Aprendió la primera lección de vida en la adolescencia temprana, tras comprobar en sí mismo cómo el ser humano es el único capaz de tropezar en la piedra de sus decisiones, no dos, sino muchas veces. Pero fue demasiado tarde. Para su corta edad aquello significaba alejarse de la llamada de entrega de servicio a los demás que un día sintiera en su corazón y que diluyó sin pretenderlo en la búsqueda de una personalidad inexistente aún, forjada a golpes de carácter indómito.
Entonces no comprendía que dar la vida al mundo supone olvidarse de uno mismo, pues de él sólo recoge afecto y reconocimiento quien es capaz de entregar primero su valor por amor a sus semejantes, sin condiciones previas. Y no podía olvidarse de sí mismo, de todo aquello que amaba por encima de las demás cosas, de quienes aún desconocía. En él se contenían valores necesarios, pero inútiles cuando de ellos se pretende una satisfacción personal. Nadie le había explicado que, por ser el más escaso, la humildad es el valor que más destaca.
Ansiaba tantas cosas que toda preparación era inútil, de nada serviría a quien iba a ser víctima de sí mismo. Despojarse de anhelos, de la sofocante ansiedad de posesión que sufre el ser por sentirse seguro, fue un precio demasiado alto para un alma joven que se enfrentaba en soledad con el mar de dudas que ahogan las decisiones. Y tratando de definir su ser se perdió en el tiempo, confundido entre las cosas.
Tardó una vida entera en comprender que hay un momento para todo y sólo uno para lo que se está preparado; y que ese momento es como un tren que llega puntual a su hora y no espera por nada. Un tren que no pasará otra vez, nunca más, aunque se le espere paciente con el equipaje dispuesto.
Admitió que hay empresas que sólo pueden comenzarse temprano, antes de que las cargas vitales impuestas por la realización de nuestros deseos resten fuerzas o supongan trabas a su realización. Que la indecisión es el laberinto de la vida, que nos retiene confundidos recorriendo pasillos sin fin, rincones cerrados, donde sólo la paciente cordura es el hilo conductor que nos conduce a la salida; las más de las veces, aquella por la que entramos.
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