Se alejó de la ventana cuando vio pasar el cortejo fúnebre. Cayó en la cuenta de que había regresado a la calle del adiós.
Creció en otro lugar, en una calle como aquella; viendo a otros realizar su último viaje hacia el sol de poniente tras los visillos, escondido en las sombras de su habitación. Así aprendió a contar el tiempo en quienes partían, el mismo tiempo que parecía devolverle al principio de su consciencia en aquel instante.
Las experiencias vividas le enseñaron a encontrar una causa detrás de cada coincidencia, pero ésta lo había dejado sorprendido, era duro reconocer el significado que susurraba a su entendimiento: se estaba haciendo viejo, y como antes de niño aprendió a sumar, ahora tendría que restar años a su existencia.
Le pareció como si el tiempo viajara sobre las cosas y los seres, y no éstos sobre él. Pensó entonces que su vida estaba forjada a golpes del destino, que como el viento a una pluma, lo mecía a su capricho. Sus acciones sólo respondían a la necesidad de adaptarse al movimiento cambiante del tiempo tirano, que jamás contó con sus deseos, que siempre puso en jaque a su esperanza.
Después de dudar un momento, mientras miraba de nuevo tras los cristales para ver como se alejaba la comitiva encapotada de paraguas, recordó que su amor por la vida, más fuerte que el temor de la muerte, había mantenido intacta la fe en sí mismo, en lo que había decidido creer libremente, y que aquel sentimiento había superado siempre cualquier decepción.
Quizás fuera el momento de regocijarse, pues la señal de aquella coincidencia no era otra cosa más, que un amable tirón de orejas de la vida, que le recordaba que aún debería seguir contándola.
Las experiencias vividas le enseñaron a encontrar una causa detrás de cada coincidencia, pero ésta lo había dejado sorprendido, era duro reconocer el significado que susurraba a su entendimiento: se estaba haciendo viejo, y como antes de niño aprendió a sumar, ahora tendría que restar años a su existencia.
Le pareció como si el tiempo viajara sobre las cosas y los seres, y no éstos sobre él. Pensó entonces que su vida estaba forjada a golpes del destino, que como el viento a una pluma, lo mecía a su capricho. Sus acciones sólo respondían a la necesidad de adaptarse al movimiento cambiante del tiempo tirano, que jamás contó con sus deseos, que siempre puso en jaque a su esperanza.
Después de dudar un momento, mientras miraba de nuevo tras los cristales para ver como se alejaba la comitiva encapotada de paraguas, recordó que su amor por la vida, más fuerte que el temor de la muerte, había mantenido intacta la fe en sí mismo, en lo que había decidido creer libremente, y que aquel sentimiento había superado siempre cualquier decepción.
Quizás fuera el momento de regocijarse, pues la señal de aquella coincidencia no era otra cosa más, que un amable tirón de orejas de la vida, que le recordaba que aún debería seguir contándola.
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