Su destino, como el de Teruel, giraba en torno a dos batallas concéntricas que infaliblemente se fundirían haciendo posible el desenlace; un final que decidiría rotundamente el devenir de la guerra y la vida de los supervivientes. José estaba a punto de jugar la última baza en aquella partida tan decisiva, y sabía que el destino había puesto todas las fichas sobre el tapete: todo o nada.
Vicente Rojo pensaba de igual modo cuando con urgencia, alarmado por el giro negativo que los acontecimientos estaba tomado en Teruel, regresaba de Madrid para retomar el control de las operaciones bélicas en el frente.
Había mandado por delante órdenes expeditivas a sus unidades para que recuperaran rápidamente las posiciones abandonadas de la plaza, con la amenaza de llevar ante un tribunal de guerra a quien no cumpliera con sus obligaciones. Y tras unas horas en las que Teruel fue de nadie, las brigadas de la 25 y la 40 divisiones republicanas retomaron el control de los frentes exterior e interior de la ciudad.
El amanecer del día uno, atrapados sobre un manto de nieve helado, los ejércitos dejaron de combatir a campo abierto, lo que significaba dejar de entregar hombres a morir por nada, pues las adversas y calamitosas condiciones del clima no beneficiaban a ninguno de los adversarios. Sin embargo en el interior de la ciudad y en sus proximidades se reanudaron los combates casa por casa, los piquetes de zapadores retomaron la construcción de minas y los dinamiteros del cuerpo de ingenieros las voladuras de edificios colindantes con los que aún resistían.
La batalla en el interior se recrudeció hasta alcanzar límites sobrehumanos. Unos ponían su aliento en sobrevivir vendiendo cara su impotencia y los otros buscaban imperiosamente una victoria que avalara su causa, su razón de ser. Y la contienda de nuevo mostró su cara más siniestra; como en todas, como en las demás guerras que luego vendrían y en las que la población civil pagaría siempre los platos rotos; momentos en los cuales los asesinatos son anónimos y no se purgan en este mundo sus culpas.
Indalecio Prieto hizo un llamamiento a sus soldados para que respetaran al máximo a la población civil, pero fueron inevitables los muertos a sangre fría y los saqueos de parte de elementos incontrolados. Además hubo momentos en la fase más cruda de la guerra urbana, donde saber quien era realmente el enemigo consistía en jugarse la vida, por lo que se entraba en cada casa llamando con bombas de mano y ráfagas de metralleta.
Una vez que Rojo consiguió reorganizar sus fuerzas, apoyadas esta vez con la llegada del V Cuerpo de Ejército republicano al mando de Modesto, el mejor de sus generales, inició un contraataque para recuperar la Muela, una meseta de terreno baldío desde donde los nacionales dominaban ahora todo Teruel. Durante diez días se combatiría por aquella posición privilegiada hasta el límite de la extenuación, y los hombres llorarían de rabia e impotencia, al tiempo que el durísimo temporal de nieve y hielo terminara con tantos de ellos como las balas enemigas.
- Señor, un correo del Estado Mayor urgente -. El soldado entregó el sobre a José y éste lo abrió sin demora. Eran órdenes para una reunión inmediata en el puesto de mando del Estado Mayor en Concud, para recibir instrucciones y coordinar la evasión de los combatientes en Teruel.
- Puede retirarse soldado - . Le ordenó José.
- A sus órdenes mi capitán -. Respondió el soldado, que se retiró de inmediato.
- ¿Qué pasa José? ¿Qué cojones quieren ahora? - Le preguntó Sergio.
- Cambio de planes macho - le contestó José -; otra vez con las misiones imposibles. Ahora quieren que ayudemos a salir de Teruel a los que puedan escapar. No sabemos cuanto más durará el temporal que impide las maniobras, ni cuanto más podrán aguantar quienes ahora defienden allí. Creo que intentan dar una salida honrosa a los de dentro.
