Llegó a la conclusión de que él no era un asesino. Lo había preparado todo cegado por una escalada de ira y excitación en su estado de ánimo que rayaba en la locura y que había enajenado su mente. Pero en aquel instante preciso, cuando debía dar el golpe definitivo y demostrar determinación, comprendió que su odio por el mundo no era consecuencia de la decepción que sentía por el género humano, sino por la falta total de fe en sí mismo, en lo que todavía podía hacer.
Hasta entonces había sido incapaz de comprender que no sólo las acciones tienen transcendencia, sino su ausencia también, de lo cual deriva otra realidad.
A través de la ventana abierta miró de nuevo al parque, repleto a esas horas de madres que se peleaban con sus niños para que tomasen las meriendas antes del juego.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando se percató de que el sudor caía por la frente y las axilas e inundaba sus manos. Se retiró del hueco de la ventana y soportando el bípode con una mano, con la otra levantó de la mesa su Mauser 80 Magnum . Después, con tranquilidad pasmosa quitó la mira telescópica, extrajo el cañón, el cerrojo y el cargador, y los fue depositando uno a uno en la caja de accesorios. Limpió luego con pulcritud la culata y el guardamanos del rifle con una bayeta y lo introdujo también en la caja.
Todo lo tenía planeado minuciosamente, no en vano había alquilado aquel ático. Sus ventanas estaban orientadas al gran centro comercial que abría sus puertas doscientos metros más allá, al final del paseo central del parque.
En una mezcla de temor y excitación había llegado a imaginar la orgía de sangre y desolación que provocarían desde allí sus disparos. Incluso calculó el número posible de víctimas antes de que consiguieran reducirlo. Y de nuevo, aquello pasó por su mente como un flash cegador que lo envolvía para devolverle al estado de enajenación del que creía haber salido.
Trató de reponerse mientras limpiaba sus manos sudorosas con un pañuelo de papel que quedó empapado y reducido a un guiñapo, y que dejó sobre el cenicero. Después ordenó con ellas sus cabellos, revueltos por la corriente fresca que provenía de la ventana abierta. Echó para atrás su cabeza y respiró con cierta dificultad, entrecortado por la angustia. Dejo luego escapar el aire lo más despacio que pudo, intentando dar paz a sus pulmones compungidos para ralentizar el ritmo frenético de su corazón.
¿Qué le había llevado al convencimiento de que el mejor acto de su vida, aquel que le redimiría definitivamente de su frustración, era ejercer la muerte de manera indiscriminada hasta el momento final? De que la mejor manera de morir era matando.
Nada le había ido bien de un tiempo a esa parte. Desde que perdió el empleo todo se había convertido en un sin vivir para él. Acuciado por las deudas, angustiado por el porvenir de sus hijos, que se encontraban ahora en su misma situación y por quienes respondía con avales propios de su independencia reciente, y la maldita salud, que volvía de nuevo a darle la espalda. Dependiente de su mujer para subsistir económicamente, a sus cincuenta años se había convertirlo en un producto residual de la sociedad.
El teléfono, compañero informal, tirano inseparable y delator, sin el cual era incapaz de poner en marcha el coche cada mañana, hacía demasiado tiempo que había quedado mudo. Ahora permanecía horas y horas, días enteros callado, sin recibir una sola llamada. En otros tiempos, más de una vez fue amonestado por la empresa debido al consumo excesivo de su teléfono móvil, que reflejaba el ritmo desaforado que ejercía sobre su persona la profesión liberal que desarrollaba, representante de mobiliario y material de oficina.
Veinte años había estado yendo de aquí para allá a lomos de su vehículo de empresa, su prolongación mecánica y algo más que segunda morada, donde habían quedado sellados secretos que el teléfono celular no fue capaz de revelar.
Durante un tiempo realizaría el mismo simulacro cada mañana a la misma hora. Abría la puerta del garaje y dejaba arrancado su coche hasta que tomaba temperatura y saltaba el ventilador del motor. Pronto dejaría de hacerlo por no encontrarle sentido.
Ahora, su coche estaba aparcado junto al portal de apartamentos donde se alojaba, cargado con una bomba sincronizada con su celular. Su intención había sido causar una masacre lo suficientemente grande para ser recordado e impedir ser abatido. No quería morir a manos de la policía.
