En las provincias sublevadas de la vieja Castilla, de donde había partido la guerra sin dejar huella de su devastadora destrucción, seguía imperando el terror que producía la sangrienta depuración llevada a cabo por el nuevo régimen militar.
Por aquellas fechas de finales de enero del año treinta y ocho del siglo XX se constituía el primer gobierno nacional en la zona sublevada. Franco daba el paso decisivo para ganar la guerra: entrar en la escena política. Era realista, sabía que las guerras no se ganan sólo con la fuerza de las armas, que sin el reconocimiento político internacional tendría dificultades serias para conseguir una victoria sin contestación que mantuviera la estabilidad de un régimen que pretendía largo, pues las heridas abiertas por la guerra no cicatrizarían pronto.
En Europa no le faltaban aliados, éstos ya lo estaban ayudando en el campo de batalla. Mas, su cruzada, debía ser legal al menos a los ojos del resto del mundo. Para la República y sus aliados en el extranjero, el reto que suponía un gobierno paralelo en España era suficiente para deteriorar definitivamente la imagen de un modelo social que no sólo estaba perdiendo posiciones en el campo de batalla, sino que se encontraba abandonado en el juego de intereses de sus aliados, para quienes ya no significaba nada.
La expansión de los totalitarismos en Europa había aplastado las enormes expectativas de progreso y libertad que los movimientos obreros de principios del siglo veinte encendieron en la política del viejo continente, aquejada por el progresivo derrumbe del sistema colonial que mantenía hasta entonces el orden establecido. El gobierno de Negrín
no suponía más que un problema para los intereses de un mundo dividido, donde una República socialista estribada cada vez más hacia el radicalismo, había dejado de ser el bocado exquisito que todas las potencias europeas trataron de tener en su mesa.
El nuevo gobierno nacionalista pretendía un doble objetivo:
primero, que en el exterior se reconociera su legitimidad, la cuál conseguiría con el reconocimiento inmediato de Alemania, Italia, Portugal e Irlanda en un primer plano.
Además significaba una nueva vuelta de rosca de Franco para apretar las tuercas dentro del Alzamiento, donde también se libraba una lucha por el liderazgo. El Decreto de Unificación fue un "golpe de mano" que asentó sus bases, pero que no había dejado claro el signo político que en adelante adoptaría el nuevo orden. Las divergencias acalladas tras el "decreto" aún estaban latentes y Franco pondría siempre por delante al Estado, relegando al partido único que Falange pretendía monopolizar a un segundo plano, supeditado siempre a la Jefatura de Estado de la que él era presidente. No pretendía un partido único sino un estado fuerte, y en el nuevo gobierno incluyó todas las fuerzas que habían iniciado juntas la sublevación y que aún luchaban unidas en los frentes, aunque sus ideas de nación defirieran tanto en algunos casos. Tenía la certeza de que el liderazgo no contempla alternativas, así que asumió el poder absoluto desde el primer momento.
La represión interior de la zona controlada pasó a un plano más institucional, más burocrático, donde empezaban a firmarse las sentencias de muerte y el ejército controlaba las actividades paramilitares. Falange en las tierras de Castilla y el Requeté en Navarra, que hasta aquel momento camparon a sus anchas haciendo de las suyas en la retaguardia, pasaron a un segundo plano, aunque sólo sus nombres causaban terror entre la población.
La vida de Alfredo, como la de otros muchos españoles durante la guerra civil, se convirtió en una reclusión forzosa autoimpuesta para sobrevivir. Fueron seres subterráneos y oscuros apartados de la luz del día y de las miradas del mundo; aliados de las sombras y del silencio; temerosos de ser vistos, detectados. Contemplaban la vida y la muerte a través de una claraboya, una ventana lejana o una simple rendija; a veces tan sólo por medio de las noticias que traían las palabras en voz baja, precavidas y siempre temerosas de ser escuchadas, de quienes eran sus únicos contactos con el mundo exterior; seres piadosos y amantes de la vida ante todo, que aseguraban su anonimato y su sustento. En el caso de Alfredo, Daniel era su protector.
Quien antes luchara al lado de José convencido de que no cabía otra solución que salir al paso de un estado de cosas endiablado, aseguraba ahora la subsistencia de quien había evitado luchar y que no conocía más enemigos que aquellos que lo buscaban para matarlo.