- ¿Y cómo lo conseguiremos? Ya hemos sido recibidos esta mañana a tiros. ¿Qué coños ha pasado? Teníamos noticias de que los malditos republicanos habían abandonado la ciudad -. Se quejó Sergio.
- No lo se Sergio, pero tranquilízate; cuando vuelva del puesto de mando del Estado Mayor, tu y Vázquez seréis los primeros en saber los detalles de la reunión y se despejaran todas vuestras dudas.
- Gracias señor; espero que regrese con las mejores noticias -. Dijo el teniente Vázquez. - Aunque me temo que nos sacaran de Guatemala para llevarnos a Guatepeor.
- No te preocupes Vázquez, pase lo que pase, tu no faltarás para quejarte. Por el momento te encargarás con Huertas de la compañía mientras dura mi ausencia. Quiero todo en orden a mi regreso, el personal despierto y las armas engrasadas; no quiero que los hombres mueran porque no corre el cerrojo de su fusil. Nuestro recreo acabará pronto.
¡Ah! Necesito que dos "maunin" me acompañen hasta el puesto de mando del Estado Mayor.
Concud es una pequeña aldea situada a cinco kilómetros de Teruel, que forma parte de un relieve caracterizado por un sistema de cerros, Los Amasetdos, que circundan la ciudad por el norte. Había sido el primer objetivo de Lister, dada la importancia estratégica que suponía para la creación del cerco sobre la capital turolense. Ganada ahora aquella posición por el ejército nacional, éste instala en las ruinas de la iglesia su puesto de mando en la batalla.
José llegó a Concud con dos cabos moros cubriéndole las espaldas, al final de la tarde, cuando ya sus sombras se disolvían en la negra oscuridad de la noche inminente.
En la pequeña plazoleta, a la entrada de la puerta de la iglesia, además de la guardia permanecía en espera un grupo de soldados de distinto rango y unidad. Los hombres de José, después de recibir instrucciones de éste para que por ningún motivo se dejaran llevar por la provocación y no se movieran de allí por ninguna causa hasta que el saliera, se situaron al lado derecho del pórtico de la iglesia para esperarle.
José abrió con su mano izquierda la quejumbrosa puerta de madera del pórtico interior de la entrada. Ante sus ojos apareció un edificio en ruinas, con las paredes desnudas y los ventanales rotos, chamuscados por el fuego, que parecían bocas desdentadas por donde saliera el humo que había dejado marcado en ellas el aliento del incendio.
Un amasijo de despachos, de hombres azarosos de un lado para otro recibiendo, transmitiendo, descifrando información; y otros formando corros en mesas llenas de planos y papelotes, formulando cuestiones y tomando decisiones, respuestas, muchas veces órdenes que debían modular, llevar a cabo incluso en contra de sus convicciones; también decisiones personales impuestas por el ritmo de los acontecimientos.
José presentó en el primer despacho el correo con sus órdenes; inmediatamente el soldado que administraba la recepción lo condujo a través del laberinto de dependencias abarrotadas de telegrafistas, operadores de radio y taquígrafos, además de un sin fin de sujetos transitando de un sitio para otro como hormigas tratando de encontrar su camino en medio del caos aparente.
Llegaron hasta la puerta de la sacristía y el soldado se retiró. Entró sin llamar. Se quedó parado, sorprendido un momento, aunque su ojo tapado y la barba crecida escondieran la sorpresa. Pero después de que la puerta se cerrase tras de sí, sus pies se clavaron por un momento en el suelo, indecisos de cual de los dos daría antes el primer paso.
En aquella mesa, donde tantas estrellas sucumbían entre planos y mapas cartográficos de una pequeña y fría capital del bajo Aragón, había un hombre a quien no esperaba ver, a quien minuciosamente planeó matar cuando le viera; y ese hombre estaba allí, delante de sus narices, con tres estrellas como él y el reconocimiento de los mandos.
Reaccionó pronto de todos modos. Con la rapidez que su entereza le permitía se incorporó a la mesa de instrucciones haciendo el saludo oficial y presentándose a su superior más inmediato, su nuevo coronel.
