-Recordaré hoy la memoria de mi padre, que fue el hombre que consiguió enseñarme más cosas, de esas que de verdad importan. Otras tuve yo que aprenderlas por experiencia propia - como sucede siempre-, no porque mi padre no me las inculcara o estuviese equivocado en su planteamiento. Creo, más bien, que por ese afán que todos tenemos de aprender de nosotros mismos y no de los demás y las cosas, y eso es como decir, "aprender de la nada", puesto que de partida no nos conocemos. Pero, claro está, la tendencia acusada de descubrir las cosas por nosotros mismos, no es otra que la búsqueda de nuestra personalidad inexistente, que toma forma en la medida que asimilamos conocimientos; y siempre condicionada por el modo en que lo hacemos, está sujeta a nuestra forma de actuar, que es tanto como decir, la manera que tenemos de reaccionar ante las cosas.
Mi padre, que era un hombre sencillo, comprendía perfectamente todo esto cuando yo llegué al mundo. A sus cuarenta y ocho años sus ojos ya habían visto suficiente para comprender. Sabía de lo amargo que es reconocerse uno más, esperando el fin mientras el tiempo pasa y se olvida de nosotros.
Fue hijo de la guerra. Como los de su generación nacieron para hacerla y para sufrir después la miseria de una posguerra cruel y descarnada, preñada de hijos para levantar la nación. Brazos débiles y estómagos vacíos, el mejor de los aceites para engrasar la maquinaria de un régimen terrible.
Después de otros seis hijos - el mayor ya volaba por su cuenta- y las penurias pasadas por sacarlos adelante, yo debí ser para él en ese momento la posibilidad de enmienda de errores anteriores, pues siempre me trato con mucho tacto y cariño. Juro que jamás quiso imponerme nada y si en alguna ocasión- que no recuerdo- fue duro conmigo, seguro se sintió disgustado por tener que hacerlo. Tal vez para él fuera yo un bien tan preciado, algo tan frágil, que quizás considerase que cuánto menos se influyera, más puro se mantendría mi espíritu.
Nunca trató de ser mi héroe y su forma realista de entender la vida me ayudó a desmitificar los héroes de la época. Hoy día es el "Western" el género cinematográfico que más sigo apreciando, igual que cuando era niño. Pero ya entonces, como ahora, sus héroes para mi eran otra cosa. Aquellos seres aparentemente dotados de unas facultades distintas, superiores a las demás, impulsados por un valor sobrenatural y destinados a actos sublimes, para mí sólo eran hombres. Eso sí, hombres enteros, con sus grandes miserias y sus pequeñas grandezas; empujados por la necesidad y el miedo, no por el deseo y el valor. Hombres distintos sí, pero sin pretenderlo. Perseguidos por la sombra de sus acciones, atormentados y marcados por el pasado.
Es una visión muy clásica de la épica de la vida, y hasta cierto punto mi padre fue para mi un transmisor fundamental de la misma cultura que nos ha acompañado más de dos mil años y que ha condicionado que seamos como somos.
Yo ya comprendía entonces aquello sobre lo que mi madre pasaba de puntillas, cuando mi padre, para salir al paso de algún aprieto en que le había puesto por culpa mía, le replicaba aquello de:
"El potro que ha de ir a la guerra no lo aborta la yegua".
Así era mi padre, aludía directamente al destino, a la ley natural para explicar a mi madre que los hijos, igual que el resto de las cosas, no se poseen, solo se disfrutan; y que por mucho que se intente no se pueden proteger.
Todavía hoy me resulta mágica esa forma de trasmitir conocimientos. Frases sencillas, refranes que contenían una reflexión implícita y una respuesta innegable. Mi padre tenía para cada cosa un refrán, pero todos ellos mostraban una épica deslumbrante y aludían siempre a las claves de la vida:
"El hombre que no tiene un vicio no es hombre".
"El hombre que no domina un vicio, tampoco lo es".
