- Fui vendido, avergonzado y ultrajado por lo
que en verdad desconocía y que estaba obligado a cumplir - dijeron las palabras
-; que confundí con mi seguridad y resultó ser mi dueño. Que consideré único,
absoluto y neutral, y después se mostró dividido, parcial e interesado.
La ley limitó mi acción hasta el extremo de
socavar mi voluntad, mas en mis entrañas rebrotó la rebeldía. “Ley no es
justicia” – me dije -. “Ley que no suma, sino que se divide para desunir voluntades;
que no tiene una cara reconocible por todos, sino incalculables definiciones de
su naturaleza; que se pliega ante la arrogancia del poder y del dinero
despreciando a quienes, por no poseerlos, se hacen sumisos a su déspota
potestad, no es ley, sino imposición.”
Y el sentir reveló su complicidad:
-Vi
como los hombres cargaban resignados con su yugo, el cual les impedía elevar los
ojos al cielo con esperanza para creer en sus sueños de realización necesarios;
obligados a mirar siempre al suelo polvoriento bajo los pies, cansados de su
penoso camino. Y comprendí su juego, su auténtico fin: imponerse.
Todas las leyes de la naturaleza son
universales y gravitan sobre todos los seres, sobre todas las cosas; ¿por qué
no así la ley de los hombres? ¿Acaso, a falta de reconocer otro ser superior,
se comporta el ser humano como un dios inconsciente de su transcendencia?
La ley del hombre parece ir en su contra
limitando su capacidad de transformación, de movilidad, de progreso, al no
recaer sobre todos con la misma fuerza y rigor; por hacer distinciones entre
los hombres antes de reparar en sus particularidades; por intentar poner orden
en el libre albedrío de la vida sin observar sus principios.
Podremos imponer una ley para cada ser,
otra para cada uno de sus actos, mas no conseguiremos por ello un mundo mejor,
sino más complicado. No, sin entender que aquello que nos diferencia como individuos, nos complementa como sociedad. Y que es ésta la que realmente tiene
transcendencia, donde el hombre desarrolla su plenitud como ser libre y
creativo.