Justo, en frente de él, al otro lado de la mesa se encontraba José Luis el hijo del Herrero, el famoso "Fortu". Aquel traidor y villano rastrero sin entrañas, que desearía ver muerto. Con una sonrisa malévola lo había recibido aquel hijo de Caín cuando se incorporó al grupo, y José, por un momento en el que ninguno de los dos se negó una mirada larga y profunda, le mostró con la suya el fuego que ardía en sus entrañas.
- Señores - habló su coronel, que hizo una pausa hasta que cesaron los murmullos -, tenemos órdenes de coordinar nuestras fuerzas en apoyo a los hombres de Muñoz Grandes en la Muela. No se puede perder de nuevo esa posición, ya nos ha costado bastante tener que tomarla dos veces. Nuestras compañías se unirán para reforzar a la IV de Navarra, aunque no perderán la ubicación de las divisiones a las que corresponden, reincorporándose a ellas a la primera orden.
Pero hay algo más: han sido elegidos dos de ustedes para una misión de rescate en Teruel. Mi colega e igual, el coronel Salvatierra y yo, hemos decidido que los capitanes José Alonso Hernández, del primer tabor de Regulares de Tetuán y José Luis Cuesta Pascual de la 10 bandera de Falange de Castilla, se encarguen del plan de rescate final de los sitiados si no conseguimos dominar a tiempo la ciudad. Se intentará por todos los medios dar salida a los hombres que puedan escapar. Para ello el capitán de Regulares, con un par de secciones de tiradores, se adentrarán en la ciudad mientras los de la décima bandera cubren sus espaldas con otras dos secciones. Las instrucciones concretas para el plan de fuga se les entregará en su momento, y en ellas se recogerá la ruta a seguir y el enlace. Los restos de las compañías continuarán engrosando las filas de la IV de Navarra hasta nueva orden.
Quiero recordarles señores, y en especial a los capitanes que he mencionado, que han sido elegidos por sus cualidades para la consecución de esta misión; deben emplearlas para complementarse y conseguir el éxito, no perdonaré que las discrepancias ni las desavenencias personales la malogren.
Está todo dicho señores. Regresen ahora a sus unidades, nos esperan días de duros combates y sus hombres los necesitan.
Después de despedirse con los saludos de rigor, los hombres fueron retirándose buscando la puerta. El Fortu salió delante de José y lo esperó fuera haciendo un pequeño corro con sus cuatro acompañantes, hombres altos, fornidos, de aspecto altanero y fanfarrón, uniformados de azul y negro. Estaban al lado de otro grupo de requetés que destacaban con sus boinas rojas y sus largos capotes pardos de lana con cuellos de pieles. Desde la distancia que los separaba, animados por los falangistas parecían mofarse de los hombres de José, que permanecían sin moverse esperando a su jefe envueltos hasta los ojos en sus harapientos ropajes y en sendas mantas de
campaña.
Cuando salió José todos callaron. Sin dirigir la mirada a su oponente se encamino hacia sus hombres, pero el Fortu le voceó por detrás:
- Aunque te niegues a ello José, el destino quiere que estés en mis manos, no se puede remediar-. José se revolvió de dolor con violencia, y dando media vuelta miró fijamente a los ojos al Fortu y le dijo:
- El destino no podrá evitar lo inevitable, ten presente que él te ha traído hasta aquí y que ahora estás en mi terreno. Saldremos de esta juntos pero no te librarás de mí, porque a partir de ahora seré yo tu sombra; y juro que no te permitiré un desliz.
¡Ah, se me olvidaba ! - Y sacando de un bolso de su guerrera la carta que el Fortu le mandara, se la tiró a los pies diciéndole:
- No corre por nuestras venas ni parecida sangre como para que me mandes felicitaciones por navidad, y aunque en algo creas que compartimos gustos, ni se te ocurra insinuarlo de nuevo.José junto a sus hombres, que fielmente protegían su espalda, se dieron la vuelta y emprendieron el retorno hacia sus posiciones en la batalla.
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