Sacó de su bolsillo el viejo reloj que sólo marcaba las horas y limpió con sus dedos, enfundados en unos guantes de piel marrón, el vaho que se produjo al instante sobre el cristal.
Tras comprobar el horario, José volvió a mirar desde el puesto de observación los movimientos de las tropas enemigas antes de dar la orden de ataque. El objetivo estaba en el Muletón, un cerro que dominaba Teruel por su vertiente noreste y cuyo emplazamiento permitía al ejército republicano machacar desde su altura los más importantes edificios de la ciudad, donde todavía resistían sus defensores.
Franco, por nada del mundo quería perder Teruel. En su cabeza no cabía una derrota, aunque intuía que allí no será como en Toledo. La República había formado un auténtico ejército con hombres bregados en otras batallas. Ya no eran alegres milicianos sin experiencia, con los corazones henchidos por la camaradería libertaria de los primeros momentos y la autodeterminación de sus mandos.
En Teruel se concentraba una fuerza regularmente formada, y por primera vez dirigida desde un único criterio y en una sola dirección. El gobierno de Juan Negrín, con Indalecio Prieto como Ministro de Defensa y Vicente Rojo al mando de las operaciones militares, coordinaba la estrategia y el desarrollo de los acontecimientos en el frente. Todo el aliento de la República estaba puesto en una victoria que rehabilitase su prestigio perdido hasta entonces, y Franco se resistía con todas sus fuerzas a que un centímetro de aire aliviara los pulmones de un régimen tocado de muerte. El tiempo se acababa para aquella España, y sabía que cuanto más durara la guerra, la agonía de una república que había sido incapaz de evitar una lucha sangrienta entre hermanos, más tardaría el país en levantarse de sus escombros.
No era ajeno a la coyuntura política internacional de aquel momento, por ello buscaba sentirse seguro en su hura antes de que comenzase la quema en Europa; y su pretensión era una victoria total, aplastante, que el mundo no pudiera contestar. No deseaba en España más intervención extranjera para resolver sus asuntos. Las veces que, durante el pasado siglo, las potencias europeas intentaron poner orden en "la piel de toro", sólo habían traído desgracias para sus gentes y saqueos de sus riquezas. Y estaba dispuesto a que aquello no se repitiera, aunque para ello tuviera que aislar a España del resto del mundo; de un mundo que se ahogaba en su decrépita decadencia y que había comenzado a levantarse contra sí mismo para reinventarse otra vez.
España estaba pagando un alto precio a ese mundo, que se revelaba con su sociedad civil alzada en armas, y Franco se había convencido de que después de la hecatombe el país sobreviviría por sus propios medios.
Aquel veintiocho de diciembre de 1937, día de Los Santos Inocentes, Franco desata la contraofensiva en toda la linea del frente de la bolsa de Teruel, desde Las Celadas hasta El Campillo. A pesar de las duras condiciones meteorológicas, con más de un metro de nieve, el termómetro al borde de los veinte grados bajo cero y vientos cercanos a los ochenta kilómetros por hora, que aumentan la sensación térmica y que levantan auténticas nubes de nieve, la presión de las divisiones de Aranda por el norte y las de Varela por el sur, bien coordinadas con una fuerte cobertura aérea y gran preparación artillera, hacen que el frente de la bolsa se debilite. Y tras una tenaz resistencia inicial, apabulladas por la enorme presión del Ejército Nacional, que por fin consigue que sus aviones machaquen literalmente sus lineas de defensa, en las fuerzas republicanas, con más de cuatrocientas piezas de artillería batiendo su retaguardia, se produce un desconcierto entre las filas que las obliga a retroceder de sus posiciones iniciales empujadas contra la ciudad desde el centro, que comienza a debilitarse.
José espera el momento preciso en que entrará en acción. La 62 División de Castilla ha atacado primero y esta siendo barrida por la 11 División de Lister en la llanura de Concud. Ahora es el momento elegido para que la 150 - a la cuál corresponde la compañía de José - tome la iniciativa impidiendo que la división estrella del ejército republicano pueda ser relevada. Se da la orden y José lanza tras él a sus hombres en medio de un paisaje blanco que dibuja los cuerpos como dianas.
Oleadas de moros regulares se lanzan sobre la llanura sorprendiendo a los hombres de Enrique Lister, los más valerosos, entregados y mejor formados de todo el ejército republicano, los héroes de la 11División que nacieron del V Regimiento en la mítica defensa de Madrid. José y sus hombres van entre aquellos moros, a cuerpo descubierto en un paisaje que los delata, como simples peones en un tablero de ajedrez blanco. Pero la situación es complicada para los hombres de Lister, que saben que en el sector de El Campillo y la Muela la 82 División gallega del general Aranda está batiendo plenamente a la la 64 División republicana, y que la primera de Navarra se encuentra muy cerca de Teruel.