Así me decía cuando le disgustaban mis excesos con el tabaco.Comprendía la debilidad del hombre como resultado del cansancio por existir, pero nunca ponía en duda que las capacidades de superación humanas eran infinitas, a la vez que un deseo inerente a la especie.
Entendía la dualidad de las cosas como condición natural, y para él, la naturaleza era la norma suprema. Dentro de ese ser dual que es el hombre existe el impulso de evitar los extremos, los cambios; de permanecer estable a pesar de las mutaciones; de dominar cualquier situación dominándose a uno mismo.
Mi padre amaba el género humano igual que amaba la vida, y para él, el cielo y el infierno no había que salir a buscarlos. No era partidario de la pena de muerte aunque considerase que muchos crímenes eran aberrantes. Entendía que la cadena perpetua era un castigo mayor - no peor- que el simple hecho de hacer desaparecer a alguien para siempre. Existe algo a lo que llamamos conciencia - lo que para los pensadores modernos sólo es conocimiento - que nos permite diferenciar las cosas y discriminarlas incluso en función de su polaridad: positivas, negativas, convenientes, inconvenientes, interesantes, inútiles, y así sucesivamente. Pero también se produce otro proceso que normalmente olvidamos y que permite una rectificación en la percepción de los valores, sobre todo cuando nos equivocamos; lo que los antiguos llamaban arrepentimiento, que implica una revisión de los conceptos y permite el cambio de polaridad de las cosas. Este es el factor especial sin el cual nos sería imposible ordenar los conocimientos y que ha permitido que nos adaptemos mejor que ninguna otra especie a los cambios naturales. Mi padre siempre decía que "a los arrepentidos los quiere Dios". Él creía en el arrepentimiento, o dicho de otro modo, en ese proceso de aprendizaje que nos permite mejorar, perfeccionarnos y evolucionar, y que cuando falla, o simplemente no existe, nos hace retornar al primitivismo más salvaje, a la degeneración total en un camino sin retorno. Un salto al vació de la nada más absurda. ¿Cómo si no, explicar en nuestro tiempo crímenes tan horrendos, comportamientos psicóticos que se desdoblan y desbordan por falta de personalidad real? Desmanes inducidos, automáticamente somatizados y ejecutados sin el menor remordimiento por seres humanos que de pronto se olvidan deliberadamente de serlo, por el hecho de creerse pertenecientes a un mecanismo mayor de cuyo movimiento no se sienten responsables, y mucho menos capaces de detener. Se cierra así el camino de la libre elección, de la libertad individual que es la fuente de la evolución colectiva y del progreso en definitiva. Se abre así la puerta del error, endógeno, primitivo y retrógrado, que busca siempre volver a un punto de partida del que nunca surgió.
Todo parte de la bondad. El ser humano, como cualquier otro ser, surge de un acto de amor: afecto, ternura, intimidad, sensibilidad, incluso perdón por nuestros defectos, por nuestras imperfecciones. Surge incluso ante la fuerza, la violación, el chantaje o el engaño, pero primariamente parte del lado bueno o más pacífico del ser. ¿Cómo sino entender a cualquier madre, que a pesar de todo decide tener a su hijo?
