El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Un hombre que amaba los animales. Cap. 26




























Tras liberar el Alcázar de Toledo del asedio de las milicias republicanas durante los primeros meses de la guerra, Franco se convierte en el líder indiscutible del aparato militar sublevado contra la República. La decisión audaz, ampliamente deliberada, de desviar tropas del objetivo principal (Madrid) para rescatar un foco de resistencia que resultaría heroico para los sublevados y una dura derrota para la propaganda republicana, le aporta un halo de autoridad y determinación que le catapulta a su posterior elección como líder de la junta militar. Algo preparado con sigilo, "a la chita callando", como solía decirse
Todas las fuerzas políticas y paramilitares que hasta entonces, siguiendo un mismo objetivo habían apoyado el alzamiento militar, lo habían hecho desde una cierta autonomía que quedó sesgada por la promulgación del "Decreto de Unificación", con el que Franco se auto-proclamó caudillo del Alzamiento Militar el 19 de Abril de 1937.
El primer año de guerra había sido especialmente virulento, desmesuradamente sangriento; algo que se pretendía desde el bando nacional, pero que, de igual modo, les estaba afectando a nivel interno. La rivalidad entre falangistas y requetés por el control político durante los primeros momentos de la guerra, condujo a ambas organizaciones a una lucha interna que amenazaba seriamente la consolidación del golpe dentro de las filas rebeldes.
En realidad, ambos movimientos partían de una base ideológica opuesta y nunca fueron buenos amigos. Franco necesitaba un liderazgo seguro, y aquella guerra en la retaguardia lo dificultaba. Quería controlar todos los órganos del nuevo estado sin dejar en otras manos la represión necesaria para conseguirlo. Además, la imagen de líder era muy importante en aquella época de revolución de masas, insignia sin la cuál era imposible ganar la guerra.

Franco era un general que sabía de la importancia del prestigio y la admiración que se necesitan para disponer de plena autoridad y mando, y aprovechando con éxito este factor, aglutinó en su persona todas las expectativas. Con el"Decreto de Unificación" dejó selladas las aspiraciones carlistas de sucesión y se aseguró el control de la Comunión Tradicionalista y de sus milicias:"el Requeté". De la misma forma neutralizó al nido de avispas - inflado por el gran número de afiliaciones durante los primeros meses de guerra - en que se había convertido Falange de las JONS tras la muerte de José Antonio Primo de Ribera, cuando sus dirigentes se mataban por el control de la organización escasos días antes de la promulgación del decreto. Los máximos dirigentes de ambas organizaciones, Manuel Hedilla por Falange, y Fal Conde de Comunión Tradicionalista, se negaron a la unificación. Franco mostró una vez más su mano dura encarcelando a Hedilla y conmutando posteriormente la pena de muerte que dictara sobre él. Fal Conde, exiliado en Portugal, también se negó a asumir el papel que Franco le asignara; pero era demasiado tarde, el conde de Rodezno asumiría por él el Ministerio de Justicia.
A partir de entonces las aguas comenzaron a bajar más calmadas, y a pesar de que la violencia y los asesinatos siguieron produciéndose, cada vez eras menos sistemáticos. El ejército había tomado el pulso a la situación civil en retaguardia, algo que hasta entonces era controlado por los paramilitares de Falange y el Requeté.

El Fortu había sido apartado de toda actividad por la dirección provincial de Falange bajo órdenes estrictas de la comandancia general, a expensas de estudiar el informe surgido al amparo de una denuncia particular presentada contra él ante dicha instancia.
Ya no se sentía cómodo, la falta de correrías al amparo de secuaces que escondían su identidad en la impunidad de la noche, le restaba seguridad. Pero no tenía escapatoria, no podía huir a ninguna parte, sólo esperaba que las influencias y el oscurantismo de la guerra jugaran a su favor. Estaba demasiado implicado, y pensaba que eso le beneficiaría si Franco ganaba la guerra.

José, cada día se sumergía más en la realidad de la guerra en la que se encontraba inmerso, sin tener noticias de los suyos desde que Alfredo le mandara aquella carta tan desesperada. Incluso la impaciencia de los primeros días por resolver el asunto había desaparecido casi por completo. Juró a su coronel mantener la palabra y aquel compromiso parecía haber actuado como un bálsamo que había aplacado su tormenta interior. Por otro lado, los acontecimientos en el frente  no daban tregua al pensamiento, iban siempre por delante de cualquier otra realidad. Si las noticias del cese de algún enfrentamiento llegaban hoy, ayer había empezado otro del que aún no se sabía. El frente ardía en una sucesión de explosiones a lo largo de toda su linea divisoria sin que por ello variaran las posiciones de los ejércitos, pero la gran batalla por Teruel estaba fraguándose por aquellos momentos en los planes del General Rojo, jefe del Estado Mayor del Ejército Republicano.

