-“Y
aunque la vida es muy corta, también es muy larga. Hay tiempo para todo es su
transcurso. No tengas prisa por obtener las cosas, vienen solas.”- Le decía
muchas veces su padre.
Largo había sido el tiempo necesario para comprender aquellas palabras que le recordaban ahora otras, convertidas en eterno proverbio: “Todo tiene su tiempo bajo el sol. Hay tiempo de nacer y tiempo de morir…”
Cuantas
veces había dudado del significado de aquella dualidad con la que su padre
trató siempre de explicarle el verdadero sentido de la vida, que no era otro que vivir de forma
intensa, apasionadamente en cada instante.
Amar
la vida era el mensaje, el significado final. Hacerlo para saborearla,
para experimentar en ella formas del ser, para soportar su fuerza y saber de
nuestra resistencia.
Vida
corta para el ansia indomable y larga para la impotencia insoportable del ser.
Vida que es todo pero que también es parte, imposible de contener en el espacio
y el tiempo sino es dejando paso a su transcurso inescrutable. Vida que todo
lo trae y todo lo lleva, aliada igual del recuerdo que del olvido.
Miró entonces su insatisfacción y comprobó que pertenecía a la parcialidad con que la vida se mostraba haciendo todo diferente cada mañana, y que no permitía disfrutarla en plenitud por ser demasiado extensa, infinita a su tiempo. Se dijo que no podía abarcar el horizonte entre sus manos, ni contener demasiado el aire en sus pulmones, ni parar el reloj del tiempo cuando se sentía desdichado; pero que, como su felicidad, el dolor también era limitado, venía con la vida y con ella se iba.
Y respiró entonces el aire como el niño que fue, el joven que saciara después con humo el ansia de vida de sus pulmones, agitados por un corazón apasionado; como el amante que con un beso impetuoso contenía el aliento en cada instante de pasión.
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