Daniel regresó del frente y se convirtió en un héroe para unos, y en alguien con quien se debía tener cuidado para otros. Pero él había cambiado, la guerra que viera no era admisible para su conciencia y no sentía odio por sus adversarios, más bien compasión; el odio había arrasado su vida y no le quedaba nada para avivarlo. Su moral llegó resquebrajada y hundida de la maldita guerra, y ayudando a Alfredo a esconderse encontró un nuevo sentido para vivir con honestidad. Había comprendido que en las guerras no se vencen los males que envenenan a los hombres, al contrario afloran con más fuerza la envidia y la avaricia, la mentira y la traición, la ira y la venganza, la soberbia y la lujuria, que sólo sacian su gula, pero que no desaparecen con los hombres muertos.
Podía ser un nuevo asesino, que aprovechando la situación favorable ahora, intentara vengarse de todo aquello que había sufrido sin culpa ni pena y que dejó destrozada su vida y su hacienda, pero la dura experiencia de la guerra lo había saciado en su intento por no enloquecer y no estaba dispuesto a dejarse arrastrar de nuevo por su torbellino.
Ayudaba a Alfredo, era quien mejor podía hacerlo, nadie sospechaba de él.
Al entrar en la cocina golpeó la tarima del techo dos veces primero, y otra a continuación. Por encima de él un "sobrado" oscuro, utilizado como desván camuflado al que había que acceder con una escalera de mano empujando una portilla disimulada en las maderas, cobijaba a Alfredo desde el día que decidió pedir protección a Daniel.
Además de un pequeño quinqué de aceite no existía más iluminación que la que permitían sendas luceras abiertas en el tejado gracias a un par de tejas habilitadas para ello, y que podían ser corridas hacia atrás con la mano desde el desván.
Allí, entre una multitud de trastos viejos y cosas que habían perdido su uso, Alfredo gastaba su vida. Un colchón de mullido de lana sobre las mismas tablas y una mesilla antigua de dormitorio donde guardaba sus escasas y vitales pertenencias, eran sus compañeros. También los ratones, que al principio le sorprendían por la noche con sus idas y venidas cuando intentaba dormirse.
Sólo las visitas de Daniel, que día tras día se repetían a las horas de las comidas, eran sus únicos contactos con el mundo exterior. Las mañanas permitían un mayor grado de relajación, puesto que con el día comenzaba el trabajo en el campo y cada cual se veía obligado a atender sus tareas. Daniel subía entonces a llevarle el almuerzo, el agua limpia para lavarse, y a retirar el orinal usado la noche anterior; después se quedaba un poco hablando con él, refiriéndole las noticias que acontecían.
Aquella mañana, tras subir al desván y saludar a Alfredo, le dijo:
-Prepárate, hoy tienes visita. Viene tu prima a verte.
-¿Cómo sabe que estoy aquí? - dijo Alfredo sorprendido -.
-Tranquilo, he sido yo quien se lo ha dicho - respondió Daniel -. Necesitaba saber de ti, esta muy angustiada desde que desapareciste sin dejar rastro. Además José no ha vuelto a escribir. El último día de feria me la encontré en la ciudad de compras. La paré, le conté lo tuyo y le di noticias de José. Se que está bien por Tomás, que me escribe de vez en cuando.
No te entretengas, llegará pronto. Ponte lo más guapo que puedas, se va a alegrar mucho de verte.
-Pero es peligroso que venga aquí; puede que alguien la vea y la relacione conmigo.
-No te preocupes, nadie sospechará nada - insistió Daniel -.Viene aquí a ver a tus tíos. Tu tía Julia lleva un tiempo en cama; aprovechará para pasar a verte y llevarle unas patatas. He preparado el desayuno abajo para que también ella pueda tomar algo. Quiero que bajes, que no te vea aquí, se llevaría una desilusión y no merece la pena que sufra más.
-Gracias Daniel; nunca olvidaré todo lo que estás haciendo por mí -. Le dijo Alfredo visiblemente emocionado.
-No te preocupes, es lo menos que debo hacer por un buen amigo de José.
