El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 14 de junio de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 41







La recompensa había llegado por fin. Le habían concedido la mejor de las distinciones para un soldado de su clase, la Cruz de Guerra. Por la hazaña del Hotel Aragón, en la que casi perdió la vida mientras rodaba por la Escalinata de los Amantes.

A pesar de lo que aquello suponía para él, no le satisfacía demasiado; más, cuando tenía en cuenta el precio necesario que se debía pagar para conseguirlo. Pero era algo de lo que en el fondo se sentía orgulloso, pues nunca le movieron las condecoraciones ni los halagos. Todo lo que había hecho se debía a su forma de ser, de pensar, incluso a la voluptuosidad de su juventud, pero jamás se dejo llevar por ninguna ambición personal, no existía. Su única ambición había consistido en sobrevivir a cada momento, dando todo su esfuerzo para superar las dificultades al lado de quien con él estaba.

Tampoco cayó bien en su ánimo el merecido mes de descanso que se le concediera aprovechando el relevo de unidades que se efectuaba tras la batalla. Había conseguido desterrar de su cabeza la idea del regreso y ahora su corazón se negaba a partir hacia aquello que hasta entonces fuera su razón para sobrevivir. Su mente se encontraba sumida en un ambiente bélico cuyos acontecimientos lo tenían atrapado. Deseó regresar cuando su verdadero enemigo se encontraba allí, cerca de los suyos, amenazándoles, pero ahora ese mismo enemigo se le escapaba de las manos en su propio terreno y eso lo tenía obsesionado. Quería más que nunca estar con su familia, y con Micaela sobre todo, pero no podría vivir en paz mientras que quien perturbaba sus sueños siguiera riendo a sus espaldas. Estaba dispuesto a seguirlo hasta el mismísimo infierno y perecer junto a él si era necesario, si con ello conseguía hacerle pagar por sus culpas.

Por aquella razón no aceptó el permiso, aduciendo en cambio a sus superiores que lo hacía considerando que era más necesario que nunca y que sus hombres lo necesitaban, por lo que quería participar en la siguiente campaña. No tuvo que insistir mucho, sólo Sergio trató de disuadirle de la idea, aunque fue inútil.

Lo que sí pidió a cambio fue no estar presente al frente de sus hombres en el desfile que se produciría por la reconquista de Teruel. Desde lo más profundo de su entendimiento algo le decía que aquello no sólo era innecesario, sino que resultaría una ofensa más para la población por mucho que se intentará afirmar con ello la moral de las tropas, que cada vez veían más cerca su victoria y cuya excitación crecía según pasaban las horas. Y aunque acudió a la parada militar para recibir la condecoración, abandonó el acto antes de iniciarse el desfile.


Disponía sólo de unos días de descanso, pero en su cabeza había surgido - no sabía de que manera - la idea de volver otra vez a Algairén para ver a Piedad. Su imagen se conservaba más fresca en la memoria que la de Micaela, a quien no veía desde hacía casi un año. Además la hermosa serrana de ojos negros había sembrado en él una duda que lo intrigaba: ¿Dónde se encontraría ahora? ¿Qué sería de su vida? A una mujer así no le faltarían pretendientes, pero, ¿qué camino tomaría? La guerra llevaba y traía a las gentes como el viento de otoño volaba en remolinos las hojas de los árboles.

Se preguntaba porqué de pronto había retornado aquella imagen a su mente y qué significaba ahora. No podía por menos que recordar el momento antes del fusilamiento, cuando, de rodillas en el suelo y agarrada a sus pantalones, le implorara clemencia para los reos. Su rostro retornaba claro, recogiéndose el cabello y secándose las lágrimas en la lúgubre habitación donde la había recibido. Su valentía lo dejó impresionado entonces y nunca más olvidaría el fuego de sus ojos ni el coraje en sus palabras. Lo había perdido todo y aquello la hacía más deseable, más valiosa. Su heroísmo la había convertido en una señora.

Ella le hizo dudar por primera vez de sus principios, y desde entonces una ansiedad latente se había instaurado en su ánimo transformándose en una pasión con la que trataba de acabar, pues hacía mella en su personalidad y lo mantenía confundido. La obsesión por detener las andanzas de su paisano no se debía solamente al riesgo que significaban para los suyos, además era una deuda pendiente con su conciencia y con Piedad. Conocer a aquella mujer había hecho que se planteara por qué luchaba, cuál era su verdadero bando; y éste era el de los indefensos, los marginados, quienes para los otros eran escoria y la causa de todos los males porque nacían sin el pan debajo del brazo, trabajaban cuando les dejaban y comían si podían. Y aquella escoria se encontraba en ambos bandos combatiendo contra sí misma, dirigida en los dos lados por la misma clase privilegiada que la manejaba para proteger sus intereses.

Pronto cumpliría veintitrés años, el 19 de Marzo, pero ya era todo un hombre. La guerra lo había sacado de la sencillez conceptual de las cosas en la rutina del campo y su tranquilidad, y le había colocado en un torbellino donde el tiempo corría vertiginoso sin otorgar posibilidad alguna de rectificación. Aprendió que los extremos sólo son las fronteras que nos contienen y son infranqueables, por lo que nada es del todo blanco o negro, sino que además puede variar su color según las circunstancias. A partir de esa conjetura comenzó a sentirse mejor consigo mismo y a reconocerse de nuevo.









