El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 15 de junio de 2009

El adiestrador de mandriles. (El cartero del Rey.)



Quizás ya por entonces, en los albores de los años setenta - década decisiva, maravillosa en cuanto a explosión técnica y cultural, social y política - apuntaba yo un cierto talento innato.


En aquel tiempo, cuando el mundo entraba a diario en los hogares de nuestra España a través del televisor, debí ser un niño ilusionado, lleno de fantasía e imaginación. Tal vez mi debilidad física, condicionada por mi ser menudo, propició que desarrollara en mí un sentido especial del que carecían el resto de los niños de mi edad, sustraídos a la competencia con los otros por la fuerza física. Y ese sexto sentido, por llamarlo de alguna manera, se basaba en una memoria prodigiosa y un gusto especial por el lenguaje, algo en lo que esa memoria jugó un papel importante, sintetizando y ordenando los conocimientos que adquiría- más bien absorbía- de todo aquello que por mis ojos entraba.
En una época donde los niños, además de jugar a" indios y vaqueros", soñábamos con ser un día actores de Hollywood o estrellas de Rock, yo aspiraba la cultura y las modernidades de la época materializándolas en mi personalidad. Los demás chicos me admiraban por ello y así conseguí la fuerza que me faltaba sin tener que competir con ellos; protegido de todos, por todos, gracias a la fascinación que les despertaba . Y hasta los chicos malos evitaban ponerme en aprietos.


Los mismos educadores - maestros, en nuestro tiempo-, desde el primer momento me trataron con mucho tacto, pues vislumbraron siempre en mí un carácter diferente, extrovertido y a la vez intimista; fantasioso, pero también realista. Algo poco común.


A pesar de todo no era un buen estudiante, nunca entendí bien las matemáticas y por mucho que me esforzara no mostraba aptitudes plásticas. Aún así, siempre tuve el asiento reservado frente al profesor junto al primero de la clase, lejos de las guerras e intrigas de los otros chicos.


Pero aquella ventaja aparente, quizás no fuera más que la forma de control de unas aptitudes que se esperaban de alguien para quien existía un futuro preconcebido de antemano, y que se intentaban salvaguardar del derrotero seguro que otros niños de mi generación seguirían sin remisión. Y así sucedía ciertamente, pues los privilegios que otros pocos como yo disfrutábamos eran impensables para la mayoría, que sufrían la tiranía de sus padres primero antes de poder acudir a la escuela, debiendo asumir después la represión de un sistema educativo donde existían dos varas de medir; una para el castigo, que siempre recaía en los mismos y para quienes no había disculpa. Pobres hijos de pobres, que tenían que contribuir primero al mantenimiento familiar antes de acudir a recibir la formación necesaria para ser hombres de provecho el día de mañana. Llegaban siempre tarde a clase, y la forma de castigar a los padres consistía en torturar a sus hijos, substraídos de la práctica del estudio por el cansancio lógico que propicia el trabajo y la falta del descanso necesario.


Aquel largo y enjuto profesor vestido de perfecto traje gris y abrigo largo de "pelo de camello", de cara y nariz afiladas bajo un cabello ralo y engominado que hacía juego con su bigote fino y alargado, a quien esperábamos jugando en el porche de la escuela y por quien nos pegábamos para hacer cola a la puerta cuando le veíamos aparecer calle abajo en su flamante "Simca"- también gris como su carácter-, era un auténtico demonio que nos obligaba a rezar un "Padre nuestro" antes de entrar en silencio en clase. 
Todos admirábamos y temíamos a su magnífico perro policía de capa negra, que de vez en cuando, llegado el buen tiempo, traía de la ciudad para sacarle de paseo por el campo durante el tiempo de recreo. Hacían una pareja perfecta, pero como todo lo que rodeaba a nuestro siniestro profesor, terminaría de forma oscura. Acabó siendo regalado a un aprendiz de fontanería como pago en especies por un servicio contraído por su amo, quien tal vez quisiera quitarse las obligaciones necesarias para mantener un animal de su categoría en un piso de ciudad.



Un día le vi peleando contra una mezcla de mastín español y dogo argentino blanco, poderoso, con las orejas cortadas y el cuello protegido por un collar de púas - del que antes fue desprendido -, en una lucha concertada por su nuevo amo con unos pastores del pueblo que vivían en mi calle.


Fue tremendo - quedé impresionado por su nobleza y bravura - enfrentándose a un animal más joven y poderoso a quien mantuvo a raya desde el primer ataque, consiguiendo hacer presa firme en su cuello hasta que consiguieron separarlos. La batalla quedó en empate técnico, pero para mi el héroe fue él.

Mas como decía, entrabamos en la escuela sin rechistar, sin hacer ruido. Nos sentábamos en silencio frente a la mesa del profesor con la estufa de gas dándonos la espalda, orientada a sus largas piernas tapadas por buen paño. Mientras, poco a poco iban llegando los rezagados, a quienes mandaba colocarse en fila de pie junto a la pared, antes de examinarles frente al encerado de alguna lección que aún no habíamos dado, para que no se olvidaran de la que ya sabían. Encima del vetusto armario donde se contenían los escasos libros de lectura y los juegos educativos, habían dos herramientas, tan odiadas como temidas. Una era una fina y larga vara de "negrillo", y la más temida y menos deseada, una vieja goma de gas butano. Ésta hacía tanto daño a la vista de los demás como a los muslos y pantorrillas de los mártires, pues se ceñía a sus cuerpos de tal modo que quedaban impávidos, sin posibilidad de movimiento. Y aquel sádico doctor de letras - maníaco reprimido - ejecutaba el castigo con energía y sin remordimiento alguno, con la impunidad que le atribuía el régimen autoritario que soportábamos.


