El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

miércoles, 28 de agosto de 2013

IMPOSIBLE OLVIDAR. III







Podría haberse apostado con un arma en una azotea para disparar contra cualquier cosa que se moviera y provocar una catástrofe. Pero su amigo no era un loco, sino un suicida incapaz de causar daño a otro ser que no fuera él mismo.

Aquel largo periodo de tiempo sin verse había marcado el principio de la separación definitiva de sus caminos, los cuales discurrieron en paralelo hasta entonces.

El carácter bronco y violento de su amigo le había acarreado más de un problema, aunque nunca le llegaron a afectar de forma determinante; mas su ser, después de tanto tiempo, cabalgaba a lomos de una espiral de destrucción también, y no podía soportar el peso de otra alma confundida. La terrible despedida cerraría un periodo de amistad difícil de olvidar y abriría una distancia inevitable entre los dos, que se prolongaría durante tres largos años, a partir de los cuales él no volvería a ser el mismo.

La última tarde de aquel verano se despidió lloviendo, con rachas fuertes de viento que hacían que el agua llegara en todas direcciones infiltrándose por cada grieta, por cada brecha de las fachadas y en los tejados, en cada calle y rincón; formando remolinos de agua bajo las tenues luces de las farolas.


Lo cierto es que no lo esperaba, pero se presentó en su casa con otro amigo. Su aspecto era deplorable y su estado alarmante. La primera impresión que le dio fue que se había vuelto loco, pues sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas y su piel no podía contener más los sentimientos desbordados. Tanto que, cogiéndole por la cintura, lo levantó como a un niño mientras efusivamente y entre sollozos le recordaba cuán grande era para él su amistad, y le pedía que no lo olvidara. La escena fue conmovedora tras la puerta cerrada de la habitación, por un momento su respiración se entrecortó bajo la presión de los brazos de su amigo, que lo apretaban frenéticos contra su cuerpo tembloroso; y sintió el sudor helado de su piel bronceada intentando reducir la fiebre que soportaban sus músculos, espoleados por la presión de unos nervios desbocados.




