El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

viernes, 22 de mayo de 2009

El adiestrador de mandriles. (Sexus, parte 1)



-Mira, no te conozco, pero no te temo. Bájate del caballo, si no quieres que yo te baje de un golpe en la cabeza con esta que tengo en la mano -. Y levantando amenazante la cayada que llevaba, se puso delante de él impidiendo que avanzara.
-Pero mujer, ¿no me conoces?; soy yo, José.
-Me da absolutamente igual; la noche no está para encuentros y juro que si no te bajas de ahí, yo misma haré que te arrepientas.
-Bueno, vale, ya me bajo. Pero, ¿de verdad que aún no me has conocido?
-Si creías que podías amedrentarme con esa manera bravucona que tenéis los hombres, estabas muy equivocado. Nadie interrumpe el paso de mi ganado y menos cuando la noche se ha echado encima y debo regresar.

Ese debió ser uno de los primeros encuentros con mi padre, con quien mantuvo relaciones más de cincuenta años, hasta que mi padre murió.
Así era mi madre; todo un temperamento, una tempestad que si se desataba era incontrolable. No temía nada de este mundo, si acaso, la sorpresa. En el resto no creía.
Aún hoy, ella sigue siendo la mayor constante de mi vida, para bien y para mal; y aunque reniegue de lo que en ella odio, me ha sido imposible desterrarla de mi corazón, pues tarde he descubierto que somos almas gemelas que no pueden vivir juntas ni separadas. Y que cuando muera, algo grande morirá también en mí, pues ella ha conseguido que sea grande mi pasión y valga para algo tanto dolor. Nada se consigue sin pretenderlo y sin luchar por ello. Sin lucha, sin dolor, nuestros deseos no tienen ningún valor y jamás se materializan. No basta con soñar la realización de un anhelo, porque el sueño es parte de otra dimensión, mientras que la realidad nos toca, nos afecta y sorprende.
Todo naturaleza, todo fuerza de voluntad, todo y sólo ella: mi madre.



















De sus manos la furia y casi siempre la curación, don que se achacaba, no a la práctica y a ciertos conocimientos adquiridos, sino a tradiciones ancestrales. En aquellos tiempos puede que la palabra fisioterapeuta no la entendiera nadie en un pueblo pequeño donde el "medico de cabecera" pasaba consulta dos veces por semana y cada vez que había que firmar una defunción. En pueblos como el que yo nací, el resto de las cosas se curaban como se curaban los perros, dejando pasar el tiempo. Pero a veces el tiempo pasaba lenta y dolorosamente impidiendo a quien debía sacar adelante su pequeña hacienda y su larga familia, el poder trabajar, por lo que mi madre jugaba un papel importante desarrollando una labor impagable en el vecindario, y que llegó a convertirse en una fuente de ingresos -la mayoría en especias- que contribuyó siempre a la economía familiar, al menos para compensar la tendencia gastadora de mi madre.
Curaba todo tipo de torceduras, esguinces y otras lesiones del aparato locomotor. Conocía la musculatura humana tan bien como cualquier médico, me aventuraría a decir que mejor.
En esos tiempos no estaba de moda la hernia discal, y los lumbagos se producían por el trabajo, los fríos y las calamidades que se sufrían. Eran dolencias tan comunes que pasaban desapercibidas mientras no paraban a la persona, y con ella su labor productiva.
Mi madre se ganó un gran prestigio en su comunidad paliando unos problemas que el sistema sanitario de la época no cubría. Y aquello aumentó su ego y afianzó su sentir sobre el mundo y la supervivencia: sólo la fuerza y las cualidades permiten que perduremos.

Y así fue - como en la canción - que nací en el huracán de una tormenta. En una de tantas historias negras de la España profunda y rural. Mi madre me llevaba en el vientre en el momento álgido de una lucha entre familias que afortunadamente se saldó a nuestro favor en los tribunales, con un juicio que dejó la sentencia a merced de la decisión de perdonar, o no, de mis padres. Y mis padres cedieron al perdón en pos de la convivencia. Pasarían muchos años para que los hijos nos saludáramos y volviéramos a mantener una relación de vecindario, pues los padres ya nunca más volverían a tratarse. Ni a saludarse si se cruzaban por la calle; era tan profundo el odio mutuamente generado, que trascendía a los hijos.

-¡Voy a matarte a ti y a toda tu puta raza! Y aporreando la puerta irrumpió en más gritos amenazantes y provocadores, intentando que mi padre saliera a defenderse.
-¡Y a todas las putas que tienes ahí metidas! ¡Sal si tienes cojones que te los corto!

