Cuando se volvió para mirar hacia la voz que le increpaba, el Fortu comprobó cómo los soldados de José ocupaban la estancia del edificio en ruinas y rodeaban a sus hombres.
-!Matadlos, he dicho¡ - Gritó colérico el Fortu. Pero sus soldados, que aún empuñaban las armas apuntando a los prisioneros, permanecieron quietos como estatuas de sal petrificada. José mantenía el cuerpo de perfil con su pierna derecha adelantada mientras apuntaba al Fortu con el brazo extendido, sin quitar el ojo de su objetivo.
-¡Parece que no te gusta que te reconozcan paisano! - Le voceó José -. No sabía que recibieras tan bien a los amigos.
Lástima que ahora no tengas ninguno aquí.
-¿Pero que estás diciendo? No conozco de nada a estos hombres, son republicanos.
El Fortu mantenía en su mano suspendida, todavía humeante, la Astra 300 que le acompañaba fielmente desde los tiempos de las JONS.
-¡Y eso te da derecho a matarlos... ! No suponía nada mejor de ti, pero creo que esta vez has ido demasiado lejos. Tal vez aún no te has dado cuenta de que aquí pisas otro terreno y que el juego es igual para todos. En la guerra todos controlamos a todos.
-No se de que me hablas - dijo Fortu -. Ese "rojo" se adelantó demasiado poniendo en peligro a mis hombres.
-Además eres un cobarde; tienes miedo de que te asocien con quienes fueron cómplices de tu traición. Ellos luchaban por una causa que a ti te sirvió para salvar el pellejo; y luego por la misma razón les delataste. Pero lo peor de todo es que a pesar de tus crímenes no supieron darse cuenta de que les estabas robando. No se puede ser más miserable.
La escena se reflejaba en el gran espejo colgado detrás del mostrador, que aún se mantenía entero entre una multitud de botellas y vasos rotos, y que parecía tener suspendido el tiempo mientras perdurara así. De los tres grandes ventiladores colgados del techo, sólo uno conservaba su posición original, los otros dos pendían de los cables como cuerpos ahorcados. Las miradas expectantes de los hombres, mutuamente encañonados, creaban una atmósfera que podría cortarse al menor movimiento, y los prisioneros asombrados, con el pensamiento certero de que de explotar la situación ellos serían los primeros en caer, mantenían sus bocas cerradas y los brazos levantados en el aire. Tal vez en aquellos momentos se despidiesen de sus vidas sabiendo que de no hacerlo no tendrían otra oportunidad.
-Dile a tus hombres que bajen las armas - continuó José -, nos llevamos los prisioneros.
-¡De eso nada! - Le contestó Fortu, que se lanzó como un felino sobre el que se encontraba en el lado derecho, más cerca de su posición, poniéndose a cubierto tras su espalda mientras que con una mano lo sujetaba por el cuello y con la otra apretaba la pistola contra su sien. -¡Nosotros los apresamos y nos los llevaremos!
José no quiso disparar desde aquella distancia, de haberlo hecho cualquiera hubiera resultado muerto antes que el Fortu, que había aprovechado su proximidad con los prisioneros para tomar uno como rehén. No quería ser él quien iniciara la masacre, aquello podía perjudicarlo si las cosas se iban de las manos. Ahora su oponente lo miraba directamente y podía ver la situación de sus hombres, y cómo los propios cubrían con el bulto su flanco derecho.
Eran cuatro los que acompañaban al Fortu; tres de ellos se encontraban de espaldas a la puerta, desde donde José controlaba la situación por el centro con un par de "regulares" en cada lado de la entrada; el cuarto estaba al fondo del mostrador junto al primer ventanal que daba a la calle, y que a pesar de la escasa luz exterior, iluminaba por detrás su figura proyectando la sombra a lo largo del mostrador, ensombreciendo los rostros de los cuerpos apoyados en él.
-¡No intentes ninguna locura, no te servirá de nada! ¡Sólo conseguirás provocar una sangría y no evitarás que te mate! - Le gritó José.
-¡No me dejaré atrapar por ti! - Y disparando primero contra uno de sus soldados, que se encontraban de frente a los prisioneros, y que abrieron fuego contra ellos en un acto reflejo, se cubrió con el cuerpo de su rehén mientras seguía disparando en todas las direcciones. José y sus hombres respondieron provocando una breve pero intensa refriega, en la que cayeron los hombres del Fortu, pero éste, gracias a la confusión provocada, logró saltar el mostrador y escapar por la trastienda desde donde accediera al local momentos antes. Ninguno de sus hombres lograron sobrevivir, tampoco los prisioneros, que murieron a sus manos.