Todas las horas consumidas escuchando la radio, viendo las mismas noticias desoladoras en el televisor, en las redes sociales, sobre las que vertía todo su resentimiento para liberar la frustración por un sistema que sentía en su contra y en el cual creía estar condenado a su estado actual. Todo ello no había hecho más que radicalizar su intelecto y enervar su rabia por lo que consideraba injusto. La homofobia, el racismo y la xenofobia, habían prendido en la llama de su decepción por la corrupción de la clase política, de los sindicatos y los medios de comunicación, a quienes consideraba cómplices necesarios de un sistema social injusto, corrompido hasta su médula por el poder del dinero. Un poder que se revelaba omnipresente para arrebatárselo todo y del cual no veía el modo de escapar.
Había terminado suponiendo estúpidas a las gentes por resignarse sumisas a las calamidades que producían los desmanes de los poderosos. Gentes que conformaban una sociedad in-solidaria, tras la que se refugiaban para esconder su incompetencia, su falta de valores; y por quienes no sentía piedad, sino desprecio. Una sociedad que había considerado decadente, impotente para renovarse y ser algo mejor, pues se había entregado a la opulencia y al confort a un precio impagable del que no podría desprenderse pacíficamente.
Sí, creyó que la guerra había llegado y que le tocaba su turno. Para él el apocalipsis estaba ocurriendo ya.
Pero aquella última llamada lo había cambiado todo. Quizás su mujer lo había hecho sólo para tranquilizarle. De nuevo el sudor frío afluyó por todo su cuerpo al pensarlo. Había llamado un montón de veces para localizarlo hasta que cogió el teléfono. Era relativamente posible que le hubiera denunciado a la policía, llevaba varios días fuera de casa. Pero no, aparte de interesarse por su estado y saber dónde se encontraba, no había sido demasiado insistente para que regresara pronto. Le dijo que estaba de montería en el norte con unos amigos. Además, la posibilidad de que fuera real lo cambiaba todo. Sacó de la funda la Beretta 92 y la cogió al revés con las dos manos, colocando el pulgar derecho sobre el gatillo. Luego acercó el cañón hasta hacerlo tocar con su frente, justo encima de los ojos. Una gota de sudor cayó al suelo de sus manos pegajosas. Bajó el cañón y lo introdujo en la boca hasta superar la mira. Permaneció así unos instantes. Después sacó el cañón de la boca y lo colocó contra su sien derecha. Sabía que la pistola estaba descargada, que no podía hacerse daño. Demasiadas veces había intentado imaginar cual sería el mejor sitio para disparase y morir más rápido. Apretó el gatillo y el martillo actuó golpeando el percutor.
Si era cierto que los resultados de la biopsia confirmaban que la hepatitis C que contrajo por una transfusión de plasma en una operación de cadera, no había derivado en un cáncer terminal de hígado, aún quedada una oportunidad.
A través de la ventana abierta miró de nuevo al parque, repleto a esas horas de madres que se peleaban con sus niños para que tomasen las meriendas antes del juego.
Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando se percató de que el sudor caía por la frente y las axilas e inundaba sus manos. Se retiró del hueco de la ventana y soportando el bípode con una mano, con la otra levantó de la mesa su Mauser 80 Magnum . Después, con tranquilidad pasmosa quitó la mira telescópica, extrajo el cañón, el cerrojo y el cargador, y los fue depositando uno a uno en la caja de accesorios. Limpió luego con pulcritud la culata y el guardamanos del rifle con una bayeta y lo introdujo también en la caja.
Todo lo tenía planeado minuciosamente, no en vano había alquilado aquel ático. Sus ventanas estaban orientadas al gran centro comercial que abría sus puertas doscientos metros más allá, al final del paseo central del parque.
En una mezcla de temor y excitación había llegado a imaginar la orgía de sangre y desolación que provocarían desde allí sus disparos. Incluso calculó el número posible de víctimas antes de que consiguieran reducirlo. Y de nuevo, aquello pasó por su mente como un flash cegador que lo envolvía para devolverle al estado de enajenación del que creía haber salido.
Trató de reponerse mientras limpiaba sus manos sudorosas con un pañuelo de papel que quedó empapado y reducido a un guiñapo, y que dejó sobre el cenicero. Después ordenó con ellas sus cabellos, revueltos por la corriente fresca que provenía de la ventana abierta. Echó para atrás su cabeza y respiró con cierta dificultad, entrecortado por la angustia. Dejo luego escapar el aire lo más despacio que pudo, intentando dar paz a sus pulmones compungidos para ralentizar el ritmo frenético de su corazón.
¿Qué le había llevado al convencimiento de que el mejor acto de su vida, aquel que le redimiría definitivamente de su frustración, era ejercer la muerte de manera indiscriminada hasta el momento final? De que la mejor manera de morir era matando.