El domingo anterior, el tren de vida que llevaba su amigo descarriló. Volvían, como casi todos los domingos de verano, de bañarse en el embalse. Su Citroën "Dos Caballos", prodigio de fiabilidad y resistencia numantina con el que iban y venían de todas las partes, luchaba contra el viento aquella tarde de regreso a la ciudad; un viento persistente y fresco que les anunciaba que era el último domingo del verano y que no habría otro propicio hasta el año próximo.
Aprovecharon hasta el último momento el sol de poniente sobre la brigada de las rocas mientras fumaban el último cigarro de yerba que les quedaba, y después, en la aldea, tomaron un café caliente - no había para más - en el único bar que existía al otro lado de la presa, pues la tarde se había vuelto fría y los cuerpos lo notaban.
Cuando llegaron a la ciudad era noche cerrada. Las nubes habían encapotado el cielo como atraídas por el fuerte viento que parecía soplar en su contra, y el firmamento se había oscurecido sin la luz de la luna que se ocultaba tras ellas. Hacía frío realmente; al menos él así lo sentía. Había llevado una chaqueta de chándal, pero se la dejó antes de subir al coche a la chica que los acompañaba, con quien tonteaba desde hacía un tiempo sin llegar a nada importante. Ella, nada más pretendía matar su soledad después de que la dejara otro amigo, por quien aún se sentía colada; y él, ingenuo soñador, creía que sus palabras un día llegarían a enamorarla. 
 Su amigo se había adelantado unos metros después de cerrar el coche para detener a otros dos amigos que salían en aquel momento de la sesión de tarde de la discoteca. Él y su amiga caminaban abrazados más despacio, intentado aliviar así el intenso frío producido por el cambio brusco del clima. En aquel momento pensó en la dureza física de su 
     amigo, que marchaba a pecho descubierto en su camisa blanca desabrochada hasta el abdomen, con las mangas remangadas a medio brazo.  Entre los tres no guardaban en sus bolsillos más que una tristes monedas de escaso valor, y la noche, fría y oscura, no dejaba muchas posibilidades de divertimento al aire libre. Por eso, cuando llegaron a la altura en que su amigo se había detenido para hablar con los otros, le comunicó que querían irse a casa, pues no tenían dinero y era mucho el frío que hacía. No estaba la noche para ponerse a hacer auto-stop en el puente de la vía como otra cualquiera de verano, y necesitaban que les acercara al pueblo. Tampoco era pedirle tanto, si es que quería quedarse de fiesta, el pueblo se encontraba a diez minutos en coche. Su amigo le recordó lo friolero que era y les pidió que no le abandonaran, que sólo quería darse una vuelta antes de regresar. Así mismo le recordó que su"dos cuartos"del ejército se encontraba en la parte trasera del coche, y que podía ponérselo aunque le quedase un poco grande, para lo que le entregó las llaves del vehículo. Miró a su chica, que le devolvió la mirada con un gesto de complicidad que asentía a los deseos de su amigo.
Ambos regresaron al coche para recoger el abrigo, el cuál se puso después de cerrar. Le quedaba un poco grande, por lo que le costó atinar con la cremallera, mas de inmediato sintió en su cuerpo un alivio acogedor del frío intenso que hasta entonces entumecía todo su cuerpo. Mientras regresaban caminando tras los pasos de su amigo, algo pesado en uno de sus bolsillos llamó la atención de su mano, la cual introdujo en él pensando en alguna pieza de tractor que había quedado allí olvidada. Tiró de ella y la extrajo. Nunca había visto un arma de verdad. Era una pistola plateada de cañón largo y cachas de madera, no sabría decir que modelo, pues de ello no entendía, pero parecía algo vieja debido al óxido que acumulaba el cromado. Repentinamente sus pies se detuvieron, e instintivamente su mano devolvió a su sitio el sorprendente objeto. Ambos se miraron primero y después dirigieron al unísono la mirada buscando al amigo, a quien llamaron desde allí. Cuando regresó a su lado, y tras darle cuenta del descubrimiento, él les dijo que no pasaba nada, que no tuviesen miedo, que él llevaría el arma, la cuál sacó del "dos cuartos" colocándola en su espalda a la altura de la cintura; después tiró de la camisa dejándola caer por fuera, por encima de sus ajustados vaqueros.







Todo sucedió demasiado deprisa, en escasos segundos; tanto, que ni él ni su pareja podían imaginar lo que iba a ocurrir unos metros más adelante. Habían perdido de vista a su amigo tras doblar éste la esquina, mas después de hacerlo ellos también, apareció para decirles que quería quedarse un poco más. Cuando le respondieron que no tenían dinero y que no pretendían deambular por más tiempo la ciudad, el sacó de su sobada billetera un billete grande, y tras ponerlo en sus manos, les conminó a irse a tomar algo mientras él se daba una vuelta por ahí. Cuando le preguntaron de dónde había sacado el dinero, les contestó que se había encontrado con alguien a quien había hecho un trabajo con el tractor unos días atrás, y que al verlo, le había pagado.

Decidieron entonces ir a tomar unas copas solos después de haber quedado con él en otra discoteca, a la hora de la apertura de la sesión de media noche. Y así lo hicieron; pero cuando llegó aquella hora, su amigo se presentó con retraso con un "cuba-libre" de la mano y acompañado por el tonto del pueblo, que siempre se hallaba allí donde podía fumar y beber de gorra.
También estaba el "desamor" de su amiga con otro compañero del alma, esperando también un rápido desenlace, pues el domingo ya había dado de sí para sus bolsillos hambrientos de dinero, saciados de aire.

Su amigo deambulaba cubata en mano, sonriendo por doquier a las damiselas sin reparar en su belleza, cosa que imitaba con cierto encanto su acompañante, que con cara típica de idiota, replicaba a cada gesto de sorpresa de las presentes.


