El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 18 de octubre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 48



La del Ebro sería la última gran batalla de la guerra civil. La más larga, sangrienta y decisiva de todas. Lo que comenzara como una maniobra de distracción del ejército republicano en Cataluña, para aliviar al ejército de Levante de la presión de los ataques nacionales sobre Valencia, se convertiría en el choque de fuerzas más grande que aconteciera en el transcurso de la guerra.
El Ejército Republicano del Ebro, reorganizado y rearmado recientemente, era el corazón de la resistencia republicana. Los comunistas mandaban en el gobierno presidido por Negrín, partidario a ultranza de una resistencia que lograse enlazar el conflicto en España con el inminente estallido que se barruntaba inevitable en Europa, y que permitiría situar su lucha en otro contexto más favorable. Pero el cuerpo de aquel ejército tenía los pies de barro. Hombres curtidos en el combate como no había otros lucharían al lado de principiantes imberbes, de quienes deberían cuidarse también para no sufrir las equivocaciones de su inexperiencia. Y no tendrían más relevos ni repuestos para su material bélico, pues todas sus vías comerciales estaban interrumpidas o bloqueadas.

Franco lo sabía y quería convertir la batalla en la tumba definitiva del Ejército Popular Republicano.
El Campesino se había negado a cruzar el Ebro; su instinto, su intuición primaria, vital, se lo habían impedido. Lister le destituiría del mando en la 46División aduciendo que había sido poseído por un ataque de pánico, pero es posible que el Campesino se opusiera desde el principio a una operación en la que un río caudaloso cubriría sus espaldas; era de tierra adentro y no sabía nadar, y además, los estrategas soviéticos habían desaconsejado el ataque por lo arriesgado de su realización. Las distensiones existentes entre el barbudo fanfarrón y sus superiores directos, Lister y Modesto, eran muy grandes después de lo de Teruel. El Campesino había sentido allí, en carnes propias, la mordida terrible del ogro insaciable de sangre en que se había convertido para él Franco, y había escapado por los pelos después de ser abandonado a su suerte. Ya no se fiaba de nadie, y en aquel momento el partido comunista, que manejaba íntegramente aquel ejército, era un avispero a punto de ser abandonado en desbandada. Y él era un experto en fugas.



Pero el cruce del Ebro resultó ser un éxito, el ejército republicano sorprendería a las débiles defensas nacionales en la zona consiguiendo una rápida penetración de más de cuarenta kilómetros en su territorio. No debería haber resultado tan sorprendente, teniendo en cuenta que el alto mando del ejército nacional tenía noticias de la agrupación de tropas republicanas en la zona, al otro lado del río, y que reiteradamente los responsables de la defensa en aquel sector venían reclamado refuerzos que pudiesen contener un ataque similar. Por otra parte era inevitable que los combates se extendieran en aquella zona provocados por la incesante presión que los ejércitos nacionales ejercían sobre Valencia. Puede que la testarudez de Franco residiera en la idea de acabar la guerra antes de que se iniciara un nuevo conflicto europeo global, desarmando por completo a un enemigo que pretendía lo contrario para que su lucha fuese el embrión de una guerra total en Europa contra el totalitarismo que representaban los regímenes nazi y fascista para las clases obreras.
Por otra parte, Franco pretendía una victoria total. Aquella táctica de presionar hasta forzar el movimiento del adversario, era de los más natural: cualquier depredador se lanza sobre su presa en retirada, es el momento más oportuno, no así cuando ésta se encuentra agazapada y no se conoce su reacción. En todo el transcurso de la guerra había sucedido igual: Rojo había tratado siempre de adelantarse rompiendo el sitio en el que se encontraba acorralado, pero Franco había estado allí esperándole en cada ocasión, y esta vez no dejaría que se escapara como había ocurrido siempre; sabía que aquella huida hacia adelante de Rojo era el resultado de la presión que sus tropas ejercían en Levante. Esta vez lo tenía en el terreno que él quería, la superioridad numérica y profesional de su ejército había hecho posible que su táctica de ataques frontales diera resultado, y en ella incidiría a partir de entonces durante la batalla a pesar de que sus generales lo desaconsejaran. Pretendía la exterminación total del ejército republicano y aquel era el método más eficaz, aunque significase también un sacrificio mayor en vidas y material; no le importaban las bajas que serían necesarias, ni el material que se perdiera, todo ello se repondría; sólo le importaba dejar reducido a escombros lo que quedaba del ejército republicano, para que acabada la guerra no quedara la más mínima resistencia interior que pudiera representar el peligro de un nuevo conflicto.