La pelea fue inevitable, ambas familias salieron a la calle.
Para entonces, mi madre estaba en estado de gestación avanzada, lo cual no le impidió ser protagonista principal. Yo debí sentir la amenaza del cuchillo en su vientre, pues no creo que su estado la detuviera. Desde entonces siento fuerte su latido en mi ser, su nervio, su fuerza, su tensión; como debí sentirlo en aquellos momentos.



















En plena madurez familiar, mis hermanos, todos en uso de razón, sufrieron la contienda. Yo asistí como espectador oculto - no invitado - más no por ello menos implicado, lo cual marcaría para siempre mi carácter, posicionando mi actitud frente a la vida de la misma forma. Como si en mi vida se me hubiera negado el papel de protagonista, para dejarme contemplar el devenir de los sucesos de forma más clara, con todos los matices que provoca la expectación.

Fui un niño ilusionado. Recuerdo la niñez como la etapa más feliz de mi vida. Sin embargo, la figura de mi madre nunca me dejó de resultar incómoda. Creo que ambos quedamos marcados por el pasado cuando yo aún no había nacido y ella superaba con creces los cuarenta.

Siempre nos distanció el amor. Madre de otros siete hijos- perdido uno de muy niño- siempre amó más a quien menos tuvo a su lado. Mi hermano mayor era su principal obsesión, tal vez por aquello de ser el primero. Yo, después de tanto tiempo, sólo había sido un descuido, una burla del destino cuando todo parecía estar atado y bien atado.

























Los triunfos habían cegado su ego y en aquellos primeros años sesenta del siglo XX, superada la posguerra, regentaba un bar; uno de los pocos negocios liberales que existían en un pueblo que se dedicaba a la agricultura y la ganadería exclusivamente.
Aunque eran mis hermanas - y mi padre cuando regresaba del trabajo - quienes llevaban el peso de las tareas diarias, mi madre hacía y deshacía a su voluntad de forma determinante y déspota, incluso excesiva, en una sociedad imperativamente machista a la que supo manejar.


Yo crecí a su lado totalmente protegido por sus brazos, pero a la vez olvidado en la ternura necesaria para crecer seguro. Sus preocupaciones y pasiones, el hecho de no poder evitar la ruptura del hijo amado con el padre, que propiciaría su marcha del hogar, y las depresiones propias de su edad, nos apartaron más afectivamente. Su carácter autoritario y su ego insaciable me restaron el protagonismo infantil que nos permite crecer con desenfado, en libertad mientras los demás nos protegen y nos miman. Ella tenía demasiadas preocupaciones para volcarse en mí, y las más de las veces, mis hermanas tuvieron que ocuparse de cosas que sólo a mi madre incumbían.




Cuando agarrado a su mano me llevaba a la ciudad para comprarme ropa y calzado, únicas ocasiones en que lo hacía - a excepción de un año, que convencida por otra vecina más joven con otro niño de mi edad, me llevara a ver las procesiones de Viernes Santo - me sentía extraño. De las manos de otras madres, la mayoría mucho más jóvenes y más a la moda que mi madre, veía a otros niños de mi edad y me sentía distante, como si yo no perteneciera a su generación. Parecíamos una pareja atípica. Tal vez sugiriéramos más a la abuela y el nieto, que a la madre y el hijo. La diferencia de edad era muy notable en relación con otras madres con hijos de mi edad, y que se hacía más patente en unos momentos, donde en España se empezaban a respirar ciertos aires de modernidad y suavidad en la censura. Yo me sentía entre ridículo y avergonzado haciendo las compras con mi madre. Era una mujer retrógrada en todos los sentidos, que comenzaba a adaptarse con dificultad a los nuevos cambios, a los nuevos tiempos.
Al caminar por las calles comerciales de la ciudad, abarrotadas los días de mercado, yo comparaba las mías con las ropas de otros niños y sus madres, y las nuevas tendencias en los escaparates, donde me veía reflejado como retrato de otra época de la mano de mi madre.
Odiaba ir de compras con ella. Nunca delegó esa responsabilidad en ninguna de mis hermanas; ella disponía únicamente del dinero y sólo ella lo gastaba y administraba, para bien y para mal. Mi madre nunca fue a la última, siempre me recordó el principio de las cosas.














Era una auténtica mujer, más su carácter y poderío físico podían poner contra las cuerdas a cualquier hombre. Sin pre-aviso, sin contestación alguna.
Recuerdo una noche de verano, en que acostados los dos - yo no podía soportar el terror que me producía quedarme sólo y a oscuras en mi habitación - sin dejar de rumiar porque mi padre aún no había regresado con mis hermanos de cerrar el bar, me levanto intempestivamente y me vistió  de manera apresurada.
- ¡Vamos a ver que pasa - me dijo -.Como no esté encima de las cosas, no puede ser. ¿Este hombre no sabe que mañana tiene que trabajar y que es muy tarde para que las chicas estén en el bar? Ese par de cabrones seguro están dando guerra como de costumbre. Hijos de quien son tenían que ser. No quiero tener líos con la guardia civil, mira que se lo tengo dicho. Verás ahora si cierro el bar. Ya estoy harta!


