El sabio, anciano y enfermo, reconoció que de nada servirían a su ego los honores de quienes no le habían conocido como hombre primero. Su ego había muerto hacía mucho tiempo en la decepción tras descubrir que no importaba a los que le acompañaban en su transcurrir por la vida, por quienes existió su pasión y su forma de sentirla, el afán por descifrar y comprender sus misterios.
A punto casi de alcanzar la meta final de su existencia, nada que reprochar y todo que agradecer. ¿Qué reprochar a quienes junto a él habían compartido tiempo y circunstancias?¿Acaso no debían vivir primero, creer en sí mismos, dejarse llevar por sus sentimientos? El suyo no era más importante. Ellos le dieron un sitio a su lado en el tiempo y con su forma de sentir la vida inspiraron la suya. Era a ellos, en realidad, a quienes debía su forma de ser y lo que representaba.
¿Que no agradecer también a quienes, desde el respeto y la admiración, se congratulaban de ser depositarios de su legado? Quizás hubieran deseado caminar a su lado, ser los primeros discípulos de sus lecciones, aquellas que entonces no había aprendido. ¿Qué recompensa más grande, que el saber que otros seguirían con orgullo su estela?
¿Cómo no rendir honor a la vida, que le había permitido llegar hasta el final con la consciencia limpia y clara para discernir las sensaciones y encajar con ellas en las circunstancias?
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