El adiestrador de mandriles.

El adiestrador de mandriles.
Diseño de imagen: Manolo García.

martes, 30 de septiembre de 2014

NUEVO. II





A pesar de haber llegado a tocar con sus tentáculos los confines de la galaxia, el ser humano no había encontrado aún vida inteligente comparable con la suya, lo que le convertía en el sumo hacedor, consciente y empeñado en la construcción de su destino. Un nuevo renacimiento del hombre, del ser consciente de su transcendencia, se produjo. Mas, la sociedad globalizada, esquemáticamente organizada por vez primera, tomó en sus manos el rumbo de la especie para supeditar las individualidades a un proyecto común de supervivencia y expansión de su civilización. 

Las nuevas leyes basadas en el desarrollo tecnológico, supeditadas al concepto de sostenibilidad ecológica y crecimiento demográfico controlado, hicieron posible la supervivencia del planeta y la colonización de otros espacios, pero relegaron al ser individual, estrictamente sujeto a normas de comportamiento colectivo, donde sólo el tiempo de ocio cubría sus necesidades espirituales y sus aspiraciones de realización individual.



Hasta el momento de su reclusión en el subsuelo lunar, la felicidad y la libertad fueron conceptos que no alcanzaron relevancia verdadera en sus pensamientos, pues siempre le parecieron asegurados, y por tanto, secundarios. Había nacido en un mundo donde el dolor era reducido a su mínima expresión para prolongar la vida en el tiempo y la muerte era tan dulce como un sueño sin despertar. Un mundo fácil para él, sin más preocupaciones vitales que su "esfuerzo social" en la realización de la aplicación para la que estaba programado, que su genética facilitaba, y el escrupuloso cumplimiento de las normas que existían para cualquier tipo de comportamiento, relación, actividad, espacio y situación. Normas que reducían el campo de libertades, pero a su vez garantizaban la seguridad de los individuos, que vivían en contacto con formas nuevas de vida creadas artificialmente

Todos los humanos eran implantados al nacer con un microchip que contenía la identificación personal y las características genéticas del individuo, su categoría social estipulada, así como un historial morfológico, clínico y delictivo, y que disponía a su vez de un programa específico de "educación para el sistema" capaz de recibir y transmitir información codificada del individuo a una base de datos central, desde la cual podían incluirse nuevas programaciones y anular otras anteriores.


En el espacio exterior un sistema informático gigantesco, blindado como una fortaleza por una atmósfera impenetrable que ejercía de escudo protector, controlaba toda la actividad humana, administraba los recursos y disponía las normas. Se había convertido en un ente autónomo que constituía el alma y la conciencia de la sociedad, que había delegado en él toda la información almacenada durante milenios por el ser humano y todas las competencias de su poder para que nadie dispusiera arbitraria y convenientemente de él.  Un macro-mundo informático fuera de la atmósfera terrestre apenas accesible para el común de los humanos, salvo para los pocos que, por su condición natural y específica, se encargaban de supervisar su funcionamiento y proporcionarle las herramientas que necesitaba para desarrollarse y crecer. Una inteligencia artificial creada por el ser humano para protegerse de sus bajos instintos, con capacidad para pensar, decidir y dictar las pautas de desarrollo sostenible sobre las que asentar una sociedad ordenada, identificada con un objetivo común de conservación y mejora de la especie y de su medio natural. Sin distinción de raza ni sexo, sin desigualdades, pues aunque los individuos estuvieran clasificados por categorías según sus cualidades y aptitudes productivas y creativas, disponían de iguales derechos y condiciones de vida, y estaban obligados a las mismas normas, estrictas para todos. Sólo ciertas particularidades de rango, relacionadas con su predeterminación y preparación para la aplicación programada, aportaban mejores posibilidades de realización virtuales, mayor tiempo de ocio y más posibilidades de procrear.







