien y te daremos de comer.

-Yo saldré a buscarla - dijo otro -.

-Espera, voy contigo - contestó un tercero - que se queden estos aquí.

-A ver los listos -. Afirmó el cuarto.

-Déjalos; nos vamos a reír un rato con este par de cazadores de pacotilla -. Y se echaron a reír.

-Reír, reír, que más lo haremos nosotros. ¡Palurdos de ciudad!.. Vais a ver como se domestica a un perro. 


De nuevo volvieron las risas y las chuflas por parte de los compañeros, que distraídos por la anécdota del momento no percibieron que detrás de ellos se habían situado varios hombres de José, cuchillo en mano. Cuando los dos que iban tras Berta salieron de la barricada, José volvió a reproducir el sonido que emite la perdiz en su reclamo y Berta regresó corriendo a su lado. Los dos hombres se quedaron parados, sorprendidos por la duda que ahora invadía sus mentes. Y en ese momento de confusión, en la oscuridad de la noche y mientras sus compañeros se mofaban de ellos, todos fueron muertos en escasos segundos por los afilados cuchillos de media luna de los moros de José.

Enseguida se hicieron con las ametralladoras. Arrastraron los cuerpos de los milicianos hasta un hoyo de la ladera y los taparon con ramas y piedras. Sergio y sus hombres, entre los que se encontraba un artificiero, colocaron las cargas de dinamita en el perímetro del pilar atadas con alambre a un par de metros del suelo. Colocaron cuatro cargas, una en cada esquina del descomunal pilar, con sus detonadores y el cable suficiente para hacerlas detonar desde la cueva, donde quedarían cuatro hombres al frente de la posición.

Cuando terminaron emprendieron rumbo a la salida de la foz para recoger a los evadidos. Eran las doce de la noche y por el momento todo había salido bien. Sergio desconfiaba, los ladridos de Berta le hacían suponer que podrían haber alertado al enemigo. José contaba con ello, sabía que no se trataba de quedarse allí, sino de realizar una misión de rescate, sólo se necesitaba el tiempo justo para conseguirlo. Pero los presentimientos de Sergio se materializaron antes de lo esperado, pues los milicianos, alertados por los ladridos de Berta, mandaron rápidamente una patrulla de reconocimiento para determinar la situación y entrar en contacto con sus compañeros de la cueva. A medio camino de la salida de la foz chocaron con los hombres de José en un combate cuerpo a cuerpo donde fue imposible evitar un primer tiroteo que puso en alerta a ambos bandos en las alturas de la foz, iniciando automáticamente una fuerte refriega en la oscuridad de la noche, que iluminó el fondo del barranco como los rayos de una tormenta que presagia la lluvia fuerte.

José se dio cuenta entonces de la situación de indefensión de sus hombres en la cueva, ahora que los soldados republicanos sabían de sus posiciones. El tiempo se agotaba y el incidente con la patrulla, aunque superado, no garantizaba que la salida del barranco estuviese abierta. De todos modos se decidió por continuar adelante, a pesar de que hacerlo suponía una posibilidad menos de poder volver sobre sus pasos, ya que sus hombres en la cueva no podrían resistir mucho tiempo, y tenían orden de volar el puente en último extremo. Siguieron avanzando a pesar del intenso combate que se desarrollaba por encima de sus cabezas, pero cuando llegaron al final de la foz, desde donde se podía ver campo abierto, varios tanques atravesaban las tierras y desde la Puebla de Albortón se les unían fuerzas de infantería en persecución de quienes habían conseguido romper el cerco en Belchite. No les dieron tiempo de atravesar las primeras viñas, donde fueron muertos sin que José y sus hombres, desde la distancia insalvable que existía entre éstas y donde ellos se encontraban, pudieran hacer algo para evitarlo. Cayeron uno tras otro, como conejos, extenuados por la larga carrera para sobrevivir a sus perseguidores, que no tuvieron piedad.

Impotentes, José y los suyos emprendieron el retorno a sus posiciones, a escasos minutos de las fuerzas republicanas que avanzaban hacia la foz con intención de bloquear su entrada y penetrar en el interior para recuperar el enclave de la cueva, el cual dominaban desde arriba en su linea de trincheras.





Llegaron al pilar del puente con los milicianos pisando sus talones. Les esperaban en la cueva con impaciencia cuando los vieron aparecer disparando a sus espaldas mientras corrían. Las ametralladoras de la cueva abrieron fuego de cobertura por encima de sus cabezas y a duras penas consiguieron rebasarlas. Las cargas de dinamita colocadas en el pilar explotaron creando una onda expansiva cargada de piedras y cascotes que detuvo el ataque miliciano, envolviéndolo en una inmensa nube de polvo que posibilitó la huía ladera arriba de José y sus hombres.

Todo había sido en vano. No pudieron rescatar ni a uno sólo de los hombres que escaparon al terror de la batalla en Belchite. Y el puente, "el maldito puente", seguía ahí. Las cargas apenas habían alterado al magnífico, descomunal pilar sobre el que se asentaba el puente ferroviario, cuya estructura no se vio afectada en absoluto.

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