Los combates por Gandesa eran terribles. Lister había avanzado en dos días como una flecha imparable en su dirección cuarenta kilómetros tras cruzar el Ebro, pero había quedado detenido ante sus puertas por las eficaces defensas nacionales que consiguieron frenar su avance. Yagüe, consciente del movimiento de tropas al otro lado del río, había organizado una férrea linea defensiva el día anterior a la noche del veinticinco con sus fuerzas más destacadas, hombres que sabía responderían a sus expectativas.
Gandesa era el objetivo principal por el que el mando republicano había planteado la batalla. Suponía un nudo de comunicaciones importantísimo, sin el cual el ejército nacional se vería privado de maniobra, embolsado entre dos frentes. Pero Franco reaccionó rápida y enérgicamente utilizando la aviación, que causó daños enormes a las fuerzas republicanas emboscadas en los pinares próximos a Gandesa, que trataban de cubrirse de sus ataques. Los aviones se emplearían a fondo lanzando bombas incendiarias sobre el arbolado y ametrallando el avance de la infantería republicana sin oposición alguna por parte de su fuerza aérea. Su inexplicable ausencia durante los primeros días de la batalla hizo imposible la toma de Gandesa por parte de las tropas del ejército republicano. 

-Parece que han desistido de tomar Gandesa - le comunicó José a Vázquez - y se han puesto a cavar.
Quiero un recuento de hombres y munición y que nadie abandone por ningún motivo las filas. Se preparan para una batalla defensiva donde tratarán de mantener el territorio ganado. La superioridad de nuestra artillería y la falta de apoyo aéreo que contrarreste a nuestros aviones han hecho cambiar de planes a Rojo y Modesto. Lister no ha podido llegar más lejos con el armamento de que dispone. Sus tropas han alcanzado esta posición a puro "güevo", caminando a través de esas sierras durante los días más calurosos del año.

-La verdad es que tienen los cojones bien puestos esos tíos - añadió Vázquez -. Después de la que le dimos en Teruel aún les queda moral suficiente para iniciar una ofensiva tan arriesgada.

-No les quedaba otra Vázquez -. Afirmó José, quien no dejaba de visualizar detenidamente con sus prismáticos cada zona de la linea de trincheras republicanas. De pronto, indicando la dirección con su brazo extendido gritó: 

-¡Saquen de ahí a ese hombre, rápido!

Un soldado regresaba a su posición desde la tierra de nadie, arrastrando el cuerpo mutilado y sin vida de un compañero. De inmediato se lanzaron sobre él varios hombres que consiguieron atraerlo a las trincheras, no sin dificultades, pues el soldado, en medio de un sofoco que nublaba su razón, se negaba a soltar el cuerpo muerto de su amigo.
Lo sujetaron con fuerza una vez que consiguieron introducirle en la trinchera, tratando de dominar sus nervios exaltados. José y Vázquez se acercaron, Sergio estaba entre el grupo de hombres que se habían lanzado para salvarlo.
-¿Qué ha pasado soldado?¿Por qué no ha permanecido en la formación? - le preguntó José -.

-Era mi mejor amigo, señor - contestó nervioso y excitado -; cuando llegué donde él estaba, aún vivía. Una granada había segado sus piernas, pero todavía pudo reconocerme; sabía que no le dejaría solo en aquellos momentos.

Los hombres que presenciaban la escena y que habían participado en su rescate, permanecían con sus oídos atónitos por lo que oían y los ojos incrédulos de lo que habían visto, mientras el hombre mantenía una viva agitación.

-Muy bien cabo, tranquilícese - le pidió José.

-Se ha vuelto loco - le dijo descreído Vázquez a José acercándose a su oído -; era un miliciano a quien arrastraba a las trincheras. Ha arriesgado su vida por nada.

-Se equivoca mi teniente - respondió el soldado, que había entendido lo que Vázquez le comunicara a José -. Era mi amigo y yo mismo le maté.

-Explíquese cabo - le ordenó José -, todo esto no tiene sentido.


