El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

domingo, 31 de marzo de 2019

SIN DIOS.








-Hoy me he sentado en la piedra que, como proa de barco hundido en playa solitaria, yace en una esquina del cruce de caminos por el que paseo a diario; y he contemplado el crepúsculo anaranjado pintado por el sol, que ágil se descolgaba del cielo inmaculado buscando regazo en el horizonte. 
Sobre la misma piedra he descansado otras veces sin reparar en que siempre estuvo allí, mucho antes de que yo supiera de su existencia; y que seguramente allí permanecerá cuando yo sea materia inerte, polvo esparcido por el viento en el espacio inabarcable. Seguirá entonces en el mismo sitio, recibiendo a otros que en su descanso contemplarán el ocaso del sol sin preguntarse por el suyo. 
Comprendí lo efímero de la vida y dudé del sentido de mi existencia consciente, de su energía transformadora, que como aseguran se fundirá con las estrellas en el cosmos infinito para no volver a sentir. 
¿De dónde procede entonces mi consciencia vital, si sólo soy consecuencia de la reacción química y espontanea de los elementos?¿Es acaso la consciencia su resultado, o por el contrario el ingrediente básico sin el cual no son posibles las transformaciones? 
Siento desaliento cuando pienso que mi consciencia es sólo eso, algo casual que nace y muere conmigo -. Dijeron las palabras. 






Y el sentir se reveló: 

"El hombre ha matado a Dios en su interior y ahora sólo el hombre es responsable de sus acciones y circunstancias."- Se ha dicho.
Mas, el ser humano sólo ha matado su esperanza de pertenecer a algo infinito y eterno, a una consciencia superior. Y por ello se esfuerza en vano por dominar la naturaleza, en quien reconoce a la vida, pero que se muestra como diosa cruel y caprichosa que lo mantiene atado a sus leyes para realimentarse.
Y de su desesperanza por permanecer surge el conflicto en su interior, pues son mayores sus dudas que sus convencimientos, sus deseos que sus necesidades, lo que hace que vuelva a sentirse minúsculo y huérfano de un dios mayor al que pertenecer para encontrar sentido a su existencia.
Sin el sentimiento de pertenencia a un ser superior el humano se siente finito, y la idea de vivir más en menos tiempo se convierte en obsesiva en su mente, lo que le conduce al exterminio de los recursos naturales que consume intentando conseguirlo.
No sólo el ser humano es responsable de sí mismo, sino de todo lo que le rodea, por estar situado en la cima del ciclo vital gracias a su consciencia.
En su negación del ser supremo se niega a sí mismo como creador de vida, imponiéndose su carácter depredador, más cercano al ser instintivo y animal, que al ser reflexivo y humano.











  






























sábado, 23 de marzo de 2019

LO QUE NOS UNE Y LO QUE NOS SEPARA.











Como tantas otras veces habían aprendido sin comprender, y confundidas por la percepción de una realidad equívoca, contradictoria, las palabras preguntaron al sentir:

-¿Por qué, a pesar de ser más las cosas que por semejanza nos unen que las que por distinción nos separan, los humanos nos esforzamos por hacer valer lo que nos diferencia en detrimento de lo que nos iguala?¿No es esto fuente permanente de conflictos en una especie como la nuestra, consciente de la huella de sus actos y por tanto responsable de sus consecuencias?

