-¿Y que es Dios, sino el deseo de alcanzar la parte positiva de las cosas; de sentirnos escuchados y comprendidos por lo que no comprendemos. De encontrar apoyo cuando no lo tenemos. De consolarnos, porque nadie nos consuela?-
Así se pronunciaban las palabras, sin ninguna confianza en el ser humano por sus creencias, a las que culpaba de la involución; de la esclavitud de los cuerpos y las almas de los hombres, miedosos de adentrarse más allá, en lo desconocido, acomodándose en su pereza.
Y el sentir se reveló:
-Una vez, sin pretenderlo, oí rezar a un hombre, y mientras lo hacía sentí su sufrimiento. Intentaba dar gracias por el nuevo día, luminoso y cálido, pero el fuego de la ira ya había prendido en su corazón desde el primer momento en que sus ojos se abrieron y sus oídos se desconectaron del sueño. No odiaba el día, que aparecía maravilloso, odiaba tener que vivirlo, afrontando antes de empezar que tendría que enfrentarse al desaliento, la provocación y la violencia con que terminó el anterior, que empezó del mismo modo. Y verdaderamente le costaba mucho poner en claro su mente para dar gracias por existir un día más, pues no sabía si era eso lo que deseaba. Pero luchando contra su pensamiento aturdido, repetía y repetía, gracias. Gracias por todo.
No era consuelo lo que buscaba, ni comprensión , sino que cesara su dolor; y luchaba por creer cuando su fe más se resquebrajaba. Se esforzaba, entre la multitud de sentimientos que se agolpaban en su cabeza, por creer en algo más que en las ruinas de si mismo, pues no necesitaba consejos ni acompañamiento en su dolor, sino silencio y soledad.
Pero la furia de la contradicción le impulsaba a revelarse contra todo aquello por lo que pedir perdón, pues ya no se sentía culpable, no quería perdonar; era una fiera acorralada por las lanzas del odio y la soberbia. Y con esfuerzos sobrecogedores pedía perdón. Perdón por existir, por cumplir otro destino que no debería haber sido. Sabía que las palabras forzadas contradecían sus sentimientos desgarrados por el dolor, pero en un acto heroico de afirmación repetía y repetía, tratando de anular su voz interior, perdón, perdón, perdón...
Y suplicaba fuerzas para continuar un día más sin comprensión ni consuelo, sin paz ni tranquilidad interior si ese era su camino. Había comprendido suficiente y reconocía que su voluntad ya no le pertenecía, y aunque los hechos le empujaban a la renuncia, seguía suplicando consciente de que lo hacía libremente, porque eso quería y necesitaba, libertad sin condiciones previas para mostrarse con su verdadero espíritu. Estaba harto de ser él, por no poder ser él. Odiaba ese él artificial, impropio, impuesto. Y de odiarse a si mismo poco a poco moría. No negaba a Dios aunque sus atormentados pensamientos así se lo pidieran. Se negaba a si mismo, a su forma de ser y proceder que siempre le traicionaba . Por eso no parecía suplicar por él, sino más bien por todo lo que suyo era, y que por suyo de él pendía. -Ayúdame, ayúdame...-
En su repetición frenética, desesperada, se fue sosegando su espíritu, y en su rostro desencajado surgió lentamente la calma, la relajación que buscaba. De sus ojos encendidos brotaron lágrimas que apagaron las llamas de su corazón incendiado, y en los pulmones el aire entró por fin libre, oxigenando su mente congestionada. Respiró de nuevo hondo, reconociendo a Dios en cada bocanada de aire, conciliándose consigo mismo.
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