Cuando entró Micaela en la cocina, Alfredo, que la estaba esperando, comenzó a caminar cojeando hacia ella, pero la emoción y la precipitación del momento hicieron que sin querer golpeara con su bastón al gato que dormía bajo las faldillas de la mesa y que éste saliera corriendo entre sus pies haciéndole tropezar, lo que le habría llevado al suelo de no ser por Micaela, que también iba a su encuentro y que lo sujetó en sus brazos. Ambos quedaron inmóviles por un tiempo en un tierno abrazo, mientras que por sus ojos corrían las lágrimas y sus pechos se unían en mutuo estremecimiento de alegría.
Ella lo beso en la frente y en las mejillas, y él, como un niño pequeño, se dejó querer sin decir nada.
La expansión de los totalitarismos en Europa había aplastado las enormes expectativas de progreso y libertad que los movimientos obreros de principios del siglo veinte encendieron en la política del viejo continente, aquejada por el progresivo derrumbe del sistema colonial que mantenía hasta entonces el orden establecido. El gobierno de Negrín
no suponía más que un problema para los intereses de un mundo dividido, donde una República socialista estribada cada vez más hacia el radicalismo, había dejado de ser el bocado exquisito que todas las potencias europeas trataron de tener en su mesa.
El nuevo gobierno nacionalista pretendía un doble objetivo:
primero, que en el exterior se reconociera su legitimidad, la cuál conseguiría con el reconocimiento inmediato de Alemania, Italia, Portugal e Irlanda en un primer plano.
Además significaba una nueva vuelta de rosca de Franco para apretar las tuercas dentro del Alzamiento, donde también se libraba una lucha por el liderazgo. El Decreto de Unificación fue un "golpe de mano" que asentó sus bases, pero que no había dejado claro el signo político que en adelante adoptaría el nuevo orden. Las divergencias acalladas tras el "decreto" aún estaban latentes y Franco pondría siempre por delante al Estado, relegando al partido único que Falange pretendía monopolizar a un segundo plano, supeditado siempre a la Jefatura de Estado de la que él era presidente. No pretendía un partido único sino un estado fuerte, y en el nuevo gobierno incluyó todas las fuerzas que habían iniciado juntas la sublevación y que aún luchaban unidas en los frentes, aunque sus ideas de nación defirieran tanto en algunos casos. Tenía la certeza de que el liderazgo no contempla alternativas, así que asumió el poder absoluto desde el primer momento.
La represión interior de la zona controlada pasó a un plano más institucional, más burocrático, donde empezaban a firmarse las sentencias de muerte y el ejército controlaba las actividades paramilitares. Falange en las tierras de Castilla y el Requeté en Navarra, que hasta aquel momento camparon a sus anchas haciendo de las suyas en la retaguardia, pasaron a un segundo plano, aunque sólo sus nombres causaban terror entre la población.
La vida de Alfredo, como la de otros muchos españoles durante la guerra civil, se convirtió en una reclusión forzosa autoimpuesta para sobrevivir. Fueron seres subterráneos y oscuros apartados de la luz del día y de las miradas del mundo; aliados de las sombras y del silencio; temerosos de ser vistos, detectados. Contemplaban la vida y la muerte a través de una claraboya, una ventana lejana o una simple rendija; a veces tan sólo por medio de las noticias que traían las palabras en voz baja, precavidas y siempre temerosas de ser escuchadas, de quienes eran sus únicos contactos con el mundo exterior; seres piadosos y amantes de la vida ante todo, que aseguraban su anonimato y su sustento. En el caso de Alfredo, Daniel era su protector.
Quien antes luchara al lado de José convencido de que no cabía otra solución que salir al paso de un estado de cosas endiablado, aseguraba ahora la subsistencia de quien había evitado luchar y que no conocía más enemigos que aquellos que lo buscaban para matarlo.
Daniel regresó del frente y se convirtió en un héroe para unos, y en alguien con quien se debía tener cuidado para otros. Pero él había cambiado, la guerra que viera no era admisible para su conciencia y no sentía odio por sus adversarios, más bien compasión; el odio había arrasado su vida y no le quedaba nada para avivarlo. Su moral llegó resquebrajada y hundida de la maldita guerra, y ayudando a Alfredo a esconderse encontró un nuevo sentido para vivir con honestidad. Había comprendido que en las guerras no se vencen los males que envenenan a los hombres, al contrario afloran con más fuerza la envidia y la avaricia, la mentira y la traición, la ira y la venganza, la soberbia y la lujuria, que sólo sacian su gula, pero que no desaparecen con los hombres muertos.