Lister repliega sus fuerzas, que se entremezclan con los hombres de la 68 que acuden a relevarlos, lo cuál crea una enorme confusión. El colapso es total en la retaguardia republicana; las carreteras y los accesos recién construidos se convierten en verdaderas ciénagas de nieve y barro donde se hunden los vehículos y las bestias, y los hombres mueren adormecidos sobre las máquinas varadas, reventadas por el frío, o sobre los cuerpos aún calientes de las mulas sepultadas en el manto blanco, helado. Un temporal desastroso que está afectando esta vez a la logística del ejército republicano, que mantiene sus convoyes parados impidiendo su maniobra, evitando el relevo y suministro adecuado de las tropas.
Las oleadas se repiten sin cesar. Una tras otra las compañías van entrando en contacto, convirtiendo la llanura de Concud en un manto ensangrentado donde la muerte es solamente una casualidad, como la vida. La lucha es encarnizada. Los hombres se lanzan a cuerpo descubierto al fuego de las ametralladoras y los morteros, y cada palmo de tierra se gana a base de más vivos entregados a morir. Lister se repliega a Concud, pero la presión de las divisiones nacionales es enorme y persiste la imposibilidad de un relevo de tropas adecuado, a todas luces insuficiente ahora.
José se bate con los suyos dirigiendo el ataque a golpe de pistola y silbato al lado de su inseparable Berta, que como al viento helado de la madrugada, esquiva impasible las balas sin temer los estruendos, las explosiones ni los gritos inhumanos de los hombres en la refriega. Hombre y perro son ahora la misma cosa, morirán uno al lado del otro o sobrevivirán juntos. Porque ella también lucha mientras se avanza evitando que nada ni nadie sorprenda a José; ladra, se abalanza y ataca todo aquello que se mueve y no considera suyo. José se siente seguro a su lado y al de Sergio, que cubre siempre sus espaldas y le ayuda a empujar a sus hombres al combate.
Los de la 11 División republicana se baten con valentía y venden caro cada metro cedido en su repliegue hacía Concud, pero Lister ve las cosas feas y abandona el pueblo tras dos días de combates en los que también se han perdido San Blas, La Guea y el Campillo. La Muela ha caído ante la IV de Navarra de Muñoz Grandes, y la 1ª de Navarra, a las órdenes de García Valiño, llega hasta las afueras de la ciudad y a la Estación. El frente exterior de la ciudad está apunto de derrumbarse mientras en su interior aún se combate por controlar los edificios del Seminario y del Gobierno Civil; allí se concentran los hombres que resisten el asedio del ejército republicano de forma sobrehumana, con los civiles que han conseguido refugiarse a su lado en condiciones calamitosas, sin apenas recursos para sobrevivir.
La última tarde de aquel 1937, año dramático y desastroso para España, José lucha con sus hombres a las puertas de Teruel, a la altura del cementerio viejo; el frente exterior y el interior son ahora el mismo y los asaltantes se sienten asediados. Una tremenda nevada, que imposibilita casi por completo la visibilidad, provoca que se suspendan las operaciones aéreas y que los hombres, paralizados por el frío extremo, puedan darse una tregua en la lucha durante los momentos más intensos de la tormenta. Aún así el fuego de la artillería no cesa y en el interior siguen las detonaciones.
Se retoman los combates mientras la noche se cierra como muriera la tarde, nevando. Las fuerzas nacionalistas han llegado hasta las primeras casas de la ciudad y algunas unidades al interior, sin saber que Teruel ha sido desguarnecido, abandonado por las tropas de la 25 y 40 divisiones republicanas que han huido presas del pánico en una noche infernal, emocionalmente fatal. Los hombres que todavía defienden los reductos de Teruel, que tampoco conocen el hecho, incomprensiblemente no intentan enlazar con sus salvadores a pesar de tenerlos delante de sus ojos, al otro lado del puente sobre el río Turia, donde éstos levantan la guardia para controlar su paso sin decidirse a llegar al otro lado.
Teruel es una ciudad donde por unas horas sólo mandan sus fantasmas.
José, entumecido y acurrucado junto a su perra en el puesto de mando de sus posiciones, recibe un correo de última hora. Lo trae un soldado de la 62 división, a quien su capitán, de forma expresa, le ha mandado que sea entregado personalmente.
- Señor - dice tras identificarse el soldado de camisa azul con distintivo de falange bordado en el pecho -. Esta carta es para usted, de parte de nuestro capitán, quien le felicita las fiestas y le desea un buen año nuevo.
- Gracias soldado, puede retirarse -.