 La guerra la estaban ganando los rebeldes a la República,  más aún, la pérdida del frente del Norte le había privado de una fuente de recursos vitales para el sostenimiento de la guerra. Tan sólo las columnas anarquistas habían conseguido arrancar de las garras nacionales una porción de territorio rural, triunfo que no correspondía precisamente al gobierno republicano.
El ejército popular se vio obligado a retroceder hacia el Mediterráneo, Madrid ya sólo era el estandarte que mantenía viva la llama de la resistencia republicana, y el alto mando de su ejército estaba convencido de que aquel era el gran punto de inflexión que Franco necesitaba romper para ganar la guerra rápidamente, y que ello se empeñaría intentando conseguirlo, pues creía tener información sobre los planes de Franco para un nuevo ataque contra la capital a principios de invierno. Rojo sólo interpretaba de un modo correcto los movimientos de posiciones de los ejércitos y las aspiraciones y objetivos de sus rivales, aunque bien es posible también que su estrategia se viera muy condicionada por otras muchas circunstancias, puesto que la decisión del ataque sobre el saliente de Teruel en el frente de Aragón no era la primera de las contempladas. El plan original consistía en desviar la atención de Franco sobre Madrid, irrumpiendo con una ofensiva en Extremadura que consiguiera romper las comunicaciones de la zona rebelde y cortar sus suministros, pero eso suponía un gran repliegue de tropas del frente de Aragón - especialmente sensible tras el derrumbe del frente Norte - que provocaba una controversia grande entre los generales republicanos, algunos de los cuales muy reticentes a su aplicación. También el gobierno era reticente a tal desplazamiento de tropas, pues requería unos medios de los que prácticamente no disponía.



























Por otra parte, Teruel era importante. Quizás fuera el resultado del fracaso en Belchite, cuando el objetivo estaba en Zaragoza. Aquel saliente geográfico en la linea del frente suponía una amenaza que intentaba abrirse paso rompiendo en dos el territorio republicano, y posiblemente Rojo intuía que aquella maniobra era la que Franco manejaba ciertamente en su cabeza, por lo que trató de adelantarse. 


Vicente Rojo era un académico militar. Su vida estuvo desde siempre ligada al ejército. Huérfano de padre, - éste murió meses antes de que él naciera en Fuente la Higuera, Valencia, en 1894 , ingresa a los trece años en el internado militar "Huérfanos de Infantería", al morir su madre. De este modo, sin pretenderlo, es elegido por el ejército para algo que con los años se convertiría en su auténtica vocación. En 1911 inicia sus estudios militares en la Academia de Infantería de Toledo, justo al tiempo que Franco salía por la misma puerta tras concluir los suyos.  Después de tres años de convalecencia por problemas con su ojo izquierdo, finaliza sus estudios como segundo de su promoción con el grado de subteniente.
Su primer destino es Barcelona ( 1914 ), durante los violentos y peligrosos días de las revueltas en las calles, cuando tiene que reprimir las huelgas en Cataluña. La precaria situación económica le impulsa a enrolarse en la campaña española en el norte de África, donde se prometían importantes incentivos y grandes posibilidades de ascenso. Regresa como Capitán después de cuatro años de servicio, durante los cuales no ha conseguido calar en él el espíritu ambicioso y aventurero de los militares africanistas, cuyo estilo de vida, dado más a la vida castrense, los burdeles y los casinos, contrastan con sus creencias católicas y con su fuerte formación tradicional. Vuelve un tiempo destinado a Barcelona y tras casarse y tener su segundo hijo, en 1922 es destinado como profesor de enseñanza en la Academia Militar de Toledo, algo que añoraba desde años atrás. Aquella era la única institución de enseñanza para oficiales que existía entonces, y era de vital importancia para culminar su vocación por la enseñanza. Durante casi diez años se dedicó a la docencia y al estudio de temas militares, sobre los que publicó una extensa obra junto a su colega el capitán Emilio Alemán Ortega: "Colección Bibliográfica Militar",  que disfrutó de una gran popularidad dentro y fuera de España. En 1932 ingresa en la Escuela Superior de Guerra de Madrid con el objetivo de realizar el curso de Estado Mayor, diploma que obtiene en 1936, poco tiempo después de su ascenso a comandante.