Nada le había ido bien de un tiempo a esa parte. Desde que perdió el empleo todo se había convertido en un sin vivir para él. Acuciado por las deudas, angustiado por el porvenir de sus hijos, que se encontraban ahora en su misma situación y por quienes respondía con avales propios de su independencia reciente, y la maldita salud, que volvía de nuevo a darle la espalda. Dependiente de su mujer para subsistir económicamente, a sus cincuenta años se había convertirlo en un producto residual de la sociedad.
El teléfono, compañero informal, tirano inseparable y delator, sin el cual era incapaz de poner en marcha el coche cada mañana, hacía demasiado tiempo que había quedado mudo. Ahora permanecía horas y horas, días enteros callado, sin recibir una sola llamada. En otros tiempos, más de una vez fue amonestado por la empresa debido al consumo excesivo de su teléfono móvil, que reflejaba el ritmo desaforado que ejercía sobre su persona la profesión liberal que desarrollaba, representante de mobiliario y material de oficina.
Veinte años había estado yendo de aquí para allá a lomos de su vehículo de empresa, su prolongación mecánica y algo más que segunda morada, donde habían quedado sellados secretos que el teléfono celular no fue capaz de revelar.
Durante un tiempo realizaría el mismo simulacro cada mañana a la misma hora. Abría la puerta del garaje y dejaba arrancado su coche hasta que tomaba temperatura y saltaba el ventilador del motor. Pronto dejaría de hacerlo por no encontrarle sentido.
Ahora, su coche estaba aparcado junto al portal de apartamentos donde se alojaba, cargado con una bomba sincronizada con su celular. Su intención había sido causar una masacre lo suficientemente grande para ser recordado e impedir ser abatido. No quería morir a manos de la policía.
Todas las horas consumidas escuchando la radio, viendo las mismas noticias desoladoras en el televisor, en las redes sociales, sobre las que vertía todo su resentimiento para liberar la frustración por un sistema que sentía en su contra y en el cual creía estar condenado a su estado actual. Todo ello no había hecho más que radicalizar su intelecto y enervar su rabia por lo que consideraba injusto. La homofobia, el racismo y la xenofobia, habían prendido en la llama de su decepción por la corrupción de la clase política, de los sindicatos y los medios de comunicación, a quienes consideraba cómplices necesarios de un sistema social injusto, corrompido hasta su médula por el poder del dinero. Un poder que se revelaba omnipresente para arrebatárselo todo y del cual no veía el modo de escapar.
Había terminado suponiendo estúpidas a las gentes por resignarse sumisas a las calamidades que producían los desmanes de los poderosos. Gentes que conformaban una sociedad in-solidaria, tras la que se refugiaban para esconder su incompetencia, su falta de valores; y por quienes no sentía piedad, sino desprecio. Una sociedad que había considerado decadente, impotente para renovarse y ser algo mejor, pues se había entregado a la opulencia y al confort a un precio impagable del que no podría desprenderse pacíficamente.
Sí, creyó que la guerra había llegado y que le tocaba su turno. Para él el apocalipsis estaba ocurriendo ya.
Pero aquella última llamada lo había cambiado todo. Quizás su mujer lo había hecho sólo para tranquilizarle. De nuevo el sudor frío afluyó por todo su cuerpo al pensarlo. Había llamado un montón de veces para localizarlo hasta que cogió el teléfono. Era relativamente posible que le hubiera denunciado a la policía, llevaba varios días fuera de casa. Pero no, aparte de interesarse por su estado y saber dónde se encontraba, no había sido demasiado insistente para que regresara pronto. Le dijo que estaba de montería en el norte con unos amigos. Además, la posibilidad de que fuera real lo cambiaba todo. Sacó de la funda la Beretta 92 y la cogió al revés con las dos manos, colocando el pulgar derecho sobre el gatillo. Luego acercó el cañón hasta hacerlo tocar con su frente, justo encima de los ojos. Una gota de sudor cayó al suelo de sus manos pegajosas. Bajó el cañón y lo introdujo en la boca hasta superar la mira. Permaneció así unos instantes. Después sacó el cañón de la boca y lo colocó contra su sien derecha. Sabía que la pistola estaba descargada, que no podía hacerse daño. Demasiadas veces había intentado imaginar cual sería el mejor sitio para disparase y morir más rápido. Apretó el gatillo y el martillo actuó golpeando el percutor.
Si era cierto que los resultados de la biopsia confirmaban que la hepatitis C que contrajo por una transfusión de plasma en una operación de cadera, no había derivado en un cáncer terminal de hígado, aún quedada una oportunidad.
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