Se había quitado la barba y el parche en el ojo y se había cortado el pelo para atrás. A pesar de llevarlo perfectamente peinado, no gustaba de engominarlo para quitarle libertad.
La noche anterior se había bañado y ahora lucía su uniforme de gala color garbanzo, perfectamente limpio y planchado, con los cueros engrasados y las botas embetunadas, relucientes.
Del hombro izquierdo de su guerrera colgaba un grueso cordón de hilo dorado que terminaba en una borla. Enlazado en ella por otro cordón más fino se ocultaba un silbato metálico dentro del bolso superior. En el costado derecho, debajo de la galleta con las estrellas de capitán se hallaba prendida la Cruz de Guerra, y en su manga derecha el blasón de Regulares. La gorra, del mismo color del uniforme en la visera y el reborde, era roja en su parte superior; sin una sola arruga, impecable como sus tres estrellas de seis puntas.

Aquel traje venía bien a su talle estirado, que, aunque acentuado por la delgadez, ocultaba un cuerpo robusto, perfectamente formado y que se movía con desenvoltura dentro de él. El defecto en el ojo no restaba bondad a su mirada clara cuando sus gestos se hallaban en reposo, mas, cuando las cejas ligeramente pronunciadas se arqueaban por la tensión que sus pensamientos trasmitían al rostro, y su nariz recta y aguileña expandía las fosas nasales, aquella mirada se convertía en fulgurante y enigmática. Un hoyito en su mentón pronunciaba el atractivo de su mandíbula fuerte y bien formada, donde una sugerente arruga comenzaba a definirse sobre la piel a cada lado de sus labios, lo que aportaba un atractivo especial a su sonrisa y una dureza sin igual a su rostro cuando éste se contraía por el sufrimiento.

Dejó su sable sobre la cama, se quitó los guantes y los correajes de cuero con la pistola, y los puso sobre la mesilla de noche junto con la vara de caña con empuñadura de nácar que completaba su atuendo. Tomó una botella de brandy que  Ángel - el ranchero - le había enviado y se sirvió una copa. Saboreó un trago largo y se dirigió hacia el balcón. Cuando abrió la ventana, el sonido de los tambores, las cornetas y las gaitas de las bandas de música, el rumor de miles de pasos desfilando bajo las arengas de sus jefes, el ruido de las piezas transportadas, los vehículos motorizados y el zumbido de los aviones surcando los cielos sobre los tejados hundidos de los edificios humeantes aún, llenaron de golpe la habitación.
Miró al fondo de la calle sembrada de compañías desfilando en formación: falangistas, requetés, legionarios, italianos del cuerpo de voluntarios, unidades alemanas de la Lufhwafe y fuerzas regulares indígenas. También desfilaban, para su escarnio y el de la poca gente civil que participaba, restos de unidades del ejército republicano hechas prisioneras.
Entre las banderas, los pendones y estandartes de algunas compañías, se lucían entre el disimulo y la provocación del momento, las cabezas y los miembros sexuales de prisioneros capturados en la batalla. José se retiró espantado, aún no era capaz de asimilar la magnitud de la catástrofe. Cerró la ventana, se acercó de nuevo a la mesa y apuró de otro trago la copa. El ardor del alcohol en el estómago le recordó que no había metido nada en la boca desde la noche anterior.
Pasaría por ranchería para comer algo y recoger a Berta; José le había confiado a Ángel sus cuidados el tiempo que durase el desfile, pero ahora sólo quería estar lejos de allí; lejos y al lado de su amiga más fiel.


Franco tenía ahora la puerta abierta para llegar al Mediterráneo y partir en dos el territorio de la República, por lo que los combates no cesaron después de la batalla. Tampoco desaprovechó la debilidad del Ejército Popular Republicano en su retirada, supeditado como estaba al suministro de material necesario para sostener la contienda, cuyo paso se hallaba estrangulado en la frontera francesa debido a la indecisión del gobierno francés, temeroso de una intervención alemana en el conflicto, que les afectaría directamente. El acceso por mar era difícil y Rusia tenía problemas para suministrar material a la República; las flotas italiana y alemana controlaban la navegación por el Mediterráneo. Sólo México estaba consiguiendo enviar algún cargamento de fusiles y munición desde el otro lado del Atlántico.
La reorganización de los ejércitos después de la batalla no podía ser más diferente; mientras que los ejércitos nacionales se nutrían de fuerzas vencedoras de otras batallas, que dejaban atrás los territorios conquistados para unirse a la vanguardia, en el ejército republicano las levas eran cada vez más jóvenes y más escasas, al igual que su experiencia combativa. Además, la amarga impresión de un ejército en desbandada, propiciaba en sus filas la incertidumbre y el temor.
El día siete de marzo comenzaría la ofensiva nacional en Aragón, un ataque en toda regla de norte a sur que rompería el frente por tres sitios consiguiendo recuperar Belchite el día diez, cuyas defensas cayeron como un castillo de naipes ante las fuerzas del por entonces coronel José Solchaga.
Belchite nunca más sería reconstruido. Sus escombros serían el monumento que recordara a las generaciones venideras la barbarie de una sociedad incivilizada, que se había devorado a sí misma.





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