Sería la una de la madrugada de una noche clara de verano. Mi madre me cogió por la mano y sin decir más nos encaminamos en dirección al bar. Yo miraba la resolución conque mi madre caminaba, sintiendo la energía con la que apretaba mi mano. Había jaleo, más de lo normal, que solía no ser poco en las noches calurosas de los meses estivales. La juventud de mis hermanas sustraía las miradas ansiosas de los hombres excitando sus deseos, y los jóvenes más arrogantes hacían lo suficiente para alimentar su altanería, calentando el ambiente siempre que encontrasen algún motivo para ello. Aquella noche la escena en el interior del bar era grotesca cuando mi madre abrió la puerta sigilosamente, sin que casi nadie se percatara:

El vocerío de los hombres, ebrios la mayoría, riendo con desprecio alrededor de un pobre borracho miope y viejo que vivía en una casa en ruinas fielmente acompañado por una banda de gatos callejeros, sucios como él, llenos de miseria. Era fumador empedernido y bebedor por destino y profesión; especialista para escuchar tras las ventanas de los dormitorios y maestro jugador de cartas. 
Todos los presentes se mofaban de él haciendo corro alrededor suyo. Con los pantalones caídos en los tobillos y sin sus gafas de culo vaso, trataba de acertar a coger de la mano de uno de los mozos que le sonsacaban una jarra de vino que le prometían si les enseñaba el resto, y a lo que él se negaba entre burlas y empujones. El vocerío era importante:





















-Vamos- decía uno - sabes que te la daré, pero bájate primero los calzoncillos. Dijiste que lo harías, que tienes cojones, y que de lo que cuelga te sobra. Venga bájatelos.

-Sí, que se los baje- decía otro.

-Vamos hombre que no tenemos toda la noche.

-Yo tampoco -. Dijo mi madre mientras cogía un taburete pequeño de madera y me apartaba de su lado. De pronto se hizo el silencio. Mi padre había aguantado demasiado dejando que las cosas llegaran tan lejos, y para entonces había perdido el control de la situación.

-¡Qué valientes! ¿No tenéis con quien meteros, más que con un borracho como vosotros? Ya deberíais estar en casa todos. Nadie dirá que es por culpa mía por lo que hacéis estas cosas. Así que ya sabéis, saliendo rápido y sin hacer ruido; mañana haremos cuentas de lo que se debe.

-Bueno - contestó el mozo que parecía llevar la voz cantante haciendo un gesto con la jarra de vino - no seas tan farruca, que tendrá que beberse nuestro amigo lo que le hemos invitado.

Con un movimiento certero, mi madre agarró su muñeca retorciéndola hasta hacerle verter el líquido de la jarra y obligando a su vez a que clavara la rodilla en el suelo. Y levantando sobre su cabeza su potente brazo armado por el taburete soltó:

-Si quieres salir por tu pie, deja ahí la jarra y procura que no se parta. No quiero más contestaciones. Y los demás todos "pa" casa, que ya es hora.

Seguro de que mi madre no dudaría en estrellar el taburete en su cara al más mínimo descuido, el joven dejó cuidadosamente la jarra en la mesa de mármol blanco sobre fundición que había mas cerca de la barra, junto a la ventana que daba a la calle, y se levantó sacudiéndose el polvo de sus pantalones. Sin alzar la cabeza, sin rechistar, salió con los demás sin armar escándalo.





















Por supuesto que mi padre se llevó una reprimenda de vuelta a casa, y yo por fin, sin más sobresaltos, pude dormirme por fin otro día al lado de mi hermano, quien me precedía y con quien compartía cama. Pero eso era entonces mi madre, un sobresalto continuo.

Mi padre no sólo habría dejado antes el bar, sino que no lo hubiera cogido siquiera, pero las necesidades imperaban con cuatro hijas sin casar y otros dos hijos pequeños aún. Así que no le quedó opción- sobrevivir no requiere dudas- y no vaciló. Sabía muy bien que todo aquello que se hace por necesidad, por obligación, es pasajero; como todo, un día cesa y desaparece: cuando se ha cubierto la necesidad. Y los respectivos noviazgos de mis hermanas consiguieron por sí solos lo que mi padre no hubiese logrado por mucho que se empeñara.


Por aquella época la costumbre exigía - al menos en familias tan tradicionales como la mía - la petición de la novia a sus padres. Y eso hicieron exactamente mis cuñados aquella tarde de verano, porque yo estaba allí.










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