Sabía que existen muchas formas de decir las cosas, pero que sólo una encaja en cada momento. Esforzaba su mente buscando la fórmula adecuada para que su mensaje no sucumbiera al tiempo como la voz que se desgarra confundida entre el vocerío común, o se disipara en el silencio de la indiferencia igual que el grito que secuestra el aire frío de la noche en el desierto.
Entendía que la sociedad adopta una estética diferente en cada época, una forma distinta de reflejar la realidad cambiante, de definir el momento presente y marcar los acontecimientos, mas estaba convencido también de lo intemporal en la existencia como la verdad que conocía, aprendida del reconocimiento de los errores cometidos más que de la fortuna de sus aciertos escasos, los cuales consideraba hijos de la rectificación. Había llegado a comprender que en la vida de cualquiera los triunfos del éxito no son más importantes que la ausencia de errores. Por activa y por pasiva no eran los aciertos, sino la falta de equivocaciones lo que garantizaba la plenitud en la vida.
Se preguntó entonces si su trayectoria vital, su figura, lo que representaba para los demás, podrían garantizar la imagen que necesitaba transmitir en su mensaje para ser bien recibido, aceptado como verdadero. Su vida debería ceñirse al compromiso de ser lo que se transmite, nada más, pues el principal destinatario de su mensaje era él mismo. De otro modo se estaría engañando.
Miró atrás, pero sin ira; se había equivocado demasiadas veces por falta de experiencia, por error de cálculo, pero jamás se olvidó del mundo para entregarse a sí mismo, o al deseo ambicioso de poseerlo. Sus errores no habían sido tan grandes como para convertirse en pecados por los que hubiera de pagar. Ahora su existir se debía a su razón de ser, al compromiso de revelar un mensaje. Meditó en el camino que todavía le quedaba por recorrer, esperando fuera suficiente lo aprendido para no volver a equivocarse. No deseaba aprender más.
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