El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

lunes, 31 de octubre de 2011

Un hombre que amaba los animales. Cap. 50




José se sentó con Berta a su lado. Todo estaba en calma, la noche había caído ocultando las últimas sombras y el silencio comenzaba a adueñarse de la sierra. Habían comido entre los dos un pedazo de queso y unas raspas de cecina con pan. Ángel se los había reservado con media botella de vino.

-Bueno Berta, ya lo ves, no podemos quejarnos; de momento no nos falta nada - le decía José mientras rebuscaba dentro de su mochila para encontrar el tabaco con el que rellenar su petaca y hacerse una pipa -. Tenemos buena comida, buen vino, y tabaco con el que calentar el hocico, ¿qué más se puede pedir en nuestras circunstancias?  

Berta lo miraba curiosa mientras se relamía del último bocado.
Al no dar con el objeto de su busqueda entre el revoltijo de cosas que se apiñaban en el fondo, José volvió la mochila boca abajo para vaciarla. La pequeña Biblia que le regalara Piedad, la serrana de Algairén, salió de la lata que la contenía quedando abierta boca abajo al golpearse contra el suelo. José la recogió con cuidado sin cerrarla, y le dio la vuelta limpiando la suciedad que sus hojas abiertas habían tomado de la tierra polvorienta. Se acercó a la linterna de petroleo y aproximó a ella la Biblia para ver en que parte había quedado abierta, y leyó donde se asentaron sus ojos. Eran unos versículos del libro de Jeremías:
           
11 Pero Yavé está conmigo como fuerte guerrero;
por eso mis perseguidores tropezarán y no triunfarán;
serán enteramente confundidos, porque no prosperaron,
con perpetua ignominia, que nunca se olvidará.
12 Mas, ¡oh Yavé de los ejércitos!, tú que pruebas al justo
y penetras los riñones y el corazón,
que vea yo tu venganza contra ellos,
pues a ti te he encomendado mi causa.
13 Cantad a Yavé, alabad a Yavé, pues libra el alma del pobre de la mano de los malvados.
14 Maldito el día en que nací,
el día que mi madre me pario no sea bendito.
15 Maldito el hombre que anuncio a mi padre:
"Te ha nacido un hijo varón", llenándole de gozo.
16 Sea ese hombre como las ciudades que Yavé destruyó sin compasión, donde por la mañana se oyen gritos
y al mediodía alaridos.
17 ¿Por qué no me mató en el seno materno,
y hubiera sido mi madre mi sepulcro,
y yo preñez eterna de sus entrañas?
18 ¿Por qué salí del seno materno para no ver sino trabajo y dolor y acabar mis días en la afrenta?

Reflexionó sobre el estado de ánimo que mostraban las palabras del profeta y lo reconoció como propio. En lo más profundo de su ser no podía reprimir la ira que el Fortu le provocaba y que encendía su deseo de venganza, pero al mismo tiempo una sensación de suciedad, de impureza, se apoderaba de su espíritu haciendo que se sintiera culpable.

-Ya lo ves Berta - le dijo a la perra mientras cerraba y guardaba el libro en su lata -, que tontos somos los hombres. Seguimos dejándonos dominar por nuestros sentimientos contradictorios, los cuales no sabemos descifrar ni reconocer; son ellos quienes rigen nuestras conductas, adelantando acontecimientos que de otro modo quizás nunca sucederían.
Mas no podemos filosofar ahora. Tiempo habrá, digo yo, para que de nuevo te suelte mi verborrea y puedas aprender un poco más del carácter de los hombres; aunque a veces pienso que sabes más que yo, al menos de lo que importa.


























Se hizo una pipa y la encendió, recogió de nuevo las cosas en la mochila y la cerró apartándola a un lado. Después quitó el corchete que cerraba su funda y sacó la pistola para cerciorarse de su estado; dejó caer el cargador en su mano y comprobó que contenía todas las balas; tiró para atrás del carro de la pistola para asegurarse de que la recámara estaba cargada, y tras observar que sí, dejó ir hacia adelante la corredera e introdujo de nuevo el cargador en la culata. Luego devolvió a su sitio la pistola y se puso en pie. Tras retirar la ceniza apagada de la cazuela, aspiró repetidas veces el humo de su pipa hasta que ésta mostró de nuevo la brasa incandescente del tabaco. Una espesa nube gris se escapó de sus labios y se disolvió delante del horizonte, oscurecido aún más por las laderas encrespadas que se levantaban delante de sus ojos, y que igual que el fondo del valle, parecían simas negras, abismos infranqueables que encogían el corazón en la primera impresión.