José abre el sobre y con sus dedos entumecidos saca de él una fotografía; es el retrato de José Luis, su paisano, el hijo del Herrero; con uniforme de capitán de la 10 Bandera de Falange. Al reverso de la foto, unas palabras:
- Gracias por tu ayuda en Concud; lo tendré en cuenta. No imaginé nunca que fueras tan leal y generoso. Siento que tu novia no lo entienda así y se haya liado con otro; aunque para ello haya tenido que delatar a su primo Alfredo, que ahora está escondido. Espero poder verte y que esto acabe pronto.
Franco, por nada del mundo quería perder Teruel. En su cabeza no cabía una derrota, aunque intuía que allí no será como en Toledo. La República había formado un auténtico ejército con hombres bregados en otras batallas. Ya no eran alegres milicianos sin experiencia, con los corazones henchidos por la camaradería libertaria de los primeros momentos y la autodeterminación de sus mandos.
En Teruel se concentraba una fuerza regularmente formada, y por primera vez dirigida desde un único criterio y en una sola dirección. El gobierno de Juan Negrín, con Indalecio Prieto como Ministro de Defensa y Vicente Rojo al mando de las operaciones militares, coordinaba la estrategia y el desarrollo de los acontecimientos en el frente. Todo el aliento de la República estaba puesto en una victoria que rehabilitase su prestigio perdido hasta entonces, y Franco se resistía con todas sus fuerzas a que un centímetro de aire aliviara los pulmones de un régimen tocado de muerte. El tiempo se acababa para aquella España, y sabía que cuanto más durara la guerra, la agonía de una república que había sido incapaz de evitar una lucha sangrienta entre hermanos, más tardaría el país en levantarse de sus escombros.
No era ajeno a la coyuntura política internacional de aquel momento, por ello buscaba sentirse seguro en su hura antes de que comenzase la quema en Europa; y su pretensión era una victoria total, aplastante, que el mundo no pudiera contestar. No deseaba en España más intervención extranjera para resolver sus asuntos. Las veces que, durante el pasado siglo, las potencias europeas intentaron poner orden en "la piel de toro", sólo habían traído desgracias para sus gentes y saqueos de sus riquezas. Y estaba dispuesto a que aquello no se repitiera, aunque para ello tuviera que aislar a España del resto del mundo; de un mundo que se ahogaba en su decrépita decadencia y que había comenzado a levantarse contra sí mismo para reinventarse otra vez.
España estaba pagando un alto precio a ese mundo, que se revelaba con su sociedad civil alzada en armas, y Franco se había convencido de que después de la hecatombe el país sobreviviría por sus propios medios.
Aquel veintiocho de diciembre de 1937, día de Los Santos Inocentes, Franco desata la contraofensiva en toda la linea del frente de la bolsa de Teruel, desde Las Celadas hasta El Campillo. A pesar de las duras condiciones meteorológicas, con más de un metro de nieve, el termómetro al borde de los veinte grados bajo cero y vientos cercanos a los ochenta kilómetros por hora, que aumentan la sensación térmica y que levantan auténticas nubes de nieve, la presión de las divisiones de Aranda por el norte y las de Varela por el sur, bien coordinadas con una fuerte cobertura aérea y gran preparación artillera, hacen que el frente de la bolsa se debilite. Y tras una tenaz resistencia inicial, apabulladas por la enorme presión del Ejército Nacional, que por fin consigue que sus aviones machaquen literalmente sus lineas de defensa, en las fuerzas republicanas, con más de cuatrocientas piezas de artillería batiendo su retaguardia, se produce un desconcierto entre las filas que las obliga a retroceder de sus posiciones iniciales empujadas contra la ciudad desde el centro, que comienza a debilitarse.
Oleadas de moros regulares se lanzan sobre la llanura sorprendiendo a los hombres de Enrique Lister, los más valerosos, entregados y mejor formados de todo el ejército republicano, los héroes de la 11División que nacieron del V Regimiento en la mítica defensa de Madrid. José y sus hombres van entre aquellos moros, a cuerpo descubierto en un paisaje que los delata, como simples peones en un tablero de ajedrez blanco. Pero la situación es complicada para los hombres de Lister, que saben que en el sector de El Campillo y la Muela la 82 División gallega del general Aranda está batiendo plenamente a la la 64 División republicana, y que la primera de Navarra se encuentra muy cerca de Teruel.
Lister repliega sus fuerzas, que se entremezclan con los hombres de la 68 que acuden a relevarlos, lo cuál crea una enorme confusión. El colapso es total en la retaguardia republicana; las carreteras y los accesos recién construidos se convierten en verdaderas ciénagas de nieve y barro donde se hunden los vehículos y las bestias, y los hombres mueren adormecidos sobre las máquinas varadas, reventadas por el frío, o sobre los cuerpos aún calientes de las mulas sepultadas en el manto blanco, helado. Un temporal desastroso que está afectando esta vez a la logística del ejército republicano, que mantiene sus convoyes parados impidiendo su maniobra, evitando el relevo y suministro adecuado de las tropas.