Podía ser un nuevo asesino, que aprovechando la situación favorable ahora, intentara vengarse de todo aquello que había sufrido sin culpa ni pena y que dejó destrozada su vida y su hacienda, pero la dura experiencia de la guerra lo había saciado en su intento por no enloquecer y no estaba dispuesto a dejarse arrastrar de nuevo por su torbellino.
Ayudaba a Alfredo, era quien mejor podía hacerlo, nadie sospechaba de él.
Al entrar en la cocina golpeó la tarima del techo dos veces primero, y otra a continuación. Por encima de él un "sobrado" oscuro, utilizado como desván camuflado al que había que acceder con una escalera de mano empujando una portilla disimulada en las maderas, cobijaba a Alfredo desde el día que decidió pedir protección a Daniel.
Además de un pequeño quinqué de aceite no existía más iluminación que la que permitían sendas luceras abiertas en el tejado gracias a un par de tejas habilitadas para ello, y que podían ser corridas hacia atrás con la mano desde el desván.
Allí, entre una multitud de trastos viejos y cosas que habían perdido su uso, Alfredo gastaba su vida. Un colchón de mullido de lana sobre las mismas tablas y una mesilla antigua de dormitorio donde guardaba sus escasas y vitales pertenencias, eran sus compañeros. También los ratones, que al principio le sorprendían por la noche con sus idas y venidas cuando intentaba dormirse.
Sólo las visitas de Daniel, que día tras día se repetían a las horas de las comidas, eran sus únicos contactos con el mundo exterior. Las mañanas permitían un mayor grado de relajación, puesto que con el día comenzaba el trabajo en el campo y cada cual se veía obligado a atender sus tareas. Daniel subía entonces a llevarle el almuerzo, el agua limpia para lavarse, y a retirar el orinal usado la noche anterior; después se quedaba un poco hablando con él, refiriéndole las noticias que acontecían.
Aquella mañana, tras subir al desván y saludar a Alfredo, le dijo:
-Prepárate, hoy tienes visita. Viene tu prima a verte.
-¿Cómo sabe que estoy aquí? - dijo Alfredo sorprendido -.
-Tranquilo, he sido yo quien se lo ha dicho - respondió Daniel -. Necesitaba saber de ti, esta muy angustiada desde que desapareciste sin dejar rastro. Además José no ha vuelto a escribir. El último día de feria me la encontré en la ciudad de compras. La paré, le conté lo tuyo y le di noticias de José. Se que está bien por Tomás, que me escribe de vez en cuando.
No te entretengas, llegará pronto. Ponte lo más guapo que puedas, se va a alegrar mucho de verte.
-Pero es peligroso que venga aquí; puede que alguien la vea y la relacione conmigo.
-No te preocupes, nadie sospechará nada - insistió Daniel -.Viene aquí a ver a tus tíos. Tu tía Julia lleva un tiempo en cama; aprovechará para pasar a verte y llevarle unas patatas. He preparado el desayuno abajo para que también ella pueda tomar algo. Quiero que bajes, que no te vea aquí, se llevaría una desilusión y no merece la pena que sufra más.
-Gracias Daniel; nunca olvidaré todo lo que estás haciendo por mí -. Le dijo Alfredo visiblemente emocionado.
-No te preocupes, es lo menos que debo hacer por un buen amigo de José.
Cuando entró Micaela en la cocina, Alfredo, que la estaba esperando, comenzó a caminar cojeando hacia ella, pero la emoción y la precipitación del momento hicieron que sin querer golpeara con su bastón al gato que dormía bajo las faldillas de la mesa y que éste saliera corriendo entre sus pies haciéndole tropezar, lo que le habría llevado al suelo de no ser por Micaela, que también iba a su encuentro y que lo sujetó en sus brazos. Ambos quedaron inmóviles por un tiempo en un tierno abrazo, mientras que por sus ojos corrían las lágrimas y sus pechos se unían en mutuo estremecimiento de alegría.
Ella lo beso en la frente y en las mejillas, y él, como un niño pequeño, se dejó querer sin decir nada.
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