 Y aquella idea le torturaba. Se resistía a creer que no sólo había sido un error del cual se sentía cada vez más responsable por no haber tomado las precauciones necesarias, y que ahora admitía haber pasado por alto debido a la pasión por la que se dejó arrastrar, que sabía contraía riesgos inevitables que no fue capaz de controlar. Ése era el riesgo potencial del amor humano, culminar en una relación física envolvente en la que la complicidad se anteponía a las normas básicas del sistema.


Procrear era algo que primero había que solicitar al sistema, que estudiaría las compatibilidades genéticas de la pareja natural para diagnosticar las posibles repercusiones futuras del nuevo código genético que se formaría, del nuevo individuo, y comprobar de ese modo si serían aptas para las necesidades y prioridades del sistema.

Precisamente aquella norma había hecho posible el mundo que conocía, donde todas las enfermedades humanas eran superables menos el envejecimiento natural, que aún habiéndose conseguido retrasar hasta edades insospechadas, se mantenía como constante natural que mantenía a la muerte como principio de regeneración.
Del mismo modo, la norma había hecho posible un crecimiento de la población controlado, necesario para disponer de los recursos del planeta de modo sostenible y ecológico, erradicar el hambre y las desigualdades sociales y proteger al viejo mundo del impacto del consumo desmedido e incontrolado que lo había conducido al precipicio de la autodestrucción en el pasado.

Recordaba las horas en el espacio exterior supervisando estructuras y sistemas - había sido ingeniero supervisor de componentes espaciales en la órbita terrestre -. Su mente se entretenía entonces pensando en su regreso a la tierra, en cómo se desarrollaría la cita siguiente con su compañera de ocio y complicidad sin límites; soñando sitios bucólicos de naturaleza salvaje donde disfrutar juntos su intimidad, desconectados de otra realidad que no fuera la que aportaba su contacto intelectual y físico. Diciéndose cuán largo les resultaría el siguiente tiempo de separación inevitable. 

Aveces pensaba que aquellos recuerdos eran como una enfermedad que se había apoderado de sus pensamientos tiránicamente para torturarle con ellos y recordar su culpabilidad, su falta de lealtad al sistema, a la sociedad.


Nunca había sentido tantas contradicciones y dudas como ahora. Se negaba con todas sus fuerzas a creer que había cometido algo irreparable y comenzaba a sopesar lo que jamás pasó por su imaginación en ningún otro momento, que el sistema tuviese fallos; fallos que afectaban al individuo, e intrínsecamente, a la sociedad en su conjunto.

A él, particularmente, le afectaba de una forma demoledora, y aunque estuviese educado y adaptado para un sistema donde los individuos reconocían de él su dependencia ética y vital, en su mente comenzó a aflorar algo que nunca antes había detectado, resquebrajado por la angustia de las dudas. Y ese algo no era otra cosa que rebeldía, un sentimiento prácticamente extirpado de la mente humana como condición irremediablemente necesaria para imponer la obediencia y la paz. Ahora se preguntaba si en su caso no era estrictamente necesaria, fundamental para poder escapar de allí. El contacto con la nueva realidad le había aportado otra perspectiva a su pensamiento, pero a su vez lo había dejado consternado. Por un tiempo se había sentido demasiado pequeño, disminuido y débil, mas había pasado el suficiente para superar el impacto emocional que significó ser confinado en aquel lugar, donde su única des-conexión de su realidad suponía estar en estado de sueño programado e inducido. El resto consistía en frenético ritmo de trabajo bajo la observación constante de un circuito cerrado de cámaras que no perdía ninguno de sus movimientos. Aquello sería lo último que debería superar en cada uno de los dos niveles que necesitaba recorrer para alcanzar la superficie, donde, una vez conseguido el objetivo, esperaba hallar protección para esconderse por un tiempo; el suficiente para poder construirse otra personalidad en un físico nuevo.
Confiaba en que la amistad - después del esfuerzo social el valor humano más apreciado por la sociedad, y del cuál creía disponer de muchos y buenos valedores - le ayudaría a obtener las herramientas necesarias para lograr su fin.






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