Caminaba hacia las trincheras pensando en el riesgo de conducir allí abajo a sus hombres, cuando se dio cuenta de que sus pensamientos lo habían ensimismado otra vez impidiendo que percibiera el intenso zumbido que rompía el silencio en la noche como el cuchillo asesino rasga el cuello de la víctima. Cientos, miles, quizás millones de chicharras cantando al calor de la noche oscura, ocultando cualquier otro ruido tras las sombras.
Recobró para sí el sentido de aquellos versículos encontrados de la Biblia: 

"Pero Yavé está conmigo como fuerte guerrero...
Cantad y alabad a Yavé 
porque libra el alma del pobre de las manos de los malvados".

Sí, aquello era una buena señal, "lo que bien empieza bien acaba", pensaba. La improvista sinfonía de las chicharras con su intenso zumbido permanente, sin la más pequeña interrupción, era el talismán que necesitaban para bajar al hoyo y situar en posición de escalada a sus hombres antes de que la artillería iniciara su trabajo con las primeras luces del alba. Y eso sería demasiado pronto, a las 6 de la mañana ya se veía perfectamente.

-Que tal Vázquez, Sergio, Ramirez. ¿Todo preparado? - Preguntó José.

-Sí  camarada - afirmo Vázquez -, los hombres están listos y perfectamente equipados de armamento y munición.

-Cada hombre debe llevar cinco granadas de mano; quedamos en eso.

-Sí - contestó Ramirez -, se han repartido como dijiste. Y diez cargadores.


























-El plan consiste en llevar a nuestros hombres ahí abajo y mantenerlos desplegados y camuflados al pie de la ladera hasta que comience el asalto final, por lo que es imprescindible pasar desapercibidos mientras dure la noche; toda la operación se vendría abajo si nos descubrieran, sería fatal. Tendríamos entonces que retroceder ordenadamente a nuestras primeras posiciones, lo que provocaría un elevado número de bajas en la retirada y que no estuviésemos recuperados para el avance tras el bombardeo. Por eso,  Sergio y yo iremos delante con diez de los mejores hombres en la lucha cuerpo a cuerpo. Con este primer grupo trataremos de asegurar el fondo de la vaguada. Después, a nuestra señal, bajará el resto de la compañía en el más estricto silencio y en columna de a dos, para que una vez llegado al fondo pueda abrirse de norte a sur en forma de abanico sobre toda la base de la colina. Allí permaneceremos apostados hasta que llegue el momento de entrar en acción. Para entonces habremos de tener localizados los nidos de ametralladoras que barren a media altura la ladera, son el objetivo primero y fundamental. El ataque lo realizaremos con bombas de mano y a la bayoneta calada. Los mejores tiradores, por si acaso nuestros amigos de la 10ª se duermen, cubrirán desde atrás la acción de los escaladores, que iremos conquistando cada nido, cada trinchera ladea arriba hasta alcanzar la cima.

Con todo organizado, José se lanzó con sus hombres a la oscuridad del valle, a la tierra de nadie donde sólo habitaban alimañas y hombres muertos que no pudieron ser recogidos tras el último combate. El terreno al bajar simulaba un paisaje lunar lleno de cráteres provocados por los intensos bombardeos, pero la vegetación, aunque duramente castigada por las deflagraciones, comenzaba a ganar espacio a medida que descendían. Al fondo se veía - casi se intuía - un pequeño arroyo definido a lo largo de la vaguada por una linea de cañas y algunos arbustos. Era la frontera de la tierra de nadie. A partir de allí todo iba a resultar más peligroso, por lo que antes de cruzar con su grupo de hombres, se detuvo con ellos camuflándose con las cañas altas que crecían en la orilla.
Primero mandó a Berta al otro lado dejando que la perra se guiara por el instinto. Berta acostumbraba a ir delante, a escasos metros de José, levantando cualquier cosa que respiraba a su alrededor, pero con el mejor sentido, con la mayor discreción. Un buen perro detecta antes de ser detectado, ve con su olfato y se orienta con su oído, se aproxima el máximo a su presa y marca con su cuerpo la posición. Y se lanza contra ella aprovechándose de su sorpresa. Berta era un buena perra, estaba atenta siempre a las órdenes de José y éste comprendía cada uno de sus movimientos.