-Mi capitán - contestó el soldado -, él era un amigo verdadero. Nos separó la guerra, ninguna otra cosa hubiera podido conseguirlo. Los dos somos de un pueblo de Segovia, Cantimpalos, pero a él le pilló el alzamiento en Madrid. Su padre era tratante de ganados, y aquel día había viajado con él a la capital para llevar una partida, como era su costumbre una vez al mes. Desde entonces no nos habíamos vuelto a ver; hasta hoy, cuando en medio de todo el "fregao", en la última avanzada contra esa maldita loma, hice saltar por los aires un nido de ametralladoras con una granada. Después fuimos rechazados debiendo retroceder sobre nuestros pasos; fue en ese instante cuando oí su voz llamándome por mi nombre. Al principio me pareció cualquier cosa debida a la emoción del momento y seguí el repliegue de mis compañeros, pero la segunda vez la voz fue más clara, era inconfundible, me estaba llamando. Entonces me volví y lo reconocí, estaba allí pidiéndome, suplicándome que no le dejara solo en medio de la nada mientras se desangraba; mi granada le había segado las dos piernas y había echado afuera sus tripas.

-Tranquilo soldado - le repitió José de nuevo -. Veo que se encuentra bien, pero quiero que le atiendan en enfermería, debe calmarse.


José mandó a Sergio con dos hombres para que acompañaran al cabo al puesto de enfermería. Se quedó de nuevo sólo con Vázquez pasando revista a la linea de trincheras donde estaban apostados. Habían perdido algunos soldados en el contraataque, pero aquello no había hecho más que empezar. Una nueva oleada de aviones de la Legión Cóndor comenzaba a descargar sus bombas sobre las posiciones enemigas; cuando terminaran su paso mortífero, la artillería reanudaría su sinfonía de fuego sobre las líneas republicanas. La táctica de Franco consistía en machacar con la artillería y la aviación un sector, para una vez convertido en escombros, mandar a la infantería para tomarlo.
Los combates no se interrumpían ni de día ni de noche, sucediéndose de manera rutinaria. Los republicanos se habían atrincherado aprovechando las ventajas de un terreno boscoso y desigual en el cual dominaban las principales cotas, aunque sin el apoyo aéreo suficiente, ya que los Messerchmitt  alemanes, muy superiores a los nuevos modelos de "mosca" y "chato" rusos, se habían hecho con el control del cielo. Durante la batalla las baterías antiaéreas republicanas llegarían al máximo de su madurez, sólo la escasez de este tipo de arma impediría mejores resultados en la defensa de las cotas más altas; igual que en los puentes de pontones sobre el Ebro, para los que serían la única cobertura frente a los bombardeos incesantes de la aviación nacional.

Cuando Sergio regresó, José le preguntó por el soldado.

-Se ha quedado tranquilo, pero me preocupa su estado. Parece que se hubiera vuelto mudo, sus labios se han sellado  y su mirada da la impresión de encontrarse sustraída por imágenes de su mente, como si viera algo mucho más allá de la realidad que le muestran sus ojos - le dijo Sergio a José -. Creo que ha resultado afectado, conmocionado por la experiencia. No se recuperará para combatir. ¡Joder, que puta guerra, siempre nos sorprende! Toma, te traía este parte. 

Y le entregó un sobre cerrado. José abrió el sobre para leer las nuevas recibidas desde el puesto de mando del Estado Mayor.

-Han abierto las compuertas de los embalses río arriba y la corriente se ha llevado sus puentes, muchos hombres y todo el material que ha pillado de por medio. La aviación no deja de bombardear el río.

Así era, las compuertas de los embalses de Camarasa y Tremp fueron abiertas produciendo una violenta crecida de las aguas del Ebro que se llevaron por delante hombres, bestias y material, pero los pasos serían reconstruidos rápida y eficazmente por los ingenieros republicanos. Aquella iba a ser otra de las constantes durante la batalla, el río mostraría la importancia que en realidad tenía.

-La 42División republicana está embolsada en el sector de Mequinenza y Fayón; las fuerzas regulares y los legionarios de Yagüe les han parado los pies. En Flix, Tagüeña mantiene una cabeza de puente de grandes proporciones, aunque los bombardeos de la zona son incesantes. Nosotros, de momento no nos moveremos de aquí. En esa sierra está nuestro objetivo: los altos de Pandols. Y, novedad: - dijo José dirigiéndose a sus dos subordinados con su irónica sonrisa característica - vienen para reforzarnos antiguas unidades de la 62. Vuelven nuestros amigos falangistas de la 10ª.









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