Y el sentir se reveló:

No somos absolutamente conscientes, responsables de nuestras acciones, lo que no nos disculpa ni nos libra de sufrir sus consecuencias. El ser humano no ha llegado aún al culmen de su realización individual, y mucho menos nuestra civilización, que evoluciona al ritmo de la multiplicidad de  transformaciones individuales.
Lo que nos asemeja y lo que nos diferencia son partes del binomio fundamental que compone la vida, que se repite en cada escala, dimensión y latitud, creando a partir de él la diversidad que conocemos.
Por esperar de otros las respuestas que necesitamos, por vivir a ritmo de descubrimiento continuo de emociones, todavía no hemos aprendido a conjugar la dualidad en nuestro interior, lo que hace que vivamos en confusión permanente y sin distinguir confundamos la pertenencia con la propiedad, la supremacía con la independencia, el respeto con el temor, el afecto con la compasión, la sabiduría con la acumulación de datos, y así sucesivamente en cada cosa. 
Lo que realmente nos une como especie son las necesidades físicas y espirituales, iguales en todos los humanos, no distinguiendo entre raza, sexo, credo o condición. Lo que nos separa son las ambiciones del ser único e irrepetible, que cuando ejerce como dios de su existencia olvida que es limitado y pasajero, que su verdadero sentido se encuentra en la contribución de su peculiaridad para dar forma a la vida con los demás seres, sin alterar el orden natural de las cosas para que puedan renovarse haciendo sostenible la supervivencia.
Cuando los seres humanos nos comportamos de forma irresponsable anteponiendo las cualidades de nuestras diferencias a la contribución social para las que están destinadas, somos arrastrados a la vorágine de la supervivencia, donde el engaño y la manipulación acechan nuestras debilidades reviviendo en ellas los impulsos más primitivos y salvajes, que nos retornan siempre al principio de las cosas obstaculizando el progreso beneficioso de las individuales, y como consecuencia, de una sociedad rebosante de vitalidad. 






domingo, 10 de marzo de 2019

LA ARMONÍA DE LA DIVERSIDAD.








-Todas las leyes que tienes son nulas, paisano. - Me decía. Esa sería su última lección, la que más me costaría aprender.

Mi padre admiraba la retórica de mi dialéctica, la cuál gustaba poner a prueba aunque él no necesitara debatir, discutir por nada. A su edad sólo esperaba de la vida que no le faltara el sustento, la tranquilidad que aporta la falta de preocupaciones cuando únicamente se depende de uno mismo, y el tiempo necesario para disfrutar de lo aprendido. Pero admiraba mi idealismo, la vehemencia con que contestaba a lo que creía injusto de la vida sin tener en cuenta su dualidad, y el ímpetu de la rebeldía de mi juventud, que por no comprenderlo, se enfrentaba con el mundo a cada paso. Y cada vez que debatíamos por alguna razón, la cuál yo siempre me empeñaba en llevar, acababa con la misma sentencia. Entonces me obstinaba más todavía y él terminaba riendo con grata satisfacción.

Porque me conocía bien, sabía lo que me depararía el futuro. El también había sido un niño, acostumbraba a recordarme cuando yo exaltaba los valores de mi generación y rebatía sus argumentos con el manido, "eso era antes, las cosas han cambiado". Y aunque era consciente de que nada más que el tiempo lograría hacerme comprender, insistía con otra de las máximas que tan difíciles de concretar resultaban entonces para mí: "Estás comenzando a vivir", me decía. Yo era ya un adulto con retoños, que creía saber lo suficiente de la vida como para no necesitar más explicaciones, pero él se esforzaba para que no olvidase, pues estaba convencido de que un día llegaría a admitir lo que entonces negaba mi idealismo. Cuando hubiese reconocido las veces que necesitamos equivocarnos hasta convencernos de que perdemos el tiempo discriminando las cosas, tomando partido por unas, en detrimento de las otras, sabiendo que todas tienen su razón de ser; lo cual divide nuestra unidad interior y nos enfrenta con el mundo en lucha desigual, que rompe la armonía necesaria para fundirnos con sus maravillas y hallar la plenitud de nuestra existencia. Pues la unidad que representa nuestro ser individual, igual que le sucede al mundo, la conforma la armonía de su diversidad. Armonía que deberemos conservar para sentirnos bien hasta el final inevitable, que descompondrá nuestra diversidad para disolverla de nuevo en la vida de la que partió.