Las oleadas se repiten sin cesar. Una tras otra las compañías van entrando en contacto, convirtiendo la llanura de Concud en un manto ensangrentado donde la muerte es solamente una casualidad, como la vida. La lucha es encarnizada. Los hombres se lanzan a cuerpo descubierto al fuego de las ametralladoras y los morteros, y cada palmo de tierra se gana a base de más vivos entregados a morir. Lister se repliega a Concud, pero la presión de las divisiones nacionales es enorme y persiste la imposibilidad de un relevo de tropas adecuado, a todas luces insuficiente ahora.
José se bate con los suyos dirigiendo el ataque a golpe de pistola y silbato al lado de su inseparable Berta, que como al viento helado de la madrugada, esquiva impasible las balas sin temer los estruendos, las explosiones ni los gritos inhumanos de los hombres en la refriega. Hombre y perro son ahora la misma cosa, morirán uno al lado del otro o sobrevivirán juntos. Porque ella también lucha mientras se avanza evitando que nada ni nadie sorprenda a José; ladra, se abalanza y ataca todo aquello que se mueve y no considera suyo. José se siente seguro a su lado y al de Sergio, que cubre siempre sus espaldas y le ayuda a empujar a sus hombres al combate.
Los de la 11 División republicana se baten con valentía y venden caro cada metro cedido en su repliegue hacía Concud, pero Lister ve las cosas feas y abandona el pueblo tras dos días de combates en los que también se han perdido San Blas, La Guea y el Campillo. La Muela ha caído ante la IV de Navarra de Muñoz Grandes, y la 1ª de Navarra, a las órdenes de García Valiño, llega hasta las afueras de la ciudad y a la Estación. El frente exterior de la ciudad está apunto de derrumbarse mientras en su interior aún se combate por controlar los edificios del Seminario y del Gobierno Civil; allí se concentran los hombres que resisten el asedio del ejército republicano de forma sobrehumana, con los civiles que han conseguido refugiarse a su lado en condiciones calamitosas, sin apenas recursos para sobrevivir.
La última tarde de aquel 1937, año dramático y desastroso para España, José lucha con sus hombres a las puertas de Teruel, a la altura del cementerio viejo; el frente exterior y el interior son ahora el mismo y los asaltantes se sienten asediados. Una tremenda nevada, que imposibilita casi por completo la visibilidad, provoca que se suspendan las operaciones aéreas y que los hombres, paralizados por el frío extremo, puedan darse una tregua en la lucha durante los momentos más intensos de la tormenta. Aún así el fuego de la artillería no cesa y en el interior siguen las detonaciones.
Se retoman los combates mientras la noche se cierra como muriera la tarde, nevando. Las fuerzas nacionalistas han llegado hasta las primeras casas de la ciudad y algunas unidades al interior, sin saber que Teruel ha sido desguarnecido, abandonado por las tropas de la 25 y 40 divisiones republicanas que han huido presas del pánico en una noche infernal, emocionalmente fatal. Los hombres que todavía defienden los reductos de Teruel, que tampoco conocen el hecho, incomprensiblemente no intentan enlazar con sus salvadores a pesar de tenerlos delante de sus ojos, al otro lado del puente sobre el río Turia, donde éstos levantan la guardia para controlar su paso sin decidirse a llegar al otro lado.
Teruel es una ciudad donde por unas horas sólo mandan sus fantasmas.
José, entumecido y acurrucado junto a su perra en el puesto de mando de sus posiciones, recibe un correo de última hora. Lo trae un soldado de la 62 división, a quien su capitán, de forma expresa, le ha mandado que sea entregado personalmente.
- Señor - dice tras identificarse el soldado de camisa azul con distintivo de falange bordado en el pecho -. Esta carta es para usted, de parte de nuestro capitán, quien le felicita las fiestas y le desea un buen año nuevo.
- Gracias soldado, puede retirarse -.
José abre el sobre y con sus dedos entumecidos saca de él una fotografía; es el retrato de José Luis, su paisano, el hijo del Herrero; con uniforme de capitán de la 10 Bandera de Falange. Al reverso de la foto, unas palabras:
- Gracias por tu ayuda en Concud; lo tendré en cuenta. No imaginé nunca que fueras tan leal y generoso. Siento que tu novia no lo entienda así y se haya liado con otro; aunque para ello haya tenido que delatar a su primo Alfredo, que ahora está escondido. Espero poder verte y que esto acabe pronto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario