El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 21 de febrero de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 34




Teruel se está convirtiendo en un amasijo de escombros infranqueable para las fuerzas nacionales, pero Franco quiere acabar con el simbolismo que la República ha forjado sobre su conquista y pretende borrar la más mínima sombra de triunfalismo en su ejército, al cual desea exterminar. 
El día 17 de Enero desata un ataque frontal de norte a sur en toda la linea del frente, después de una devastadora preparación de la artillería apoyada por toda la fuerza aérea que puede concentrar, y que convierte el enfrentamiento en una batalla de desgaste donde siempre cuentan más los muertos que los vivos. Le resulta indiferente el número de bajas si sus divisiones pueden ser relevadas y las republicanas no. Precisamente ese factor es básico para debilitar de muerte al ejército republicano, y él no tiene prisa. Como tampoco le importa, ahora que sus tropas cercan la ciudad, que las condiciones climatológicas sean nefastas, pues añade más leña al crematorio en que se ha convertido Teruel.

El día dieciocho las divisiones de Aranda consiguen rebasar las posiciones republicanas en los altos de Las Celadas y presionan en dirección al Muletón, donde los combates que se libran son atroces. Los hombres de la 35 División Internacional de Walter se baten con bravura y heroísmo frente a un enemigo muy superior que consiguen detener durante tres largos días, al cabo de los cuales cederán a la enorme presión de una maquinaria bélica que los supera y que los arrollará en su retirada. La legendaria división quedará prácticamente aniquilada desde ese momento; se ha desangrado esperando refuerzos que nunca llegaran, pues la 84 Brigada Mixta que debe apoyarlos en aquel punto, se ve envuelta en uno de los episodios más desgarradores de la batalla; algo que añadirá al carácter épico de la misma, un tono aún más tétrico, más atroz.


La 84 Brigada Mixta había llegado al frente de Teruel con la 40 División del ejército republicano en la primera fase de la batalla, combatiendo desde las primeras lineas de fuego hasta conquistar la ciudad casa por casa. Su jefe, Benjamín Juan Iseli, recibió de Rey d´Harcourt la rendición de la plaza; sus hombres habían mantenido durante las últimas semanas el asedio al Gobierno Civil y al Hospital de la Asunción. Tres días después lucharían encarnizadamente por recuperar La Muela hasta el 15 de Enero, cuando serían relevados en cumplimiento de una orden del mando que les compensaba con unos días de descanso por los méritos conseguidos y por el gran número de bajas sufrido tras más de veinte días de lucha, casi una cuarta parte de sus efectivos. Pero tan sólo dos días después Franco inició su ofensiva y fueron reclamados de nuevo para asistir al sector del cementerio viejo y a los hombres de la 35 internacional, lo que provocó un conato de rebelión en algunos de sus batallones que retrasó la maniobra. Apenas tres días más tarde serían fusilados por in-subordinación cuarenta y seis soldados republicanos en Rubielos de Mora - donde se encontraban emplazados los de la 84 -, y otros muchos serían juzgados en tribunales sumarísimos.
Mandaba la 40 división el teniente coronel de carabineros, Andrés Nieto Carmona. No le tembló la mano a la hora de ordenar los fusilamientos de sus soldados con tal de salvar su cara; había sido responsable del abandono de Teruel el mismo día 31 por la noche, teniendo que retomar al día siguiente las posiciones por órdenes de Rojo, lo que le costaría bajas inútiles. No usó con sus hombres la misma vara de medir con la que sus superiores sopesaron su valía. 
Aquel hecho destrozaría la moral de los soldados republicanos a partir de entonces, además de poner la nota más trágica de toda la batalla. Las noticias corrían en el frente más deprisa que los acontecimientos.


José se bate ahora con sus hombres en el sector del convento de Franciscanos, a la entrada del viejo puente de hierro sobre el río Turia. En el otro lado los republicanos controlan la salida del puente hacia la ciudad con un nido de ametralladoras en su flanco izquierdo y una pieza antitanque que no para de vomitar fuego en el derecho, junto al convento. Pero allí precisamente, la doble linea de trincheras que rodea Teruel se interrumpe; aquellas dos piezas suponen el escollo más importante que habrán de superar para alcanzar las primeras casas de la ciudad, y José tiene claro que conseguirlo no va a ser tarea fácil.
Los combates en el sector del cementerio se han encajonado, ninguno de los dos bandos avanzaba, sino en número de bajas. El Campesino con su 46 División, se enzarza en tremendos ataques a bayoneta calada contra la cota 1205 para intentar frenar el avance nacional desde Las Celadas y recuperar antiguas posiciones, mientras, más al norte, en Sierra Palomera, la 27 División republicana intenta cortar la carretera de Calatayud por Singra, en el valle del Jilorca. La idea de Rojo consiste en impedir a las divisiones de Aranda la comunicación con la retaguardia, algo que está a punto de conseguir en un principio, pero Aranda reacciona empleando a la aviación, e inflige un durísimo castigo a las divisiones del XIII cuerpo de ejército republicano.
  




Todo el frente se colapsa en el choque de fuerzas que ambos ejércitos mantienen. La tenacidad, el arrojo desesperado de los soldados republicanos y el buen manejo de sus tanques, compensan durante un tiempo la superioridad aérea y de la artillería nacionales, que a la larga terminaran decidiendo el signo de la batalla. 
Franco y su Jefe de Estado Mayor, el general Fidel Dávila Arrondo, quien coordina las operaciones en el frente de Teruel desde el principio de la batalla, se dan cuenta de que ésta ha llegado a un punto muerto y que no podrá ser ganada con ataques frontales, por lo que deciden cambiar de planes. Detienen unos días la decisión porque Franco tiene que ausentarse del frente para tomar posesión en Burgos del primer gobierno de la España nacionalista.


-¡Malditos! No ganaremos nunca esa puta posición -. Le dice Sergio a José.


-Tenemos que neutralizar la pieza anticarro para debilitar su fuego por este lado del puente - le contesta éste -, o al menos que modifiquen su emplazamiento en otra dirección de disparo. El nido de hormigón donde esta emplazada la ametralladora es otro cantar, pero si conseguimos mover ese puto cañón quedará desprotegida y deberá atender a varios sectores de fuego a la vez; puede que esa sea nuestra oportunidad.
Atacaremos su flanco derecho más abajo para que concentren su fuego en aquella zona, es posible que así consigamos que la desplacen allí. Si sale bien emplearemos todos nuestros esfuerzos en tener entretenida a la ametralladora por el otro lado mientras intentamos abrirnos camino a través del puente. Tendremos bajas, mas es la única posibilidad.
 Movilizaremos dos secciones de tiradores apoyadas por dos escuadras de morteros río abajo, para que machaquen allí el interior de sus lineas - continua José -, y haremos todo el ruido posible para captar su atención en aquella zona. En cuanto reorienten la pieza anticarro contraatacaremos con el resto de las secciones; una a este lado, abriendo fuego contra el nido de ametralladoras, y la otra cruzando el puente tan deprisa como nos permitan las dificultades.


-¿Y qué hacemos si no pican el cebo? - le preguntó Sergio -.


-Entonces esperaremos refuerzos, no voy a mandar a mis hombres si no tienen una oportunidad de sobrevivir.


Durante los escasos instantes que la refriega permitía, los sentimientos de José se agolpaban confusos y los recuerdos afloraban a su mente. Una mirada retrospectiva al tiempo pasado que le había tocado vivir dibujaba con más claridad en su consciencia los acontecimientos que llevaron al desastre en el que se encontraba sumido:


[ A la plaza del pueblo acudían cada día jornaleros como siempre había sido; sin perder la esperanza de ser elegidos para el trabajo de la jornada por el criterio y la arbitrariedad caprichosa de los capataces, que controlaban su voluntad sorteando un salario miserable. De aquel modo los amos se aseguraban tenerlos divididos, enfrentados siempre por su miseria. Sólo una parte menor de trabajadores disponía de la confianza de los amos y el privilegio del trabajo y de un salario seguro, aunque miserable. Procedían principalmente de familias que durante generaciones les habían servido y que recogían el relevo de sus mayores; un mayor grado de servilismo y de sumisión era lo que les diferenciaba en principio del resto de los trabajadores. Cuando los convulsos tiempos de principios de siglo cambiaron de signo político y parieron la República, en las masas trabajadoras se instaló un sentimiento de propiedad que cambió las tornas.







La reforma agraria y el auge de los sindicatos en el campo propiciaron que aquel sentimiento de propiedad se hiciese más fuerte en todos los estamentos de la sociedad rural. Quienes disponían de capital, temiendo perderlo, se aferraron a él como nunca antes discriminando aún más a sus trabajadores, buscando ganar para su causa a aquellos que siempre le fueron fieles y que ahora estaban en el punto de mira de los otros.
Por otra parte estaban los pequeños arrendatarios,
labradores de toda la vida a quienes las reformas del campo afectaban negativamente, pues no se contemplaban sus peculiaridades y se veían enfrentados con los movimientos obreros y su afán de colectivización de los medios de producción; algo con lo que no podían estar de acuerdo y que les acercaba más a los propietarios y terratenientes que a la clase obrera, campesina de la que provenían, y de la cuál trataban de salir con su iniciativa individual, con su manera de creer en el progreso.
Desde aquel punto de cosas, en la enorme depresión que por aquel entonces sufría la economía española con su tremendo tira y afloja entre el Estado y el Capital, los trabajadores en el campo avivaron sus diferencias; y en los pueblos, donde todos se conocían, se creó un ambiente envenenado en el que los odios y los recelos, las envidias y las venganzas se adueñaron de sus vidas. El alineamiento fue inevitable, e incluso aquellos que como José, que por una u otra causa consiguieron estar al margen, al estallar el conflicto se vieron también afectados y tuvieron que decidir.]


Todas estas y otras conjeturas surgían en la cabeza de José al tiempo que vivía los combates, intentando explicarse porqué se veía en aquella encrucijada, al lado de unos y enfrente de otros que eran también sus iguales, y que como él tratarían de explicarse qué los había conducido allí.
Entretanto la vida continuaba en el campo de batalla devorándose a sí misma. La intensidad de los combates y del frío polar no daba tregua a los combatientes; estar vivo significaba estar luchando.





José y los suyos permanecen varios días combatiendo en aquel sector sin conseguir ningún avance. Los republicanos que defienden el monasterio de Franciscanos no pican el anzuelo y ahora refuerzan con un tanque y otra ametralladora el paso del puente. Los movimientos que realiza con sus hombres no consiguen que aquellos varíen sus posiciones y en el camino pierde a varios de los suyos. No le queda otra y espera que desde el norte las divisiones nacionales rompan el frente por algún punto, para que los republicanos tengan que mover sus posiciones desplazando fuerzas a la sangría. Y ésta llegará pronto, aunque en la guerra no corran igual los minutos y cada uno de ellos suponga una eternidad de vida. 


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