Era sólo un comandante cuando se desata el golpe militar del 18 de julio, y a pesar de sus creencias religiosas y su rígida formación, no participa de las ideas autoritarias de los camaradas sublevados. Es un hombre leal que logra mantenerse en su puesto pues sabe a quien se debe, y además de eso es evolutivo, ya que sus convicciones no le impiden adaptarse a las circunstancias.
En octubre de 1936 es ascendido a teniente coronel y designado como jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa, mandadas por el general Miaja. Ha sido un militar destacado hasta entonces en la reorganización de las milicias populares y del ejército de la República al lado de Hernández Saravia y Enrique Jurado. Tuvo que negociar la imposible rendición de Moscardó en el Alcázar, habiendo de sufrir un retorno tan traumático a su querida academia. Se había ganado la confianza y la admiración de la tropa, y los superiores confiaban en él.

Franco estuvo en noviembre de 1936 a las puertas de Madrid con todo un ejército, fuertemente armado y muy profesional. Vicente Rojo lo esperó seguro de sus defensas, con unas milicias recién formadas e inexpertas, abandonadas junto al resto de la población por un gobierno que se batía en desbandada rumbo a Valencia.
Y Madrid resistió. El, "No Pasarán", se convirtió en una realidad gracias a la determinación de un pueblo y a la habilidad y astucia de un zorro de la guerra, que perseguido por las garras del oso fue capaz de adelantarse a sus movimientos utilizando con éxito la sorpresa y supliendo la falta de medios por arrojo y determinación, manteniendo una defensa resistente y eficaz de su madriguera.
Rojo le demostró a Franco que sabía jugársela, que era un militar escurridizo e imaginativo. La batalla por Madrid primero, y las del "Jarama" y Guadalajara después, destacarían la capacidad de Rojo para la organización de tropas y para la estrategia. Era el auténtico genio de la contienda.

Había intuido que Teruel era importante, que debían adelantarse, mover pieza. La disposición de fuerzas así lo aconsejaba. Se necesitaba romper la presión en Aragón por muchos motivos, además de los políticos. Cataluña era muy importante para la República, y las tierras aragonesas se convertirían en el campo de batalla donde se definiría finalmente la guerra.

La frialdad del invierno duro que se avecinaba se había adelantado al tiempo y las escarchas de madrugada vestían de blanco gélido el terreno, apenas visible por las profundas nieblas, casi permanentes, que se sucedían durante los primeros días del mes de diciembre. José pasaba más horas en la cantina junto a sus hombres, pero por ningún motivo se dejaba llevar por la euforia de la camaradería y en todo momento estaba al corriente de cada acontecimiento del día, por pequeño que éste fuera. Con serenidad y sobriedad calculadas canalizaba los sentimientos de la tropa, especialmente en aquellos días próximos a la Navidad, cuando los recuerdos familiares oprimían más los ánimos de los combatientes. Dejaba que cualquier soldado se acercase a él para charlar o para consultarle alguna duda. José estaba en esos momentos más implicado que nunca con sus hombres, y ellos mantenían un tono de camaradería profundo y sosegado, necesario para estar preparados en todo momento.




























La recompensa a su abnegación no tardó en llegar. El coronel le había comunicado el estado satisfactorio de su denuncia, que había puesto fuera de juego a su paisano, con quien tendría que vérselas a su regreso cuando terminase la guerra; pues de permiso, nada de nada. Pero aquello había reconfortado y apaciguado su espíritu y se sentía más seguro, ahora que sabía que su enemigo estaba vigilado, que sus movimientos serían rastreados a partir de aquel momento sin que pudiera quedar impune alguno de sus crímenes. Y aunque su corazón anhelaba estar con Micaela y con los suyos, algo fuerte por dentro le decía que sólo su mala suerte evitaría que volviera a verles. Nadie, ni siquiera aquel sanguinario asesino se atrevería a ponerles la mano encima. Estaba seguro de ello y creía percibir el temor que el Fortu sentiría cada vez que pensase en él. Se había convertido en la sombra negra que habría de perseguir su pensamiento hasta el momento del encuentro inevitable. Y eso era algo que elevaba su ánimo. 

Pero el Fortu no estaba dispuesto a asumir una derrota, por lo que en su cabeza no cabía la idea de abandonar las pretensiones sobre Micaela. Para él, José seguía siendo un" Don Nadie", otro criado más de los muchos con los que poder contar a lo largo del año por cuatro "putas perras". La ventura de la guerra lo había alzado por casualidad, pero no era un auténtico combatiente. Él sí, sí que lo era; y creía en lo que hacía. Mucho antes de que empezara el conflicto él ya estaba preparado, conspirando, urdiendo tramas, alentando el caos para imponer después su orden de terror.
Acostumbrado a otras aventuras, José suponía un contratiempo nada más, nada importante, aunque por primera vez alguien había conseguido poner una estaca en la rueda de sus correrías y hacer que se sintiera incómodo. En otras ocasiones había sentido el miedo propio de las situaciones comprometidas, pero tenía siempre donde escapar si conseguía superarlas. Ahora alguien le conocía en los dos lados, no podría ocultarse en la ignorancia de sus paisanos, incluso entre aquellos que le protegían, que no quisieran verse implicados en tamañas atrocidades si muchas cosas se descubrieran. Y eso era lo que le ponía nervioso, sentir que perdía la impunidad, que nadie cubriría sus espaldas. No temía a José como hombre - había matado a muchos - temía la fuerza de sus armas: la razón. Ya nadie estaría de su parte; esta vez tendría que enfrentarse solo ante una bestia hambrienta de justicia, dispuesta a devorarlo. 


El Fiat negro aparcó en la cuneta de la carretera, delante de la posada. Tres hombres salieron del coche. Envueltos en la niebla espesa de la noche temprana, casi crepuscular, entraron armados en la taberna, casi vacía a esa hora. Un viejo reloj de "Cu-Cu" marcaba las siete y cuarenta minutos de la tarde y fuera reinaba una oscuridad absoluta. En una esquina de la estancia, comiendo algo sobre una mesa situada en las proximidades del tubo de humos de una vieja estufa de "casca" ( cascarilla del piñón ), se encontraba un viajante de comercio junto al sumiso aprendiz que llevaba a su lado, un jovenzuelo flaco y miope que ocultaba su timidez tras unas gafas redondas de pasta y un flequillo que caía prominente sobre el lado derecho de su frente, tapando casi por completo el ojo de ese lado. De maneras refinadas, comía como por obligación, esperando que el otro le animara a hacerlo, y bebía el vino a sorbos, muy pausadamente. Ambos interrumpieron su refrigerio un instante cuando los tres hombres entraron en el local. Uno de ellos, sin saludar, voceó llamando al mesonero que en esos momentos se encontraba en la cocina.

-¡Un momento, ya voy! - contesto desde dentro -. Al cabo salió limpiándose las manos en el mandil de cocina diciendo: 

- Buenas noches. ¿Qué les pongo?

-Queremos saber si para por aquí Alfredo, el "Cojo"; el hijo de la "Tabernera". Tenemos una orden de detención contra él.

-Deberán ir a su casa. No baja mucho por aquí.

-De allí venimos. Quiero que cuelgue ahí este edicto. Mañana, a primera hora de la mañana, deberá presentarse en la caja de reclutamiento.

Los hombres salieron sin "dar la hora", igual que habían entrado. Los dos comensales se quedaron mirándose sin hablar. El más joven bajó la cabeza concentrándose en la comida, que parecía que había suscitado su interés de pronto; y el otro, aún con sus carrillos llenos y sus manos ocupadas por un vaso de vino y un trozo de pan respectivamente, miraba en ese momento al mesonero con una mueca de extrañeza.

-¿No es igual en la capital? Aquí es el pan nuestro de cada día. Si le hubieran encontrado ahora, no se que le habría pasado; quizás no volvería vivo.

-Pero, ¿qué es lo que ha hecho? - Le preguntó el viajante.

- ¿Todavía piensa usted que es necesario tener motivos para que le maten a uno? - Contestó el mesonero -. Pues no, el capricho y la ambición de los poderosos han alimentado esta guerra, que como  todas se hace para poseer lo que de otro modo no se puede.
Alfredo es un buen muchacho, que bastante tiene ya con soportar la desgracia que desde jovencillo sufre con su pierna, y que le ha llevado a frecuentar las botellas más que otros...





























Ambos hombres quedaron hablando. Fuera la noche era helada. La niebla impedía ver las débiles luces del pueblo sin atravesar antes la carretera, y la calle que subía suavemente hacia el centro era como una senda vacía y tenebrosa, rescatada de una pesadilla en una noche de insomnio.   


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