José maldijo aquel momento, profundamente arrepentido de no haber abierto fuego a la primera oportunidad. Su instinto de conservación le había traicionado esta vez. Era como si la buena suerte fuera la estrella que guiara los pasos de su adversario, que de cualquier modo siempre lograba escapar dejando tras de sí un enorme charco de sangre inocente. Once hombres habían muerto por una rencilla personal, y para José aquella era la peor de las derrotas que le podían infligir.
Su odio, su hambre, su voracidad de sangre, afluyeron a su cabeza como el aullido impotente del perro de caza al que se le escapa la presa.
Micaela se levantó sofocada. Aquella noche le había costado dormirse y un mal sueño interrumpió su descanso al poco tiempo. El sobresalto repentino que recorrió todo su cuerpo le hizo presagiar que José estaba en peligro. No sabía por qué, pero en su sueño, su rostro estampado sobre un fondo negro se iba haciendo más pequeño y lejano, y aquel fondo se convertía en un abismo donde desaparecía mientras que una risa burlona, provocadora, que reconoció al instante, retumbaba en el silencio. Luego sonaban disparos, gritos, maldiciones, pero la risa retornaba más fuerte, atronadora. Ella corría y corría calle abajo, y el cielo negro se rasgaba en grietas de luz que adelantaban el estruendo de una tormenta que la perseguía. Miró para atrás viendo como se lo tragaba todo a su paso, y al girar la esquina apareció una calle soleada en pleno calor de la siesta estival, donde los muertos se descomponían al sol mientras los perros chupaban los charcos de sangre y desgarraban sus cuerpos, y los cuervos les sacaban los ojos.
Niños mugrientos y desdentados saqueaban los cadáveres ante las miradas perdidas de las viejas, que de luto riguroso, con sus pañuelos negros velando sus rostros arrugados, rezaban el rosario a la sombra de los portales destrozados por la metralla, impasibles ante la desolación que se mostraba. Era la imagen de una guerra imaginaria, pero no por ello menos real y cercana, y una sensación de angustia sofocaba su pecho compungido, horrorizado por tal visión.
Alfredo pasaba en su escondrijo las noche en vela leyendo los periódicos y los libros que Daniel le subía, por los que descubría mundos distintos sin abandonar su reclusión y la vida ajena no le resultaba tan lejana, a pesar de su retiro. Los dos habían estado charlando un buen rato. Daniel le refirió cómo habían cambiado las cosas en el campo, donde la Guardia Civil controlaba ahora la situación favoreciendo la explotación de los terratenientes y reprimiendo a los proletarios, que eran obligados a trabajar en las peores condiciones y por un salario indigno.
También el sueño acudió a él tarde aquella noche, y del mismo modo recordó a José y a su eterno rival, José Luis, el hijo del Herrero, el "Fortu"; un tipo con varios nombres, con varias caras, con varias vidas, un farsante asesino.
De sus reflexiones en soledad extrajo la conclusión de que, sin quererlo, se había convertido en un exiliado en su propia tierra. Las noticias que llegaban del frente no podían ser más preocupantes para él, dado su estado de prófugo. Cada metro de tierra perdido por el Ejército Popular significaba más tiempo en el agujero.
Deseaba lo mejor para José, pero abrazaba con todas sus fuerzas el triunfo de la República; y no solamente debido a su situación personal, sino que para él, como para la mayoría de la clase obrera, aunque no hubiera sido capaz de encauzar las aspiraciones de progreso e igualdad que representaba, la República había significado desde su comienzo un balón de oxígeno, una válvula de escape de la opresión que sobre el proletariado ejercían la burguesía, la Iglesia y la clase política. Para la mayoría de la gente, el levantamiento militar suponía la más pura demostración de fuerza de la clase dominante, que no iba a permitir perder el control del poder que hacía que se perpetuase en él. La proclamación de la República había emanado de la voluntad popular, algo que nunca antes había sucedido, y que por primera vez instauraba un sistema de mayorías que amenazaba seriamente a la clase dirigente, pudiente del país. Y a la Iglesia, que venía condicionando su política interior y exterior desde muchos siglos antes.
Pero el golpe militar lo había cambiado todo convirtiendo su vida en una reclusión por tiempo indefinido, un tiempo que se le hacía muy difícil imaginar en aquel estado.
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