Creo que mi padre consideraba al ser humano, "fundamentalmente bueno"; que no bondadoso siempre, benévolo o beneficioso, que son otros conceptos más parciales. Y a partir de esta concepción del hombre - positiva básicamente - ponía o quitaba en función de cómo afectan al individuo las circunstancias en su proceso de aprendizaje, en el cuál, permanentemente se encuentra inmerso. Por eso la publicidad no le gustaba. Decía que "todo era un camelo" y tan siquiera se molestaba en juzgarla, pues para él la mejor influencia era precisamente no influenciar, intervenir lo menos posible para dejar que las cosas fluyan naturalmente, con total libertad. Así que no le gustó nada aquel mediodía comiendo a la mesa, cuando a mis diez años, lleno de júbilo e ilusionado por el nuevo horizonte que se me abría, le solté aquello de "irme a un seminario para aprender a hacer puentes"- nada menos-. Siempre lo llevó clavado en el alma, y sólo el ser fiel a sus principios evitó que me impidiera llevarlo a cabo. Pero hasta en esto su filosofía de no influenciar condicionaba su actitud hacia mi. Me previno en contra del clero - los curas, como se decía antes - de quienes probó el sabor del desengaño y del resentimiento. Me contó que en un principio él también creía en Dios, pero cierto día de su incipiente adolescencia, el señor cura de mi pueblo lo sacó de la equivocación. Quizás fuera esa la primera ocasión que mi padre pensara por sí mismo y se tuviera en cuenta; el caso es que para él, aquel trato que mi abuelo hiciera con el cura, más se parecía a un pacto con el diablo que con un representante de Dios en la tierra. El tal señor cura no quiso estar y mi padre no supo esperar. Las quejas posteriores del cura sobre mi padre, consiguieron que el abuelo dejara de ser para él su modelo a seguir: sólo después de haberle pegado sin atenderse a las razones que mi padre trataba de exponer, se dio cuenta de su error y de que su hijo comenzaba a mirar por su propio interés. Cuando el abuelo acordó el trato con el socio sabía perfectamente que mi padre no estaba de más, que de antemano atendía otras cosas.
Y no era que a mi padre le gustaran los nidos- recurso tan avenido para matar el hambre en aquellos primeros años del siglo XX- y menos los de campanario. No necesitaba asaltar árboles ni palomares ajenos para engañar otro día al hambre; en casa del abuelo - sacristán además de otras muchas cosas - no se conocía "la necesidad más grande". Pero el campanario estaba sucio, demasiado guano de cigüeña por todas partes y el nido apunto de desplomarse con su carga acumulada durante años. Ya repicaba las campanas, y aunque aquel no era el primer trabajo que hacía para la sacristía, andar sólo por las alturas no era algo para lo que tuviera mayor habilidad, o un gusto especial. Para él, que siempre fue un hombre con los pies muy bien pegados al suelo, seguro que aquello suponía una auténtica prueba de fuego. Pero la pereza del clérigo y su gusto por el café y la partida en la taberna, hicieron que llegara tarde para abrir la iglesia, y mi padre, a quien no le gustaba la idea de subirse a ningún tejado, prefirió refugiarse en excavicar la viña de la que mi abuelo le había retirado para realizar aquel otro trabajo. El miserable cura no reconoció que había llegado tarde; más aún, acuso a mi padre de no haberse presentado siquiera. El abuelo no quiso encomendarse ni a Dios ni al diablo, y como resultado final entre los dos consiguieron que mi padre fuera ateo el resto de su vida.
La inocencia del niño, que es el valor más importante del género humano y que se pierde en la primera decisión que hay que tomar, se la tragó mi padre de un bocado. Así es como se siente el peso de la responsabilidad cuando aparece por primera vez.
A pesar de todo, yo que conocí los últimos momentos de mi padre - cuando su vida había superado la fase definitiva del dolor, e irremediablemente estaba vencida - reconozco que en sus palabras, aquella penúltima noche después de acostarle en su cama, cuando me dijo que mi mujer y yo éramos muy majos y que nos habíamos portado muy bien con él, existía tanta humanidad y comprensión por todo el dolor y las privaciones que por atenderle sufríamos, como la más sincera necesidad de expresar reconocimiento y admiración por una conducta y forma de ser que no admitía intereses materiales, sino, más bien, la realización de una creencia. Y para alguien que había desterrado la fe desde niño, puede que fuera casi como un milagro reconocer que precisamente la última lección estaba en que otros más jóvenes habían comprendido y creído en algo que él se fue negando a lo largo de su vida.Tal vez mi padre no muriera creyente, pero sí en paz. Y eso significa que se fue con dignidad, sabiendo que a pesar de su concepción material de las cosas y de los errores cometidos entraba en el final de acuerdo con la naturaleza. Su hora estaba próxima, pero él ya había entendido por qué en este mundo existe de todo, y que incluso aquello que sólo percibimos y que no podemos concretar ni definir, se materializa y se realiza por el sólo hecho de creer en ello. Y ahí también está Dios.