El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 5 de abril de 2015

ESPERANDO A ODETTE.





- Impasible e inmóvil, en el mismo lugar, la sentía aparecer cada día. No solía retrasarse. Llegaba siempre con el más pequeño en la sillita de ruedas y el otro mayor agarrado a la costura de su chándal; con los perros atados a la cintura. Su voz comenzaba a oírse a lo lejos mezclada con las voces de los niños y los ladridos de Zar y Noa, que se impacientaban por llegar al parque y ser liberados de sus ataduras. 


Ella era el mejor ser que conocía. El género humano debería sentirse orgulloso de contar con espíritus tan puros como el de Odette.  Su sonrisa permanente llenaba de gracia un rostro no demasiado bello, pero que irradiaba jovialidad y confianza desde aquella expresión feliz que representaban la alegría de sus labios y la claridad de sus ojos risueños. Nunca se apesadumbraba por nada. Todo lo tomaba con un sentido del humor fino y mordaz a la vez, que convertía cada tema de conversación con ella en algo desenfadado y cordial. Amiga fiel y gran compañera. Una mujer valiente  en quien no cabían ni el desánimo ni la tristeza, que por sacar adelante a sus hijos trabajaba sin rendirse a las adversidades. Fue madre soltera con Mario, el mayor de los dos. El padre, cuando se enteró del asunto, se esfumó con la misma rapidez con que la había dejado embarazada. Se conocieron en una fiesta después del trabajo. No tuvo tiempo para darse cuenta de que no era el hombre que le convenía. Él era portero de discoteca y Odette prestaba sus servicios de camarera en el comedor de un pequeño restaurante de playa, trabajo que tuvo que abandonar meses más tarde debido a su estado.

Había emigrado a la costa desde una provincia del interior, huyendo del desempleo para probar suerte en el sector de la hostelería durante la temporada de verano. De pronto se quedó desempleada otra vez y con un ser que comenzaba a pedir dentro de su cuerpo. Fue entonces cuando conoció al que fuera su marido, un hombre bueno, que la trató como se merecía y con quien fue feliz el tiempo que duró, pues murió prematuramente en un desafortunado accidente de tráfico.
Trabajaba en la construcción. Daba recubrimientos en paredes exteriores y pintaba fachadas de edificios colgado de un andamio. Apenas llevaban dos años de casados viviendo de alquiler en un pueblecito a unos pocos kilómetros de la costa. Un día al regresar en el coche del trabajo, se encontró con un caballo suelto en la carretera y se estrelló contra él. Ambos, hombre y caballo, perecieron. Pocos meses después nació Daniel, el más pequeño, sin conocer tampoco a su padre.  A Odette sólo le quedó una pequeña pensión y el recibo del seguro del coche sin pagar. No había sido demasiado, pero sí suficiente para conocer los límites de los hombres, que ahora, más que nunca, la veían como presa fácil.

Desde entonces no había dejado de ir por donde él estaba para compartir tiempo y espacio juntos. Él sabía de cada uno de sus sentimientos en soledad, cuando por fin se sentaba mientras jugaban los niños y los perros corrían y escarbaban en la arena del parque. Odette descansaba en su regazo y a veces le contaba cosas que nunca había confiado a nadie. Incluso un día vio como una lágrima corría por sus mejillas hasta los labios, que no dejaron de sonreír.


Gracias a su posición privilegiada él conocía a muchas personas distintas, con quienes a diario entraba en contacto. Quizás sabía más cosas de esas personas que ellas mismas, algo que jamás sospecharían y por lo que nunca podrían juzgarlo. Él, sin embargo, sí observaba los vaivenes y recovecos de sus almas, intuía sus necesidades y sabía de sus soledades, de sus necesidades y frustraciones. Conocía el lamento del loco, las cavilaciones del suicida y la soledad del anciano; el desengaño del enamorado y la pasión de la juventud, pero esperaba impasible cada día a Odette. Él era aquel banco del final del parque, escondido entre los grandes árboles que lo cercaban, donde Odette acudía cada día para pasear a los perros y jugar con sus niños, su gran tesoro. Nunca, durante el tiempo que vivió allí, faltó ella a su cita.








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