Se abrió hueco entre las cañas y se zambulló suavemente en el agua hasta que ésta cubrió su cuello, y casi sin provocar ondas, sólo la estela de su cuerpo desplazándose bajo el agua, cruzó los tres escasos metros de cauce del arroyo. Salió, y tras expurgarse apenas, comenzó a olisquear a un lado y el otro del arroyo. José seguía atento a cada uno de sus movimientos, esperando el momento en que Berta le diera paso. El animal continuó olisqueando, adelantándose un poco más cada vez. Él la dejó que empleara el tiempo necesario para asegurarse, no podía permitir que los sorprendieran. Por fin, después de varios minutos de rastreo, la perra se paró y comenzó a mover impaciente el rabo mirando en la dirección de José y sus hombres, tratando de decirles con los movimientos insistentes de su cuerpo que quería continuar. La distancia que los separaba de la base de la ladera alcanzaría los cincuenta metros, y Berta había marcado el límite de distancia en relación con José, diez metros aproximadamente. Ésa era  la razón de haberse detenido. José lo comprendió enseguida y se dio cuenta de que en aquellos escasos metros que distaban entre Berta y la ladera residía la máxima dificultad. Pero la perra no se movería hasta que alcanzaran su posición, por lo que ordenó a Sergio que se quedara allí para ordenar el descenso de la compañía, una vez que él cruzara el arroyo con la mitad de los hombres y ganaran junto a Berta los escasos metros que quedaban hasta la ladera.

Y así fue. Cuando llegó con los suyos al borde de la ladera, tras unos segundos en los que le pareció que el aire se le helaba en los pulmones cortando su respiración mientras ganaban a la carrera los escasos metros desde el arroyo, José reprodujo varias veces el reclamo de la perdiz y Berta acudió rápido a su lado, tirándose junto a él contra la tierra de la ladera. Sergio transmitió desde la otra orilla del arroyo la orden para que la compañía empezase a descender del páramo, y en la más profunda oscuridad, en el más absoluto de los silencios posibles, bajo el umbral de sonido de las chicharras cantando, Vázquez y Ramirez abrieron las filas a un lado y al otro del arroyo extendiendo la compañía a lo largo de su orilla.
Cuando todos los hombres estuvieron desplegados y preparados, cruzaron el arroyo a las órdenes de los oficiales y saltaron a la carrera hasta alcanzar la base la colina. Apostados, aprovechando las desigualdades del terreno para protegerse, se tendieron sobre él con su armas preparadas para el combate, esperando pacientes la hora en que los cañones romperían el alba.

-Parece todo demasiado tranquilo -. Observó Sergio, que cuerpo en tierra junto a José, vigilaba las alturas de la primera loma, dónde realmente comenzaba la verdadera escalada hacia la cima.

-Sí, demasiado tranquilo - dijo José -. ¿Pero eso ahora nos favorece, no? En cuanto las chicharras abandonen su canto, los movimientos de nuestros enemigos quedarán al descubierto.

-Señor, hemos detenido a dos hombres en nuestra ala derecha - le informó Ramirez -. Dicen que bajaban por agua al arroyo. Creo que no mienten, les hemos retenido varias garrafas que portaban.



-Tráigalos aquí, quiero interrogarles - le ordenó José -. Procure que no se la jueguen teniente, es preferible que pierdan sus cuellos a que nos delaten. Pero intente que eso no suceda, trataremos de obtener alguna información a ser posible. Pero repito, que no abandonen sus cuellos los cuchillos de nuestros hombres mientras tanto.


Ramirez se retiró para volver al cabo de unos minutos con los dos soldados hechos prisioneros.

-Aquí los tiene señor -. Dijo Ramirez mientras varios moros sujetaban a los dos hombres, que fueron obligados a clavar sus rodillas en el suelo apoyando sus costados contra la tierra de la ladera mientras los cuchillos de sus captores apretaban con suavidad sus gaznates. José se incorporó poniéndose en cuclillas.

-Aquí no matamos a los prisioneros, no es nuestro estilo. Pero cuando no obtenemos colaboración - les dijo -, los dejamos en manos de nuestros compañeros, los falangistas. Ésos saben más de lo que hay que hacer para obtener información. Os aseguro que son muy efectivos y se quitan el muerto de encima pronto.

Los dos prisioneros mantenían sus ojos eclipsados por el terror, apenas sin parpadear mientras sufrían el frío afilado que acariciaba sus cuellos. Uno de ellos parecía más entero, aunque no sereno. El otro se meó encima con las últimas palabras de José. Berta lo delató olisqueando junto a él.

-Bien, lo que pretendo deciros es que no tenéis escapatoria. Ya lo veis, estamos aquí preparados para cuando todo empiece y habéis tenido la mala suerte de caer en nuestras manos. Sólo quiero que me digáis con que material contáis ahí arriba y cuantos hombres. Os aseguro que si no me engañáis seguiréis vivos.

Ninguno de los dos hombres dijo nada; intentaron mirarse pero no pudieron.

-Bueno acabemos con esto, no es momento ni lugar para entretenernos con ninguna carga ni pasar el muerto a otro. He intentado ser generoso. ¡Soldados..!

-¡Uh... un momento!- dijo el prisionero que se había orinado encima -. Yo le diré lo que quiere saber.








  


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