- Vamos macho - dijo al amigo -. Vaya marcha que llevas; y eso que sólo querías darte un garbeo por ahí. Queremos irnos a casa.


- ¡Joder tío. Ahora se está de puta madre! - Contestó -. 


- Ya, pero tienes que decirnos qué vas a hacer. Nos iremos de todos modos. Si hace falta, cogeremos un taxi. No vamos a ponernos a hacer dedo con este frío. 


- Es que dice Pete que tampoco tienen con quien ir; que Manolo no ha encontrado a ninguno de su pueblo que les lleve. Como es domingo, la gente se va pronto, ya sabes.

- ¡Joder macho! - Insistió -. Pues ya ves qué hacemos nosotros aquí.

- Pero tienes dinero, ¿no? Tomaros algo - le dijo -.

No es eso - le contestó -. Estamos cansados y mañana será otro día.

- ¿Sabes que he pensado? - Le soltó -. Que lleves tú el coche y acercas a Pete, y a Manolo a su pueblo.

- ¡Tío estás "chinao"! Sabes que no se conducir; que nunca he cogido un coche.

- Venga colega - afirmó - Si es como una bicicleta; y no tienes que dar pedales.

- Estás loco tío - insistió -. ¿Por qué no se lo has dicho a Pete; o a Manolo, que sabe conducir?

- Pete tampoco sabe; y me fío más de ti que de esos dos juntos. Además, así puedes estar un rato más con la "chiqui" sin tener que pasar frío. Esta es tu oportunidad, ya sabes -. Y se echó unas risas cargadas de complicidad.





Todo parecía sencillo según lo expresaba, nada del otro mundo a pesar de que aquello significara conducir por primera vez, de noche y a cargo de otros tres, quizás tan inconscientes como empezaba a mostrarse él, pues a pesar de que siempre había sido un muchacho precavido, el deseo se encontraba a flor de piel en aquellos momentos, pocos días antes de su partida para cumplir con el servicio militar.
Y todo se presentaba como la última oportunidad que llevaba demorando tanto tiempo, inseguro de sí y de su compañera, con quien siempre había mantenido un respeto escrupuloso pensando que sus atenciones con ella conseguirían lo que un lance desafortunado pudiera malograr. Realmente la amaba, y aún creía que los hombres no tenían porqué llevar siempre la iniciativa para ello. La tentación había llamado a su puerta y se mostraba irresistible.

Y así aconteció, que todo fue como su amigo había planeado, sin mayor inconveniente que el miedo que arrastraría todo el camino tratando de demostrar su coordinación bipolar, para al final dejar escapar la oportunidad como siempre, en el último momento, con un beso de despedida en la puerta de la casa de la chica, a quien entregó las llaves del coche tras estacionarlo, tal como le dijera el amigo.

Pero no, nada había sido como el imaginaba, nada era verdad del todo. Su amigo le había ocultado algo muy gordo que pronto descubriría para su asombro.
Esa misma noche, cuando lo perdieron de vista a la vuelta de la esquina, al tomar la calle de la discoteca, algo malo había sucedido. Su amigo atracó a pie de pistola a un individuo que bajaba del coche en ese momento y a quien obligó a darse el piro por donde había venido. Ocurrió que todo se complicaría aún más. Aquel tipo era un funcionario de la policía secreta de la ciudad, que se encontró con la oportunidad de vengarse de él por otro incidente fortuito que los había enfrentado meses atrás.

La paliza que recibió en el calabozo se mostraba por todo su cuerpo y cabeza cuando fue a verlo aquella tarde. Había estado retenido setenta y dos horas, al cabo de las cuales el padre lo sacó bajo fianza. Le caerían tres años y medio de prisión, que cumpliría entre entradas y salidas del pabellón psiquiátrico en la cárcel de Carabanchel, emblema del régimen anterior, una de las más duras de España.
Mas aquello sólo significó el principio de otra historia.






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