Yo probé su ira un par de veces. Una tarde me mandó estudiar una lección - recuerdo su título: El lagarto. -, un tema sobre los reptiles. Supongo que alguna abstracción del momento - nunca me faltaron - robó mi tiempo, ya que no puede terminar la lectura del texto; mas como siempre confié en que no me llamaría. Pero aquella fue la excepción que confirmaba la regla, y cuando más distraído estaba,me llamó a su mesa para preguntarme. Me levanté y fui hacia la mesa y me coloqué entre ésta y la estufa de gas, como siempre lo hacíamos en tiempo de invierno para tratar de matar el frío que pasábamos; pero debí acercarme demasiado, pues al momento sentí como prendían mis pantalones de espuma, los cuales apagué con mis manos heladas. Cuando conseguí recomponerme un poco me dijo: 

-Venga, empieza.- 

Pero mi memoria me jugó una mala pasada. Como pude comencé:


- El lagarto es un animal de la familia de los reptiles, que se reproduce por huevos y tiene la sangre azul...
- ¿Cómo?
- Que tiene la sangre azul.

Levantándose enérgicamente me agarró por la oreja derecha, y tirando de ella hacia arriba la retorció hasta conseguir despegar mis pies del suelo hasta quedarme en puntillas.

- ¿ Cómo tiene la sangre el lagarto?- decía mientras me mantenía casi en el aire.

- Fría, fría.- Respondí después de que me "chivaran" la respuesta a mi espalda.


Todos deseábamos que pasara cuanto antes aquel último curso para librarnos de tan cruel tiranía, pues sabíamos que aulas más abajo nos recibiría un profesor más joven, una bellísima persona que se volcaba con la juventud por valores como el deporte y la cultura. Aquel final de curso en el campeonato de deportes "inter-colegio", los chicos del  equipo de "futbito"- del cuál yo formaba parte como portero - daríamos lo mejor de nosotros mismos para demostrarle que incondicionalmente estábamos de su parte desde el primer momento. Y ganamos heroicamente la final por tres goles a cero. Yo terminé con mis codos, mis rodillas y unos pantalones cortos que ya habían dado lo suyo, totalmente desgarrados. Pero recorrí el patio de la escuela a hombros de mis compañeros con la pequeña copa plateada en mis manos, entre la algarabía común y hasta caer todos extenuados en la arena. Ese fue el broche final con el cuál nos despedimos de un tiempo que ya pasó.



Como todo, las cosas cambian sin apenas darnos cuenta, y en nuestro país las cosas estaban cambiando como siempre desde abajo. Eran las nuevas generaciones las que tendríamos que dar el salto y eso lo sabían muy bien quienes nos gobernaban, pues sólo el olvido, o el desconocimiento de otro tiempo, otras situaciones, permite el perdón y la reconciliación. La heridas de una guerra vivida entre hermanos únicamente pueden ser curadas por el perdón de los hijos, capaces de recoger un testigo sin rencor y con ilusión.


De esta manera comenzó en España la democracia, en las escuelas. ¿Cómo sino de otra manera? Y así fue, que debido a la popularidad que entre mis compañeros disfrutaba gané mis primeras elecciones como delegado de clase. Y creo que del todo no lo hice mal, pues ello no me granjeó enemistad alguna; más aún, si cabe, gané también la confianza de mi nuevo profesor.


Como he dicho antes era un hombre entusiasmado por la cultura y el deporte, y cuando tuvo que sondearnos para ver las actitudes artísticas de que disponíamos y así poder sacar adelante un grupo de teatro con el que presentar a nuestro colegio en el nuevo certamen de teatro que el "Ministerio de Cultura y Bienestar"promovía, organizó entre los alumnos una rueda de actuaciones - parodias preparadas por nosotros mismos - en la que destaqué por mis dotes creativas, interpretativas y de dirección. Fue mi primera obra y aún hoy me siento orgulloso, pues conseguí que toda la clase se desternillara con mis ocurrencias. Además me permitió conseguir el primer papel para la obra con que nos presentaría a concurso, y que entre otras cosas, hizo que me olvidara de lo que más odiaba de la escuela: las matemáticas.
El papel era largo, doce hojas manuscritas a bolígrafo en cuartilla cuadriculada por ambas caras, que mi nuevo profesor y amigo me ayudó a memorizar por las tardes después del tiempo de clase. Fueron horas y horas de explotar mi memoria y perfeccionar mis cualidades interpretativas, pero el resultado fue el esperado. Ganamos el segundo puesto del certamen, en competición con otros cuarenta colegios de otros tantos pueblos, siendo memorable la final que disfrutamos en uno de los teatros de la ciudad y que permitió que nos sacaran en el apartado cultural del hasta entonces único periódico local. La obra era una pieza teatral de un autor para entonces desconocido por la mayoría - imposible de censurar - que se llamaba Tagore. El título de su obra, de quien yo ejercía como primer actor, era: "El cartero del Rey".


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